En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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Esperanza Fugaz
Las voces al otro lado de la puerta me dejaron helada. No. No pueden encontrarme aquí. Mi respiración se aceleró. Mi mente iba a mil por hora.
El hombre en el suelo comenzó a moverse, murmurando maldiciones entre dientes. Si despierta por completo y grita, estaré perdida.
Mis ojos recorrieron la habitación frenéticamente. Piensa. Piensa rápido. No había escondites. No había otra salida, excepto… La rendija en la pared. Era estrecha, pero tal vez… tal vez podía pasar.
No hay opción.
Corrí hacia la pared, ignorando el dolor en mi cuerpo, e intenté impulsarme con todas mis fuerzas. Salté, pero mis dedos apenas rozaron el borde.
—¡Mierda! —susurré, frustrada.
Pero no me di por vencida y lo intenté de nuevo y está vez logré aferrarme con la punta de los dedos. El sonido de la llave entrando en la cerradura me paralizó por una fracción de segundo.
¡Más rápido! Me aferré con todas mis fuerzas y comencé a subir, raspándome los brazos y piernas en el proceso.
Solo un poco más… Detrás de mí, el hombre herido dejó escapar un gemido.
—¿Qué… qué carajo?
¡No, no, no!
Con un último esfuerzo, pasé la cabeza y los hombros por la rendija, empujándome desesperadamente, pero la puerta se abrió de golpe.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
No miré atrás. Me impulsé una vez más con todas mis fuerzas, sintiendo cómo mi piel se rasgaba contra el borde de cemento.
—¡La chica se escapa! —gritó alguien dentro.
Mi cuerpo entero se deslizó a través del hueco y caí al otro lado, golpeándome contra el suelo de grava mojada. El impacto me dejó sin aire, sentía que todo mi cuerpo se rompía, dolía por todas partes. Pero no tenía tiempo para eso. Desde adentro, los gritos se volvieron más frenéticos.
—¡Atrápenla, joder!
No pensé. No miré atrás, solo corrí, como si la vida le fuera en ello. El aire frío me cortaba la piel, el suelo irregular lastimaba mis pies descalzos, pero mis piernas no se detuvieron. Corría con todas mis fuerzas. ¡No pares, no pares!
Mis pies descalzos golpeaban la tierra, hundiéndose en el barro húmedo con cada paso. Mis pulmones ardían como si estuvieran en llamas, pero no me importaba. Los gritos a lo lejos se fueron apagando poco a poco. Los perdí… los perdí, ¿cierto?
El aire frío me cortaba la piel, pero era lo de menos. Mi ropa estaba hecha harapos, mi cuerpo cubierto de rasguños y moretones. Cada paso dolía, pero no podía detenerme.
¿Dónde demonios estoy? Miré a mi alrededor. Solo campo. Árboles dispersos. Nada de carreteras, ni luces, ni señales de vida.
Genial, solo me falta encontrarme con un maldito coyote y la noche estará completa.
Pero entonces, la vi. Una casa. Pequeña, con una luz tenue iluminando la entrada. Un nudo se formó en mi garganta. Por favor… que haya alguien.
Con las últimas fuerzas que me quedaban, me lancé hacia la puerta y golpeé con desesperación.
—¡Por favor! ¡Ayuda! ¡Por favor, ábranme!
Mis manos temblaban, golpeando sin parar.
Unos pasos apresurados se escucharon al otro lado.
La puerta se abrió con cuidado, revelando a una mujer mayor con el rostro preocupado. Su cabello estaba recogido en un moño desordenado y sus ojos se agrandaron en horror al verme.
—¡Dios santo! ¿Qué te pasó, niña?
—Me… me secuestraron… escapé… necesito ayuda —logré decir entre sollozos, apenas sacando el aire.
La mujer me miró con la boca entreabierta, como si no pudiera procesar lo que acababa de escuchar.
—¿Rosa? —una voz masculina interrumpió desde adentro.
Un hombre apareció detrás de ella. Era robusto, con el rostro curtido por el sol. Sus ojos oscuros se clavaron en mí con seriedad.
—¿Qué pasa?
—Esta niña… —Rosa lo miró como si ni siquiera supiera por dónde empezar—. Algo terrible le ha pasado, Enzo.
Él frunció el ceño y me escaneó de arriba abajo.
—Entra, muchacha. No puedes quedarte ahí afuera.
Mis pies no se movieron. Mi instinto me decía que corriera. Que no confiara en nadie. Pero… ¿qué otra opción tenía? Con un nudo en la garganta, crucé el umbral.
El calor de la casa me envolvió de inmediato. Era un lugar sencillo, con muebles viejos pero acogedores. En la mesa quedaban restos de la cena, y un perro roncaba junto a la chimenea. Rosa me guió hasta una silla y puso una taza caliente en mis manos.
—Bebe, niña. Te ayudará a calmarte.
No sabía lo mucho que necesitaba algo caliente hasta que el líquido bajó por mi garganta, quemándome pero reconfortándome al mismo tiempo. Silencio. Solo el sonido de mi respiración entrecortada y la madera crujiendo con el viento. Enzo se cruzó de brazos.
—¿Quieres decirme qué demonios te pasó?
Mis labios temblaron. No quería hablar. No quería revivirlo. Pero tenía que hacerlo. Así que, con la voz quebrada, les conté, cómo me secuestraron, cómo me llevaron a ese lugar, los hombres, el miedo, asco, desesperación... Para cuando terminé, Rosa tenía lágrimas en los ojos.
Enzo, en cambio, se veía… furioso.
—Malditos hijos de puta… —murmuró entre dientes, apretando los puños.
Rosa me tomó las manos con suavidad. Su piel era cálida, maternal.
—Vamos a ayudarte, cariño. En la mañana iremos al pueblo a llamar a la policía. No tenemos mucha señal aquí, pero en el pueblo sí.
Asentí, sintiendo un alivio tan grande que me mareó. Por fin… por fin alguien me va a ayudar. Rosa me sonrió con dulzura y se puso de pie.
—Ven, te prepararé una habitación para que descanses. Necesitas dormir, niña.
Me guió por el pasillo hasta una habitación pequeña pero acogedora. La cama era simple, pero en ese momento, me pareció la cosa más cómoda del mundo.
—Puedes usar el baño si quieres. Te buscaré algo de ropa.
Tragué saliva.
—Gracias… de verdad.
Ella negó con la cabeza.
—No tienes que agradecer. Descansa, hija.
Cuando se fue, entré al baño y abrí la ducha. El agua caliente cayó sobre mi piel, llevándose el sudor, la suciedad… y los recuerdos. Me froté con desesperación, como si pudiera borrar lo que me hicieron. Pero las marcas estaban ahí. Siempre lo estarían.
Cuando salí, encontré ropa limpia sobre la cama. Un pantalón de algodón y una blusa ancha. Me quedaban grandes, pero eran suaves. Seguras. Me metí bajo las mantas, sintiendo su calor rodearme. Y por primera vez en días… me sentí a salvo.
Entonces, sin poder evitarlo, las lágrimas cayeron y lloré hasta quedarme dormida. Porque, al fin…Voy a volver a casa.