Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 21: La espina en el jardín.
Narra el Conde Arlington
Cuando llegué al palacio, fui directo al despacho de mi primo Arturo. Lo vi de pie junto a la ventana, con las manos atrás y una expresión seria. Su rostro apagado era inusual, ya que casi siempre me recibía con una sonrisa amable y una copa en la mano.
—Por fin apareces —dijo sin voltear—. Necesito que me cuentes todo. La esposa del ministro Oxford se puso a llorar frente a la corte, diciendo que has deshonrado a su hija. La situación se está volviendo incontrolable.
Suspiré y cerré la puerta detrás mío. Me dirigí al sillón frente al escritorio y me dejé caer con más fuerza de lo que quería mostrar.
—Una mañana, mientras iba al hospital, encontré a la joven Evangelina Oxford el carrujo la golpeo pues ella salió de la nada, la lleve conmigo al hospital, al revisarla notamos que había sido atacada. Cuando despertó parecía confundida. No me indicó dónde vivía, así que no quise dejarla sola. Le propuse quedarse en el castillo… solo por unos días. Luego llegaron sus padres, enojados, pidiendo que me casara y hasta me retaron a duelo, un duelo al cual jamás se presentaron.
Arturo levantó una ceja, todavía de pie.
—¿Y por qué no aceptaste? Llevas años solo, primo. Tal vez ha llegado el momento de pensar en un nuevo capítulo…
—Porque no siento amor por ella, Arturo. Es atractiva, sí. Pero no me interesa románticamente. Sería un matrimonio sin cariño, y eso… eso es algo que yo no aceptare.
Finalmente, Arturo se acercó y sirvió dos copas de licor viejo. Me ofreció una y se sentó frente a mí con un gesto más comprensivo.
—Lo comprendo. Pero debes saber que el Consejo se ha enterado de esto. Si sigue así, podrías tener que defender tu nombre en un juicio.
—Tengo una sugerencia —dije—. Ofreceré una compensación económica a la familia Oxford, con la condición de que Evangelina tenga la libertad de elegir a quien quiera para casarse. No quiero atarla a un futuro que ninguno de los dos desea.
Arturo asintió, pensativo.
—Eso parece sensato. Lo presentaremos como una solución digna. Ahora dime… ¿cómo está Penélope? Hace tiempo que no tengo noticias de ella.
—Está bien —respondí, y no pude evitar que mi tono se suavizara al mencionarla—. Debe estar con Natalia ahora mismo.
—Ella fue quien insistió en que vinieras. Yo planeaba escribirte para conocer tu versión antes de mover mis contactos. Pero ya sabes cómo actúa mi esposa cuando toma decisiones.
—Te lo agradezco —dije con sinceridad—. No me gusta estar en deuda, pero esta vez…
—No necesitas seguir hablando. Vamos, quiero ver a esa niña. El protocolo puede esperar unos minutos.
Nos levantamos y nos dirigimos hacia el jardín privado. El sol empezaba a desaparecer detrás de las copas de los árboles, pintando el cielo de colores ámbar y lavanda. Al llegar, los vi: Penélope corría alegre entre los arbustos llenos de flores, jugando con los príncipes, que eran un par de años más jóvenes que ella.
Y entonces la vi a ella.
Magdalena.
Se veía diferente, renovada. Su vestido azul acentuaba la suavidad de su figura. Su cabello, suelto y arreglado con una elegancia natural, se movía con la brisa. La luz del atardecer se filtraba entre las hojas, tocando su piel con una calidez que me resultaba increíblemente familiar.
Sentí un dolor en el pecho. Habían pasado años… demasiados años sin experimentar algo así.
Arturo corrió hacia su esposa y luego levantó a mi hija con alegría.
—¡Pero ¡qué grande te has vuelto, pequeña! Pronto tendré que asignarte un guardia personal para asustar a los pretendientes.
Penélope se rió y le dio un beso en la mejilla, como cómplice.
Magdalena se puso de pie con gracia y me hizo una reverencia impecable.
—Su Alteza —saludó, con respeto.
Arturo, que nunca perdía una oportunidad, tomó a su esposa por la cintura y esta le dijo:
—Querido, ella es la señorita Magdalena, la institutriz de Penélope. Dime, ¿no crees que es más encantadora de lo que nos habían contado?
Arturo me lanzó una mirada de reojo con una sonrisa un tanto significativa. No respondí.
—Claro que lo es —dijo Arturo, sonriendo ampliamente—. Un placer, mi lady.
Y entonces, como si eso no fuera suficiente, Penélope, con su voz clara y dulce, dijo algo que me desarmó.
—Ella es como mi mamá, tío.
Mi primo me miró con una ceja levantada. Yo desvié la mirada. No iba a caer en ese juego… No quería darle satisfacción a Natalia, que ya había comenzado con sus insinuaciones.
—Con su permiso —dije, inclinándome ligeramente—. Necesito descansar un poco antes de nuestra reunión con la corte.
Empecé a alejarme con paso firme, pero entonces lo sentí: esa presencia que detesto.
—Buenas tardes a todos.
Al escuchar esa voz, sentí que los músculos de mi mandíbula se tensaban.
Alfredo.
El duque del reino. Hermano menor del rey. Mi otro primo. Y mi eterno rival.
Arturo se giró de manera natural.
—Hermano. Qué sorpresa encontrarte por aquí. ¿Todo bien?
—No del todo. Vine por un asunto urgente. Espero que podamos conversar antes de la cena.
—Claro, ven conmigo —dijo Arturo.
—Frederick —dijo Alfredo, inclinando apenas la cabeza—. Es un milagro verte en el palacio.
—Vine por un asunto —respondí con frialdad.
Su sonrisa torcida tenía un aire de veneno. No me soporta, y yo siento lo mismo. Nuestra enemistad viene de años, y dudo que alguna vez se disuelva.
—Damas… —añadí, haciendo un gesto cortés hacia Natalia y Magdalena, antes de darme la vuelta—. Con su permiso.
Salí del jardín sin mirar atrás. Sin embargo, por dentro, algo estaba en llamas.
Alfredo en el palacio. En este momento. Algo se estaba acercando.
Y no iba a ser de mi agrado.
LOS REYES.
EL DUQUE.