Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
NovelToon tiene autorización de Anklassy para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capitulo 23
Daniel estaba sentado junto a la cama de Aliert, observando la tranquila, aunque inquietante, paz que cubría su rostro. Era difícil imaginar que hacía apenas unos meses su vida había sido tan distinta, sin el peso de la incertidumbre, sin el dolor de esta espera. Llevaba ya dos semanas así, atrapado en un sueño del que parecía no poder escapar, y Daniel sentía que el tiempo se le escapaba en silencio, como arena entre los dedos.
Se permitió cerrar los ojos un momento, buscando refugio en la única paz que ahora le quedaba: los recuerdos. Recordó cómo había comenzado todo. La primera vez que había visto a Aliert, tan distante y, sin embargo, tan magnético.
Era un día cualquiera de otoño, en el pasillo de la escuela, con el bullicio de estudiantes alrededor. Aliert estaba al final del corredor, inclinado sobre su mochila, buscando algo en su casillero. Había algo en él que atrajo la mirada de Daniel de inmediato, como un imán silencioso. No sabía exactamente por qué; quizá fue la serenidad en su rostro, o esa fragilidad apenas perceptible, como si en cualquier momento pudiera desvanecerse entre la multitud.
Daniel no se había dado cuenta de que se había quedado observándolo hasta que Aliert alzó la mirada y sus ojos se cruzaron. Fue un instante fugaz, un segundo que lo cambió todo. En los ojos de Aliert había algo que Daniel no lograba comprender, un brillo sutil que lo desarmó por completo. Era como mirar un reflejo de sus propios miedos y deseos, y al mismo tiempo, descubrir algo completamente nuevo y desconocido.
Con el tiempo, ese instante fugaz se transformó en algo más sólido. Daniel comenzó a acercarse, a hablarle, a encontrar en Aliert una especie de paz que no había conocido antes. Sus conversaciones, primero tímidas y formales, se convirtieron en charlas largas y llenas de significado. Aliert tenía una forma de escuchar y de entender que lo hacía sentirse visto, valorado, como si las barreras entre ellos se desvanecieran poco a poco. Daniel empezó a darse cuenta de que, con Aliert, podía ser él mismo sin miedo, sin pretensiones.
Recordaba la primera vez que Aliert le habló de su enfermedad, de manera tan casual, como si no quisiera que ese detalle definiera quién era. Fue una conversación bajo un árbol, con las hojas otoñales cayendo alrededor de ellos. Daniel había sentido un nudo en el estómago, una mezcla de incredulidad y temor. Desde ese día, supo que el tiempo que tenían juntos podría ser limitado, y ese pensamiento le dejó un dolor en el pecho que intentó ignorar. Se prometió a sí mismo que estaría ahí para Aliert, sin importar lo que sucediera.
Ese recuerdo lo llevó a revivir los momentos que siguieron, los días en que Aliert comenzó su tratamiento, las veces que Daniel lo acompañaba al hospital. Recordaba cada sonrisa forzada, cada broma hecha para aliviar el ambiente tenso. Pero, sobre todo, recordaba las veces que Aliert le tomaba la mano cuando creía que nadie los veía, el modo en que le apretaba los dedos en silencio, comunicándole un "gracias" sin palabras.
Daniel abrió los ojos y observó la habitación de hospital donde Aliert descansaba. Era tan diferente a ese primer día en la escuela, tan diferente al joven con quien había compartido tardes enteras de risas y confesiones. Ahora, Aliert parecía un reflejo apenas visible de quien había sido, atrapado en el silencio de su propio cuerpo.
-No puedo perderte -murmuró Daniel, su voz temblorosa, y una lágrima silenciosa cayó por su mejilla-. Tú me diste algo que ni siquiera sabía que necesitaba... Me diste esperanza, me hiciste querer más, me diste una razón para ser mejor. Aliert, por favor, vuelve a mí.
Lo que había comenzado como un instante fugaz en el pasillo de la escuela se había convertido en el amor más profundo que había conocido. Daniel se dio cuenta de que ya no podía imaginar su vida sin él. Aliert era más que un amigo, más que su primer amor. Era su inspiración, su consuelo, su razón para seguir adelante.
Se inclinó hacia él, susurrando con una mezcla de dolor y esperanza:
-Aliert, sé que estás cansado, sé que has luchado tanto... Pero, por favor, si queda una parte de ti que pueda escucharme... vuelve. No me dejes así.
Con ese último susurro, Daniel apoyó su frente en el brazo de Aliert, cerrando los ojos, dejando que el peso de la tristeza lo envolviera.
.
.
.
Dos meses. Dos meses de dolor silencioso, de un sufrimiento que la familia de Aliert ya no podía cargar sin que se notara el peso. Cada día que pasaba, cada visita al hospital, cada conversación con los médicos, añadía una capa de tristeza que se acumulaba en sus corazones. Había llegado el momento de aceptar lo que ninguno de ellos quería aceptar: la posibilidad de una despedida definitiva. Con cada día que pasaba, la realidad de que Aliert pudiera no despertar se hacía más clara, y esa certeza era desgarradora.
