Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.
NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
VULNERABLES.
...Romina:...
Me besó como si el tiempo hubiese estado detenido en sus labios.
Su cuerpo estaba caliente, duro, fuerte contra el mío, como una tormenta contenida. Sus manos me apretaban con fuerza, marcando cada curva con urgencia, como si intentara tatuarse mi forma en las palmas.
—Víctor… —jadeé contra su boca, sin querer detenerlo, sin poder. Mis piernas rodeaban su cintura, mis pezones se endurecían con cada roce de su camisa contra mi piel desnuda, aún húmeda por la ducha.
Me llevó con paso firme, decidido, hasta su habitación. La misma que había sido suya… y que ahora también sentía mía.
Me dejó caer sobre las sábanas como si fuera de porcelana, pero su mirada decía lo contrario: no planeaba tener piedad.
Se arrodilló frente a la cama y me observó en silencio por unos segundos, como si necesitara memorizar la escena. Sus ojos bajaron por mi cuerpo, lamiendo con la vista cada línea, cada suspiro.
—Eres jodidamente perfecta… —dijo con la voz rasposa, y se quitó la camisa sin apartar los ojos de mí.
Su torso estaba tensado, marcado, como si estuviera a punto de romperse por contener todo lo que sentía.
Se inclinó sobre mí y sus labios buscaron mi cuello. Lo mordió suavemente, luego bajó entre mis pechos, los acarició con la lengua, uno y luego el otro, arrancándome un gemido que jamás había emitido.
Su mano bajó por mi abdomen, lento… torturante… hasta que sus dedos encontraron el centro de mi cuerpo, ese lugar que nadie había tocado, y que él exploró como si fuera suyo desde siempre.
Mis caderas se arquearon por instinto, y su respiración se entrecortó al notar mi reacción.
—Romi… —susurró contra mi piel—. Eres tan… jodidamente sensible…
Yo apenas podía hablar. Estaba temblando por dentro.
Pero entonces, cuando me rozó más profundo, lo notó.
Su cuerpo se detuvo. Solo un instante. Una pausa apenas perceptible. Su mirada se encontró con la mía.
No dijo nada.
Pero lo supe. Lo sintió.
Lo entendió.
Sus labios me besaron con una dulzura distinta. Más lenta. Más suave. Como si de pronto todo en él se reacomodara para mí.
—No tienes que temerme —dijo, bajito—. No te haré daño.
—No te tengo miedo —respondí con voz baja, temblorosa, pero firme—. Te deseo.
Y eso bastó.
Su boca descendió por mi vientre, hasta hacerme gritar su nombre. Me llevó a un borde que no conocía. Me deshizo con su lengua, con sus dedos, con su mirada fija en la mía como si todo lo demás no existiera.
Cuando subió de nuevo y sus labios se fundieron con los míos, yo estaba perdida. Lista. Humedecida. Entregada.
Lo sentí alinearse contra mí, su miembro duro, caliente, deslizándose entre mis piernas, acariciando mi entrada con paciencia. Mi corazón palpitaba en cada rincón del cuerpo. La anticipación era un fuego que quemaba cada centímetro de piel.
Me sostuvo la mirada cuando empezó a entrar. Lentamente. Profundamente.
Mi cuerpo se tensó al principio, apretando por instinto. Él lo notó. Se detuvo, acariciándome el rostro con ternura.
—Shhh… mírame —susurró—. Solo mírame.
Y lo hice.
Mantuve sus ojos fijos en los míos mientras me tomaba con toda la calma y la reverencia de un hombre que entendía perfectamente lo que significaba estar ahí, conmigo, de ese modo.
El dolor fue leve. Breve. Pero el placer que vino después lo arrastró todo.
Me movió con un ritmo lento, intenso, mirándome como si yo fuera un secreto que llevaba toda la vida esperando descifrar. Cada embestida era profunda, sentida, como si buscara habitarme desde adentro. Como si se estuviera tatuando dentro de mí.
—Joder… Romina… —murmuró con la voz ronca, ahogada en deseo—. Eres… tan jodidamente mía…
Sus movimientos se volvieron más profundos. Más desesperados. Cada vez que entraba en mí, sentía cómo mi cuerpo lo recibía con más hambre, más deseo. El roce, el calor, el ritmo… todo nos empujaba a un borde que sabíamos inminente.
—Víctor… —gimoteé contra su cuello, jadeando, sintiendo cómo el fuego crecía entre mis caderas, consumiéndome desde adentro.
Su mano se deslizó por mi costado, su palma abierta sujetándome por la cadera mientras sus embestidas se volvían más rápidas, más intensas. El sudor en su pecho se mezclaba con mi piel aún húmeda. Mis piernas lo rodeaban con fuerza, intentando contener lo incontenible.
