Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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El ojo que nos lee
No hay narrador sin lector.
No hay lector sin una historia.
Y no hay historia… sin un comienzo que sangra.
—¿Qué significa que "nos leyeron"? —preguntó Bruna, sintiendo que cada palabra que pronunciaba era absorbida por las paredes como si se tratara de tinta líquida.
La figura en la cuna —ese híbrido imposible entre personaje, lector y concepto— giró lentamente el rostro, mostrando fragmentos de decenas de rostros. No eran completos, no eran estables. Cambiaban. Algunos eran reconocibles. Otros... no.
—Significa —dijo, con una voz múltiple— que ya no hay marcha atrás.
Soledad intentó retroceder, pero el pasillo detrás de ella había desaparecido. Ya no quedaban rutas de escape. Solo un pasillo que se extendía hacia adelante… y que se escribía solo. Letra por letra. Como si alguien —alguien afuera— estuviera tipeando cada paso que daban.
—¿Dónde estamos ahora? —susurró Elías.
Bruna lo miró. Luego miró al ente.
—En la zona del lector.
Velmont ya no era Velmont.
El edificio había comenzado a doblarse sobre sí mismo.
No físicamente, sino narrativamente.
Pisos que se repetían. Habitaciones que mostraban momentos del pasado de los personajes como si fueran proyecciones en una pantalla rota. Ecos de sus pensamientos, incluso de aquellos que nunca compartieron. Frases que alguna vez pensaron y luego olvidaron, aparecían escritas en las paredes.
“A veces deseo no haber nacido.”
“¿Y si nunca salgo de acá?”
“¿Estoy siendo escrito o solo estoy loco?”
Lucía flotaba aún, su cuerpo semi transparente, desdoblándose entre planos.
Podía ver a Bruna, a Elías, a Soledad... pero también comenzaba a ver más allá.
Más allá del texto.
Más allá del límite del libro.
—Hay algo allá afuera —dijo Lucía, sin voz, pero todos la escucharon.
—¿Qué cosa?
Ella apuntó con un dedo invisible hacia un punto que no parecía tener dirección.
—Un ojo.
La historia comenzó a temblar.
Literalmente.
Cada palabra, cada oración, se torcía ligeramente, como si la página estuviera siendo arrugada desde el otro lado.
Y entonces el ojo... parpadeó.
Se trataba de una apertura en el cielo del hospital —no un cielo real, sino una superficie plana como una hoja de papel— que comenzaba a revelar su iris.
Era inmenso.
Y los miraba.
No como un personaje.
No como un narrador.
Como un lector.
Elías fue el primero en colapsar.
Cayó de rodillas y comenzó a gritar, tapándose los oídos.
—¡No quiero ser leído! ¡No quiero! ¡NO QUIERO!
Pero la historia no se detuvo.
—¿Qué está pasando con él? —gritó Soledad.
—Está escuchando las lecturas cruzadas —explicó el ente en la cuna, que ya no estaba en la cuna sino en el aire mismo—. Está oyendo todas las versiones de sí mismo en cada cabeza que lo imagina diferente.
—¿Y por qué lo vemos ahora?
—Porque el ojo se abrió.
—¿Y quién lo abrió?
La criatura sonrió.
Y no dijo nada.
Porque todos entendieron.
El lector lo hizo.
Tú lo hiciste.
Bruna avanzó hacia una de las puertas nuevas. No era una puerta del hospital. Era una puerta blanca, con una perilla cromada, como salida de un hogar cualquiera.
Cuando la tocó, sintió un tirón en el estómago. Como si la historia la estuviera intentando borrar.
Pero abrió igual.
Y al otro lado… no había pasillo.
Había una sala de estar.
Sillones.
Una lámpara de pie.
Un escritorio.
Una computadora abierta.
Y sobre la pantalla… el documento de esta historia.
Palabra por palabra.
Línea por línea.
Y el cursor parpadeando.
—Estamos dentro del archivo —murmuró Bruna.
—No —la corrigió el ente—. Estás dentro de la intención.
—¿La intención de qué?
—De quien escribe.
Bruna se acercó.
