Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
NovelToon tiene autorización de Kitty_flower para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
fingiendo
Durante los días siguientes, me volví experta en fingir. Sonreía cuando debía sonreír, respondía cuando debía responder, e incluso logré que mis pasos no se arrastraran por los pasillos como mi corazón. Me repetía que debía ser fuerte, que el amor no se esfuma solo porque el mundo no lo aprueba. Pero en el fondo, cada vez que veía a Diana tomando la mano de Maicol frente a todos, algo se partía un poco más dentro de mí.
Ella me miraba de reojo. Como si esa mirada pudiera reemplazar lo que no podía darnos. Como si un segundo de contacto visual en medio de la multitud fuera una promesa. Pero las promesas, aprendí, también pueden doler.
Una tarde, mientras caminaba hacia mi casa, la vi. Estaba en la parada del autobús, sola, abrazándose a sí misma mientras el viento le desordenaba el cabello. Dudé. Mi instinto fue acercarme, pero no lo hice. Me quedé observándola desde la esquina, escondida tras un auto. No como una cobarde, sino como alguien que teme romper algo frágil con un solo gesto.
Cuando subió al autobús, me quedé allí. Mirando el lugar que había ocupado. Como si pudiera entender algo solo con respirar el aire que ella había dejado.
Esa noche, me desperté con el corazón latiendo como un tambor. Soñé que Diana corría hacia mí, que me abrazaba, que me susurraba que lo dejaría todo. Pero al despertar, mis brazos estaban vacíos y la almohada húmeda por las lágrimas. Me dolía vivir en ese punto medio: ni juntas, ni completamente separadas.
A los pocos días, recibí una nota en mi casillero. El papel estaba doblado con cuidado, como si quien lo escribió aún creyera que los pliegues podían protegernos de la verdad.
"Esta noche. Atrás del gimnasio. 8 PM. Por favor."
No tenía firma, pero no hacía falta. Mi cuerpo entero lo supo. Era ella.
Pasé el resto del día en una especie de niebla. No escuché a los profesores, no comí, no hablé con nadie. Conté las horas como quien cuenta los latidos antes de un infarto. Y cuando finalmente dieron las ocho, ya estaba allí, con las manos temblando dentro de los bolsillos.
La encontré esperando bajo el farol que apenas alumbraba. Estaba nerviosa. Hermosa. Culpable.
—Gracias por venir —susurró.
—¿Qué haces aquí, Diana?
—No podía más. Necesitaba verte. Escucharte.
Me apoyé contra la pared fría, manteniendo la distancia que nos habían impuesto, que ella misma había aceptado.
—¿Y Maicol? —pregunté, casi sin querer.
Ella bajó la mirada.
—No sabe que estoy aquí. Pero... anoche lo terminé.
—¿Lo qué?
—Lo terminé —repitió con voz temblorosa—. Le dije que no podía seguir fingiendo. Que no podía seguir destruyéndome por complacer a otros.
Un silencio nos envolvió, denso, inestable.
—¿Y qué dijo?
—No mucho. Creo que, en el fondo, siempre supo que no era real.
Me acerqué un paso. Luego otro. Hasta que quedamos frente a frente. Sus ojos estaban húmedos, brillantes como el mar en tormenta.
—¿Y tu familia?
—Aún no lo saben. Pero lo sabrán pronto. No puedo seguir escondiéndome. No después de todo lo que te hice pasar.
Diana alzó la mano y rozó mi mejilla con los dedos. Cerré los ojos ante ese gesto, como si me costara creer que era real.
—Lo siento tanto, Anne —susurró—. Lo siento por todo.
—No quiero un perdón —le dije, abriendo los ojos—. Quiero verdad. Quiero que, esta vez, no te vayas.
—No me voy a ir —prometió—. No más mentiras. No más huir.
Nos abrazamos. Un abrazo largo, tembloroso, donde nuestras lágrimas se mezclaron en el cuello de nuestras camisas. Un abrazo que decía "te extrañé", "me doliste", "aún te amo".
No nos besamos. No todavía. Era demasiado pronto, demasiado frágil. Pero en ese abrazo cabía todo: la rabia, el miedo, el amor.
Esa noche, no dormí. Me quedé acostada mirando el techo, repasando cada palabra, cada gesto. Me sentía rota y entera a la vez. Como si, por fin, algo hubiera empezado a sanar.
Diana empezó a cambiar. A veces todavía se veía obligada a sonreír frente a su familia, a callar en la escuela, pero cuando estábamos solas, era ella. Mi Luna. Mi verdad.
Comenzamos a escribirnos cartas de nuevo. Pequeños papeles doblados que pasábamos con disimulo entre clases, entre libros, entre suspiros. En ellos nos contábamos todo: cómo nos sentíamos, lo que soñábamos, lo que temíamos.
Una vez escribió: "No sé si el mundo esté listo para nosotras. Pero sé que yo ya no estoy dispuesta a seguir sin ti."
Yo respondí: "Entonces no caminemos para agradarle al mundo. Caminemos para no perdernos de nuevo."
Y así, con pasos lentos pero firmes, empezamos a reconstruirnos. Con miradas clandestinas, roces furtivos, y tardes detrás de la biblioteca. Con miedo, sí, pero también con coraje.
La gente empezó a hablar. A sospechar. Maicol no me miraba, pero sus amigos sí. Un día encontré un insulto escrito en mi casillero. Lo borré sin decir nada.
Pero Diana lo vio.