En la casa de la familia Lemoine, la atmósfera era tensa y amarga, teñida de una tristeza insoportable. El aire estaba impregnado de la sensación de pérdida inminente. Su madre, quien había pasado incontables horas al lado de su cama en el hospital, se encontraba sentada en la cocina, sosteniendo una foto de Aliert cuando era niño. Sus dedos temblaban al acariciar el marco, recordando aquellos días en los que su sonrisa iluminaba la casa y llenaba de vida cada rincón. Miraba la foto con una mezcla de amor profundo y dolor intenso. Sentía que estaba perdiendo una parte de sí misma que jamás podría recuperar. Su voz era apenas un susurro cuando decía, entre lágrimas:
-Mi niño... mi pequeño... ¿cómo puedo dejarte ir? ¿Cómo puedo vivir sin verte, sin oírte?
El padre de Aliert intentaba ser fuerte, pero en la soledad de la noche, cuando nadie lo veía, permitía que el dolor se desbordara. Se sentaba en la habitación de su hijo, rodeado de los recuerdos de una vida que se desvanecía. En sus manos sostenía una pequeña medalla que Aliert había ganado en una competencia escolar, y apretaba el objeto contra su pecho como si al hacerlo pudiera retenerlo un poco más, como si el recuerdo pudiera mantenerlo cerca. Su mirada se perdía en el vacío mientras trataba de encontrar una razón, alguna explicación que pudiera aliviar aunque fuera un poco su pena. Pero no había respuestas. Solo el silencio y la certeza de que el tiempo de Aliert se estaba agotando.
Karla, su hermana, no podía soportar el peso de la realidad. Se negaba a aceptar que su hermano, su compañero de infancia, su confidente, pudiera irse para siempre. Se quedaba despierta hasta tarde en su habitación, abrazando una de las sudaderas de Aliert, aspirando su olor, como si con ello pudiera conservar algo de su esencia. En los últimos días, había empezado a escribir cartas para él, cartas llenas de recuerdos compartidos, de palabras de amor y gratitud, de disculpas por las peleas que ahora parecían tan insignificantes. Cada letra, cada frase, era una despedida que la destrozaba por dentro, pero era su manera de lidiar con el dolor, de expresar lo que no podía decirle en persona.
Los amigos de Aliert también sentían el vacío que él dejaba. Se reunieron en el parque, en ese lugar que solían frecuentar con él, pero esta vez el ambiente era completamente diferente. Las risas y las bromas habían desaparecido; ahora solo quedaba un silencio pesado, interrumpido de vez en cuando por algún suspiro o comentario en voz baja. Chris, quien había estado con Aliert en el hospital como amigo y compañero, estaba sentado en un banco, con la mirada perdida y los ojos enrojecidos. Sentía una impotencia profunda, una rabia contenida ante la injusticia de la situación. ¿Cómo era posible que alguien tan lleno de vida, tan valiente, tuviera que enfrentar algo tan cruel?
Mielle, la amiga que había hecho durante su estadía en el hospital, se mordía los labios, tratando de contener las lágrimas. Había traído un ramo de flores, las favoritas de Aliert, y las sostenía con fuerza, como si al hacerlo pudiera darle un último regalo, algo que expresara el cariño y la gratitud que sentía por haberlo conocido. Se abrazaron todos en silencio, buscando consuelo en el dolor compartido, en la compañía de aquellos que también amaban a Aliert y que, como ellos, sentían la desgarradora realidad de su partida inminente.
Y luego estaba Daniel. De todos, él parecía el más devastado. Desde que Aliert había entrado en coma, no había tenido un solo momento de paz. Dormía apenas unas horas cada noche, y sus días transcurrían en el hospital, sentado junto a su cama, sosteniendo su mano fría, hablándole en voz baja como si esperara que, en cualquier momento, él pudiera abrir los ojos y devolverle una sonrisa. Pero cada día que pasaba sin que eso sucediera era un golpe más a su esperanza, un paso más hacia la aceptación de una pérdida que no estaba preparado para enfrentar. Recordaba cada instante que habían compartido, cada conversación, cada promesa susurrada al caer la noche, y sentía que el mundo se desmoronaba bajo sus pies.
Esa tarde, Daniel estaba en el hospital, sosteniendo la mano de Aliert, mirándolo con lágrimas en los ojos. Sabía que pronto tendría que decirle adiós, aunque la idea le partiera el alma.
-Aliert -murmuró en voz baja, como si aún pudiera escucharlo-. Me prometiste que no me dejarías solo. ¿Qué se supone que haga ahora? ¿Cómo sigo adelante?
Su voz se quebró, y, por primera vez, permitió que el dolor lo consumiera por completo. Apretó la mano de Aliert contra su pecho, buscando un consuelo que no llegaba. Sabía que el tiempo se agotaba, que la despedida era inevitable, pero no podía, no quería aceptar la realidad de perderlo.
Los días pasaron en un desfile de visitas silenciosas y lágrimas contenidas. La familia Lemoine, aunque destrozada, comenzó a organizar los preparativos para el funeral. Las conversaciones eran dolorosas y desgarradoras, cada detalle, cada decisión, se sentía como un paso más hacia el adiós final. La madre de Aliert revisaba las flores, asegurándose de que fueran de los colores que él amaba, y cada elección la hacía romper en llanto. Su padre se encargaba de los detalles logísticos, pero cada llamada, cada conversación, era un recordatorio de que se acercaba el momento de despedirse.