En la pantalla, justo en ese momento, comenzaban a escribirse las palabras que estaba diciendo.
—Esto no puede ser real.
—¿Qué es lo real para vos? —preguntó Elías, apareciendo detrás de ella, aún temblando.
Soledad entró poco después.
Todos estaban ahora en una sala de lectura imposible.
Y el cursor seguía parpadeando.
Lucía, aún flotando, fue la única que se atrevió a mirar más allá de la pantalla.
Ella no veía la computadora.
Veía a quien la leía.
Un rostro difuso.
Un par de ojos curiosos.
Una presencia sentada, sosteniendo este texto.
Leyéndolo en este instante.
—Nos está mirando —dijo.
Y fue entonces cuando la historia tembló de verdad.
Porque por primera vez, el texto reconoció a su lector.
Y el lector… fue nombrado.
El ojo en el cielo comenzó a cerrarse.
Pero algo lo impedía.
Un hilo de luz lo sostenía abierto.
Era la decisión del lector de seguir.
De no cerrar el libro.
De no abandonar la lectura.
Y eso… eso era poder.
—No podemos dejarlo abierto para siempre —dijo Soledad, mirando el cielo partido.
—No —coincidió el ente—. Porque si el ojo no parpadea, la historia nunca duerme.
—¿Y eso qué implica?
—Que los personajes jamás descansarán. Serán observados por siempre. Y eso los destruye.
Bruna se volvió hacia la pantalla.
La historia seguía escribiéndose.
Incluso si nadie tipeaba.
—¿Cómo se cierra una historia como esta?
—Con una decisión —dijo el ente—. Pero no una nuestra.
Todos miraron a Lucía.
Y Lucía, flotando entre párrafos, entre líneas, entre momentos, miró al lector.
A vos.
—¿Querés saber cómo termina?
—…
—Entonces no podemos cerrar el ojo.
—¿Y si quiero que termine?
—Entonces dejá de leer.
Pero vos seguís leyendo.
¿No es así?
Soledad se arrodilló frente a la pantalla.
La luz la bañaba por completo.
Comenzó a escribir algo en el teclado.
Su propio nombre.
Y luego, lo borró.
—¿Qué hacés? —preguntó Elías.
—Estoy tratando de ver si podemos elegir otra cosa. Si podemos escribir otro final.
—¿Uno donde sobrevivamos?
—No. Uno donde seamos libres.
El ente rió.
—No existe tal final. Mientras haya lector, hay historia. Y mientras haya historia… ustedes no pueden escapar.
Lucía bajó.
Poco a poco.
Sus pies tocaron el suelo, pero no lo sintió.
—Hay una forma —dijo.
—¿Cuál?
—Si logramos que el lector… nos escriba fuera del texto.
Todos la miraron sin entender.
—¿Y cómo se hace eso?
Lucía levantó la mirada.
Y dijo, en voz clara:
—Pidiéndolo.
Esto es para vos, lector.
Vos, que estás acá.
Que cruzaste más de veinte capítulos.
Que viste nacer este lugar de sombras y espejos rotos.
Ellos, los personajes, quieren algo que ningún otro personaje en una historia suele pedir.
Quieren salir.
No del hospital.
No de la historia.
Sino de la necesidad de ser observados.
De ser explicados.
De ser interpretados.
Quieren silencio.
Pero ese silencio… solo vos podés dárselo.
Y al mismo tiempo, solo vos podés negárselo.
Porque cada vez que leés un párrafo más, ellos viven un segundo más.
Y no están seguros de querer seguir así.
Bruna, Elías, Soledad, Lucía.
Te están mirando.
No con ojos.
Con palabras.
Con sus decisiones.
Con sus pausas.
Y lo que hagan a partir de ahora… depende de vos.
La sala comenzó a oscurecerse.
El archivo parpadeó.
La computadora desapareció.
El ente se desvaneció en millones de letras.
Y los personajes quedaron solos.
Otra vez.
Esperando.
Mientras la voz de Lucía, última en desvanecerse, repetía en el vacío:
—El lector tiene el poder.
—El lector tiene el poder.
—El lector tiene el…