«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
En Salón Comunitario
El chirrido de las patas metálicas contra el suelo de parqué rompió el silencio habitual del salón comunitario. Las partículas de polvo danzaban en los rayos de sol que se colaban por los ventanales, testigos del ritual matutino que María José y María Cristina habían iniciado a las ocho en punto de aquel sábado. El reloj de pared, con su incesante tic-tac, marcaba el ritmo de su choreografía improvisada mientras reorganizaban el espacio.
—Aquí no, más a la derecha —indicaba María José, sus gafas reflejando la luz mientras supervisaba cada movimiento con la precisión de quien organiza un aula de primaria—. Esa mesa grande arruina el feng shui.
El eco de sus pasos resonaba en las paredes color crema, aún marcadas por las sombras de los cuadros que alguna vez habían decorado el espacio. María Cristina empujaba las sillas una a una, sus tacones (que se negaba a cambiar hasta el último momento) dejando pequeñas marcas en el suelo que luego intentaba disimular con el pie.
Una maceta con bambú encontró su lugar en la esquina norte, junto a un ficus que había visto mejores días pero que, según María José, "aportaba el toque de naturaleza necesario". El aroma del incienso de sándalo comenzaba a envolver el ambiente, serpenteando entre las sombras matutinas y escapando por las ventanas entreabiertas que dejaban entrar la brisa primaveral.
Las colchonetas de yoga, alineadas en filas perfectamente simétricas sobre el suelo, formaban un mosaico de colores que contrastaba con la monotonía del salón. El espacio, que durante la semana servía como silencioso testigo de reuniones de la comunidad y celebraciones ocasionales, se transformaba poco a poco en un santuario improvisado de bienestar y —aunque ninguna de las dos lo admitiera en voz alta— de observación vecinal.
—El ambientador de lavanda quizás sea excesivo —murmuró María Cristina, arrugando ligeramente la nariz mientras María José rociaba generosamente el aire—. Ya sabes cómo se pone Don Pepe con los olores fuertes.
Un último rayo de sol atravesó el vitral de la entrada, proyectando un arcoíris efímero sobre el suelo recién barrido. El salón aguardaba, como un escenario dispuesto para una obra que prometía ser más entretenida que cualquier reunión de vecinos.
—¿Estás segura de que esto ayudará a "relajar tensiones"? —preguntó María Cristina, mientras doblaba cuidadosamente su elegante mat de yoga color lavanda.
María José ajustó sus gafas con ese gesto característico de maestra de primaria que nunca abandonaba.
—Por supuesto. Aunque conociendo a nuestros vecinos, también podría ser como intentar dar clase de matemáticas a un circo ambulante.
El estruendo de carcajadas masculinas precedió a los intrusos como una trompeta anunciando su entrada. Un segundo después, Raúl y Saúl aparecieron en la puerta, idénticos como dos clones creados por un científico obsesionado con el spandex. Avanzaron al salón con una coreografía accidental, sus cuerpos marcándose bajo la tela con una perfección casi irreal, como si Miguel Ángel hubiera intercambiado mármol por licra.
Los shorts, de un azul eléctrico que era menos un color y más una declaración de guerra visual, competían por la atención con un descaro ofensivo. Eran, al menos en teoría, idénticos. Pero mientras los de Raúl se ajustaban al límite de lo decoroso, los de Saúl habían cruzado ese umbral a la velocidad de un ciclista en sprint. Su prenda parecía haber sido condenada por un secado excesivo, encogiéndose hasta convertirse en un himno a la falta de espacio personal. La tela abrazaba sus muslos con la devoción de un amante celoso, resaltando cada curva, cada sombra, cada promesa apenas oculta.
Raúl, al notar las miradas de reojo, esbozó una sonrisa que no era menos traviesa que la tela que vestían. Saúl, por su parte, se llevó las manos a las caderas, como si posar descaradamente compensara la ausencia de tela en su atuendo. “¿Qué pasa, nunca han visto arte en movimiento?” bromeó, mientras las risas se transformaban en toses contenidas y miradas que intentaban, sin éxito, buscar un punto neutro en el espacio.
El salón, que hasta entonces había parecido amplio, se encogió bajo la presencia de los gemelos. Su energía desbordante llenaba cada rincón, al igual que las imágenes de sus piernas musculosas, marcadas como si cada fibra hubiera sido esculpida para provocar suspiros o risas nerviosas, dependiendo del espectador. Y mientras caminaban con esa despreocupación casi erótica, dejaron tras ellos una estela de perfume deportivo y una lección involuntaria sobre el poder del spandex bien (o demasiado) ajustado.
Saúl irrumpió en el salón con la seguridad de un hombre que había ensayado su entrada al menos unas quince veces frente al espejo, probablemente acompañado de una playlist cuidadosamente seleccionada. Se pasó una mano por el pelo empapado de gel con un movimiento digno de un comercial de champú, cada hebra brillando como si la luz se hubiera confabulado para darle un halo de protagonismo. Su anillo, que sin duda habría sido más discreto si no tuviera el tamaño de una moneda de dos euros, atrapó un rayo de sol que rebotó con precisión quirúrgica en las gafas de María José, obligándola a pestañear como si estuviera siendo interrogada bajo una lámpara.
—Buenos días, profes —ronroneó Saúl, alargando las palabras como si fueran un caramelo que no estaba dispuesto a dejar ir. Su guiño fue todo menos sutil; si la sutileza fuera un arte, él habría optado por grafiti fluorescente. Era un guiño que podría haber sido coreografiado por Las Vegas: descarado, luminoso y con una pizca de insinuación que probablemente requeriría una licencia especial para mayores de dieciocho años.
Sus ojos comenzaron a recorrer el salón como un dron en busca de su próximo objetivo. Se deslizaron sobre cada rincón, evaluando con precisión milimétrica dónde instalar su pequeño espectáculo. Cuando aterrizaron en la figura de María Cristina, inclinada sobre su mat color lavanda, parecieron detenerse como un turista frente a la Torre Eiffel. Había algo en la forma en que su espalda se arqueaba mientras estiraba un brazo que capturó su atención con una intensidad que cualquier ficus habría envidiado.
—De la clase, por supuesto —interrumpió Raúl con un tono que mezclaba exasperación y diversión, como si esta no fuera la primera vez que le tocaba actuar como freno de emergencia para su hermano. El codazo que le propinó fue certero, un golpe directo a los abdominales de Saúl, que resonó con la contundencia de un tambor de carnaval.