Ecos De Un Amor Eterno

La noche del eclipse total se aproximaba. Alejandro y Luna habían pasado las últimas semanas investigando frenéticamente, guiados por un impulso que parecía venir de lo más profundo de sus almas. Cada descubrimiento los llevó a un claro en el bosque, donde siglos atrás, según antiguos relatos, se había llevado a cabo un ritual prohibido bajo la luz de un eclipse.

Isabel, con el celular de Alejandro intervenido por el investigador privado, sabía exactamente a dónde iban. Con el corazón roto pero decidido a descubrir la verdad, los siguió en su automóvil, oculta a la distancia.

La llegada al claro

La luna llena brillaba en el cielo, su luz más intensa que nunca. Alejandro y Luna llegaron al sitio, sintiendo una extraña familiaridad en el ambiente. Los árboles altos parecían susurrar secretos antiguos mientras el viento frío se colaba entre las ramas.

—Esto es... es el lugar —dijo Luna, temblando, no solo por el frío, sino por el peso de lo que sentía en su interior.

—Lo sé. Es como si mi cuerpo lo recordara, aunque mi mente no pueda explicarlo —respondió Alejandro, caminando hacia el centro del claro.

Ambos sacaron sus collares y, casi por instinto, los colocaron sobre una piedra grande cubierta de musgo. Cuando los collares hicieron contacto, una vibración extraña recorrió el suelo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Luna, asustada.

Antes de que Alejandro pudiera responder, un destello de luz los envolvió. Por un instante, el mundo desapareció. Sus mentes se llenaron de imágenes: un hombre y una mujer vestidos con túnicas antiguas, rodeados por un círculo de figuras encapuchadas. La pareja estaba atada, y sus collares brillaban mientras un eclipse oscurecía el cielo.

De repente, ambos fueron transportados de vuelta al presente, jadeando y con los ojos llenos de lágrimas.

—Nos sacrificaron... para sellar algo —susurró Alejandro, aún procesando lo que había visto.

—¿Sellar qué? —preguntó Luna, pero antes de obtener respuesta, un ruido en los arbustos interrumpió su conversación.

Isabel al descubierto

—¿Qué demonios es todo esto? —gritó Isabel, emergiendo de entre los árboles. Su rostro estaba iluminado por la ira y la confusión.

—Isabel... no deberías estar aquí —dijo Alejandro, dando un paso hacia ella.

—¿No debería estar aquí? ¿Cómo te atreves a decirme eso? ¡He estado siguiendo tus mentiras, tus traiciones! Y ahora esto... ¿qué es esto? —preguntó, señalando los collares sobre la roca.

Luna intentó calmarla.

—No es lo que parece. Esto va más allá de todos nosotros. Hay cosas que...

—¡Cállate! —interrumpió Isabel, mirándola con desprecio—. No me interesa lo que tengas que decir.

De pronto, otro ruido surgió del bosque, esta vez más fuerte. Las ramas crujieron, y una figura encapuchada apareció entre las sombras.

—Sabía que vendrían —dijo con una voz ronca y profunda.

El ritual olvidado

La figura se acercó lentamente, revelando un rostro arrugado y marcado por cicatrices.

—Han reabierto lo que nunca debió ser tocado —continuó, señalando los collares.

—¿Quién eres? —preguntó Alejandro, colocándose frente a Luna e Isabel, como protegiéndolas.

—Soy el último guardián de este lugar. Durante generaciones, mi familia ha vigilado el sello que ustedes acaban de romper.

Luna dio un paso adelante.

—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué nosotros?

El hombre los miró con intensidad.

—Porque ustedes son los herederos del pacto. En su vida pasada, sacrificaron sus almas para sellar una entidad que amenazaba con destruirlo todo. Pero ahora que los collares han sido activados, el sello se debilita.

Isabel, incrédula, dio una risa amarga.

—¿Qué clase de locura es esta? ¿Un sello? ¿Una entidad? Esto suena a un mal guion de película.

El hombre no respondió. En cambio, levantó una mano y apuntó al cielo. La luna comenzaba a oscurecerse, el eclipse iniciaba.

—Si no detienen lo que han desatado, esta noche será el fin.

La decisión imposible

Un temblor recorrió el claro, y la piedra donde estaban los collares comenzó a agrietarse. Una sombra negra, amorfa, empezó a surgir desde las grietas. Alejandro y Luna sintieron una atracción casi magnética hacia la figura, como si los llamara.

—Deben decidir —dijo el guardián—. Uno de ustedes debe sacrificar su vida para renovar el sello.

—¡¿Qué?! —exclamaron los tres al unísono.

—Es la única manera. El pacto original requería dos almas, pero esta vez bastará con una.

Luna miró a Alejandro, sus ojos llenos de lágrimas.

—No puedo dejar que lo hagas —dijo ella.

—Y yo no puedo permitir que tú te sacrifiques —respondió Alejandro, tomando sus manos.

Isabel los miraba en silencio, su mente inundada de emociones contradictorias: ira, tristeza, amor y, sorprendentemente, una chispa de comprensión.

—¡Basta! —gritó finalmente—. Esto es ridículo. Nadie debería morir por algo que no puede probarse.

Pero el guardián negó con la cabeza.

—No hay tiempo para dudas. Si no hacen algo ahora, esa cosa destruirá todo.

La sombra comenzó a extenderse, envolviendo el claro en una oscuridad helada. Alejandro, con el corazón en la garganta, dio un paso adelante.

—Lo haré.

—¡No! —gritó Luna, sujetándolo con fuerza.

El giro inesperado

De repente, Isabel tomó los collares de la piedra y se los colocó en el cuello.

—Si alguien va a terminar con esto, seré yo.

—¡Isabel, no! —gritó Alejandro, pero ya era demasiado tarde.

La luz de los collares se intensificó, y un rayo de energía envolvió a Isabel. La sombra comenzó a retraerse, emitiendo un chillido ensordecedor.

Cuando todo terminó, Isabel cayó de rodillas, los collares aún brillando tenuemente.

—Siempre supe que harías cualquier cosa por ella, Alejandro... incluso si eso significaba perderme a mí —susurró antes de desmayarse.

Alejandro y Luna corrieron hacia ella, pero el guardián los detuvo.

—El sello está renovado... por ahora. Pero recuerden: el destino siempre encuentra su camino.

La luna, ahora llena y luminosa, iluminó el claro mientras el silencio regresaba. El sacrificio de Isabel dejó a todos con más preguntas que respuestas, y la certeza de que su historia apenas comenzaba.