Y a la mañana siguiente, ella caminó junto a mí por el pasillo. Frente a todos. Tomó mi mano.
No dijimos nada. No hizo falta.
El mundo se quedó en silencio por un instante.
Y aunque sabía que aquello traería consecuencias, sentí que por fin, después de todo, estábamos comenzando a escribir nuestra historia sin pedir permiso.
Una historia difícil. Imperfecta. Pero verdadera.
El lunes siguiente, algo había cambiado. No en el mundo exterior—ese seguía igual de cruel y meticulosamente indiferente—sino en mí. Porque ahora sabía la verdad. Sabía que Diana me amaba, que lo nuestro no había sido un espejismo, que cada carta, cada roce de manos a escondidas, cada promesa murmurada en la oscuridad tenía raíces reales. Profundas. Dolorosas.
Y sin embargo, también sabía que no era suficiente.
El amor no siempre es una puerta abierta. A veces es una jaula sin barrotes, una prisión de miedo donde cada decisión se toma con el pulso temblando y la mirada baja.
Diana no se sentó a mi lado en clase. Siguió el guion impuesto por su familia, por Maicol, por ese teatro absurdo que ella debía representar para ser aceptada. Pero sus ojos… sus ojos me buscaban en cada respiro. Me rozaban. Me hablaban.
Y yo los sostenía. Porque esa era nuestra única forma de tocarnos.
Cada recreo era una tortura. Verla alejarse con él, caminar hombro a hombro mientras yo fingía leer, fingía comer, fingía respirar. Me mordía el labio hasta hacerme daño para no levantarme y gritarle al mundo que era yo la que la hacía reír en voz baja, la que le escribía poemas en los márgenes de las libretas, la que conocía cada lunar de su espalda.
Me volví experta en disimular. En fingir que estaba bien, en sonreír cuando alguien me hablaba, en no mirar cuando las manos de Maicol tocaban su cintura. Pero por dentro… por dentro el amor me ardía como una herida abierta.
Una tarde, mientras me dirigía a casa, alguien me alcanzó. Era Diana. Caminaba rápido, sin mirar atrás, con el uniforme desordenado y el cabello suelto, como si se hubiera escapado de una escena demasiado perfecta. Supe al instante que algo había pasado.
—Ven conmigo —me dijo sin saludar, sin dar explicaciones.
Y yo fui.
Caminamos en silencio hasta el parque viejo, ese donde solíamos recostarnos a ver las estrellas. Estaba casi vacío, salvo por el canto perezoso de las aves y el viento moviendo las hojas. Diana se dejó caer sobre el césped seco, y yo me senté a su lado. Por un momento, ninguna dijo nada. Solo el ruido del mundo.
—Discutí con Maicol —soltó ella de golpe—. Le dije que no podía seguir fingiendo. Que esto me estaba matando.
—¿Y qué dijo? —pregunté sin atreverme a mirarla.
—Nada. Me miró como si yo fuera una carga. Como si le arruinara su papel de héroe.
La escuché respirar hondo. Noté cómo sus dedos se movían nerviosos sobre la tela de su falda.
—Mi mamá encontró una de tus cartas —agregó en voz baja—. La rompió. Me gritó que eso no es amor, que estoy enferma. Me amenazó con llevarme al psicólogo. Con internarme.
Sentí cómo la furia me subía por el pecho, como una marea imposible de contener. Pero no dije nada. Porque ella no necesitaba mi rabia. Necesitaba mi mano.
Así que se la ofrecí.
Y la tomó.
Durante unos minutos nos quedamos así, unidas solo por los dedos, como si ese pequeño contacto pudiera protegernos de todo lo que nos rodeaba.
—No quiero que te destruyan por mi culpa —murmuró Diana—. No quiero que te odien, que te humillen, que te aparten como si fueras un error. Yo… yo podría soportarlo si me pasa a mí, pero no si te pasa a ti.
—No eres tú quien me destruye —le dije con suavidad—. Es este mundo. Este mundo que no nos deja ser. Pero tú… tú eres la única razón por la que sigo respirando.
Diana cerró los ojos, y una lágrima se escapó sin permiso por su mejilla. Me acerqué y la limpié con la yema de los dedos.
—¿Y si nos vamos? —preguntó de pronto—. No hoy, ni mañana. Pero algún día. ¿Y si encontramos un lugar donde podamos ser libres? ¿Donde nadie nos diga que amarnos es un pecado?
La idea era hermosa. Irreal. Dolorosa. Pero le sonreí. Porque a veces, una esperanza aunque sea lejana, basta para no ahogarse.
—Entonces lo prometemos —susurré—. Algún día, cuando seamos más fuertes, cuando nadie más decida por nosotras. Nos iremos. Nos salvaremos.
—Lo prometo —dijo ella, con la voz rota, pero los ojos llenos de fuego.
Nos quedamos allí hasta que la luz empezó a apagarse y el cielo se volvió naranja. No hubo besos. No hubo más palabras. Solo la promesa suspendida entre nosotras como una cuerda floja que un día, con suerte, cruzaríamos juntas.
Esa noche, me dormí con el corazón aún dolido, pero latiendo con una firmeza nueva.
Porque a veces no se necesita tenerlo todo resuelto. A veces basta con saber que el amor sigue ahí, esperando su momento.
Y yo iba a esperarlo. Aunque doliera. Aunque ardiera.
Porque ella era mi Luna.
Y yo, su Tierra.
Su casa.
Su raíz.
Una historia que merecía ser vivida.