Enfrentando una enfermedad que amenaza con arrebatarle todo, un joven busca encontrar sentido en cada instante que le queda. Entre días llenos de lucha y momentos de frágil esperanza, aprenderá a aceptar lo inevitable mientras deja una huella imborrable en quienes lo aman
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Capitulo 21
Aliert sabía que el tiempo se deslizaba entre sus dedos con la ligereza de la brisa de primavera, y esa sensación le pesaba más cada día. Después de las conversaciones profundas y desgarradoras con Karla y con Daniel, sintió que se acercaba a un punto de despedida, una culminación que él quería que fuera más un recuerdo feliz que un lamento. Así fue como se le ocurrió la idea del picnic, un momento de paz y alegría con todos sus seres queridos. Quería que fuera un día rodeado de risas, amor y tranquilidad, un día que pudieran recordar con calidez, aunque al fondo resonara esa melancolía latente de lo que vendría.
El día del picnic llegó. Aliert había insistido en prepararlo todo con sus propias manos, tanto como su cuerpo se lo permitía. Sus padres y Karla lo ayudaron con los detalles, y aunque ellos se ofrecieron a encargarse de todo, él quería contribuir en cada pequeño detalle. Llenaron cestas de mimbre con bocadillos, frutas y algunas de sus comidas favoritas. Daniel también llegó temprano para ayudar, y le sorprendió la dedicación de Aliert en esos momentos. Sabía lo frágil que estaba, pero verlo sonreír, a pesar del esfuerzo, era un consuelo y a la vez un dolor.
Escogieron un claro en el bosque, no muy lejos de la casa de Aliert. El lugar estaba bañado por una luz dorada, y a lo lejos se oía el murmullo del río. Todo estaba dispuesto: mantas extendidas, cestas llenas de comida, almohadones suaves para que Aliert pudiera descansar. Él se sentó en el centro, rodeado de su familia, de Daniel, y de sus amigos más cercanos. Chris y Mielle también estaban allí, ambos conscientes de la importancia de ese día. Aunque intentaban no dejar que la tristeza se mostrara, el ambiente tenía un aire solemne, de celebración y despedida a la vez.
Durante las primeras horas, Aliert rió y conversó con todos. Recordaron anécdotas divertidas de la infancia, momentos absurdos que provocaban risas, y las historias que habían compartido a lo largo de los años. Él escuchaba con atención, observando cada rostro, como si estuviera grabando cada detalle en su memoria. Sabía que ese era el último gran recuerdo que podía dejarles, y en cada palabra y gesto transmitía amor y agradecimiento.
A medida que la tarde avanzaba, el sol fue perdiendo intensidad, y el cielo se tornó de un tono naranja y rosa. Karla y su madre miraron a Aliert en silencio, sin saber si expresar la tristeza o simplemente aferrarse a la calma de ese momento. Su padre, intentando mantener el espíritu de celebración, propuso un brindis, y todos levantaron sus copas, sonriendo mientras las lágrimas se asomaban en sus ojos.
Aliert tomó un sorbo y luego dirigió una mirada a todos. Respiró hondo, intentando encontrar las palabras para expresar lo que sentía.
—Gracias –murmuró, con la voz apenas un susurro–. Gracias por estar aquí, por acompañarme… por no dejarme solo en ningún momento. A todos… –su voz tembló, pero él forzó una sonrisa–, quiero que sepan cuánto los amo y que, donde sea que esté, estaré con ustedes, de alguna forma.
Las palabras se quedaron flotando en el aire, y un silencio cargado de emociones invadió el claro. Nadie quería romper ese momento, como si hablar significara aceptar lo inevitable. Aliert miró a Daniel, quien estaba sentado a su lado, y en sus ojos vio reflejado el mismo dolor, el mismo amor.
Al final de la tarde, cuando el sol ya comenzaba a esconderse, el picnic llegó a su fin. Uno por uno, cada persona se despidió de Aliert, con abrazos largos y palabras susurradas que él recibió con lágrimas en los ojos. Finalmente, se quedaron solo él y Daniel, en ese espacio que parecía ahora vacío y a la vez lleno de recuerdos. Aliert, visiblemente cansado pero determinado, tomó la mano de Daniel.
—¿Quieres quedarte conmigo esta noche? –le preguntó, con una sonrisa tenue.
Daniel asintió sin dudarlo. Sabía que cada momento con Aliert era precioso y fugaz, y quería hacer de esa noche algo especial.
Regresaron a la casa de Aliert y se acomodaron en su habitación. El ambiente era íntimo, lleno de una paz dulce y amarga. Se tumbaron juntos en la cama, Aliert descansando su cabeza en el hombro de Daniel, mientras ambos miraban al techo, en silencio. Los dos compartían una conexión que iba más allá de las palabras, una unión de almas que no necesitaba ser expresada.
Daniel rompió el silencio con un susurro.
—Recuerdo la primera vez que te vi… –dijo, sonriendo con nostalgia–. No podía imaginarme que te convertirías en alguien tan importante para mí.
Aliert sonrió, aunque su expresión tenía una tristeza palpable.
—No pensé que podría sentir algo así –contestó en un tono suave–. No sabía que tendría la suerte de encontrar a alguien como tú en mi vida.
Pasaron horas hablando de todo y de nada, recordando sus momentos felices y tristes, sus pequeños secretos compartidos, las risas y los silencios. El tiempo se desvaneció, y ambos parecían suspendidos en ese instante, como si pudieran detener el mundo y vivir eternamente en esa paz.
En un momento, Aliert cerró los ojos, y una lágrima rodó por su mejilla.
—Daniel… –dijo con la voz quebrada–. Prométeme que serás feliz, incluso después de que yo me haya ido.
Daniel sintió un nudo en la garganta, y le resultaba casi imposible pronunciar palabras. Sin embargo, apretó la mano de Aliert con suavidad, transmitiéndole su apoyo y su amor.
—Te lo prometo –contestó, aunque en su corazón sentía el peso de esa promesa. Sabía que vivir sin él sería como aprender a respirar de nuevo, pero también sabía que eso era lo que Aliert deseaba.
Finalmente, el cansancio venció a Aliert, y sus párpados comenzaron a cerrarse. Daniel se quedó a su lado, mirándolo dormir con una mezcla de ternura y tristeza, consciente de lo efímero de ese momento. Mientras observaba el rostro de Aliert, se dio cuenta de lo afortunado que había sido al compartir su vida con él, aunque fuera por un tiempo tan corto.
La noche avanzó, y en ese cuarto silencioso, bajo la luz tenue de la luna que se colaba por la ventana, Daniel abrazó a Aliert con fuerza, aferrándose a cada segundo, cada respiración compartida. Sabía que esa sería una de las últimas veces que tendría el privilegio de tenerlo a su lado, y no quería dejarlo ir.
Y así, en medio de suspiros y lágrimas silenciosas, ambos se durmieron juntos, aferrándose al amor que los unía, un amor que era más fuerte que la muerte, y que permanecería en sus corazones, incluso cuando el tiempo y la vida siguieran adelante.