—No pares… no pares… —susurré, mi voz quebrada, urgente, tan cerca de romperme.
—Mírame —dijo él, su voz profunda, al borde del abismo.
Y lo hice.
Nuestros ojos se encontraron. Y en ese instante, fue como si el mundo dejara de girar.
Sentí la presión romperse dentro de mí, ese nudo de fuego estallando como una ola que lo arrastraba todo. Me arqueé contra su cuerpo, temblando, mi espalda curvada, los labios entreabiertos soltando su nombre como una plegaria.
—¡Víctor!
Y él se hundió más fuerte, más profundo, soltando un gemido grave que resonó en mi pecho. Se corrió dentro de mí con un gruñido contenido, el rostro tenso, los ojos aún clavados en los míos.
—Romi… joder… —susurró, temblando contra mi cuerpo mientras su placer lo atravesaba por completo.
Nos aferramos el uno al otro como si estuviéramos a punto de caer. Su respiración agitada chocaba con la mía. Sentía su corazón golpeando contra mi pecho, tan desbocado como el mío.
Permanecimos así, unidos, aún dentro, aún temblando, como si no quisiéramos que ese momento se acabara.
Como si los dos supiéramos que no había vuelta atrás.
Él me acarició el rostro, bajando la mirada a mis labios.
—La próxima vez… —dijo con una media sonrisa, jadeante— no pienso ir tan lento.
Y yo sonreí, con el cuerpo rendido y el alma encendida.
—La próxima vez —le susurré, acariciándole la nuca— no quiero que tengas piedad.
...****************...
...Victor:...
Aún estaba dentro de ella.
Jadeaba contra su cuello, la frente apoyada en su piel caliente, sintiendo cómo sus paredes me apretaban con la misma necesidad con la que sus brazos me aferraban. Romina temblaba, su cuerpo aún recogiendo los últimos espasmos del placer que habíamos compartido… y yo seguía atrapado en el vértigo de lo que acababa de pasar.
No había duda.
Lo supe desde el primer instante.
Desde cómo se aferró a mí, desde cómo su cuerpo reaccionó con ese temblor torpe y puro, como si jamás hubiese sido tocada de esa forma.
Era mía. No solo en deseo. No solo en carne. Mía en lo más profundo. En un lugar que ningún otro había alcanzado.
Pero no dije nada.
Solo la observé.
La forma en que su pecho subía y bajaba, con la piel aún sonrojada, el cabello revuelto en mi almohada, los labios entreabiertos y los ojos entrecerrados, como si aún estuviera atrapada en lo que acabábamos de hacer.
Y entonces, algo en mí ardió de nuevo.
La suavidad de su piel bajo mis manos.
El calor que aún sentía en su interior.
El puto hecho de que aún la deseaba con una urgencia que rayaba en lo animal.
—¿Qué…? —susurró ella, notando que mi cuerpo volvía a endurecerse dentro de ella.
No le respondí.
Me salí despacio, dejando un rastro de placer húmedo entre sus muslos, y me incorporé solo lo suficiente para verla completa otra vez. Su cuerpo brillaba bajo la tenue luz del pasillo. Tenía la piel marcada por mis dedos, mis labios, mis embestidas. Y aún así… la deseaba más.
—Te dije que no iba a tener piedad la próxima vez —murmuré con voz ronca, dejando un beso lento en su vientre.
Ella se estremeció.
La giré con cuidado, colocándola boca abajo. Sus caderas se elevaron por sí solas, como si su cuerpo supiera exactamente lo que quería hacerle.
Y lo hice.
Me incliné sobre ella, mis labios recorrieron su espalda, besando cada vértebra, mientras mis manos le abrían los muslos con firmeza.
—Dímelo, Romi —susurré contra su piel—. Dime que quieres más.
—Quiero… —jadeó, ahogada en el colchón—. Quiero sentirte otra vez.
—Toda la noche si hace falta.
La penetré de nuevo, más lento, más profundo, con una posesión casi reverente. Ella gritó mi nombre, su cuerpo se arqueó bajo el mío. La sentía aún más húmeda, más sensible, más abierta para mí. Cada gemido suyo era una bendición y una maldición al mismo tiempo.
La tomé del cabello, tirando con suavidad para alzarle el rostro. Necesitaba verla. Necesitaba saber que era yo el que le arrancaba cada sonido, cada suspiro.
—Mírame mientras te follo, Romina.
Y ella lo hizo.
Con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, rendida… pero orgullosa.
La follé sin prisa, marcando el ritmo con mis caderas, sintiendo cómo se estrechaba de nuevo, cómo su cuerpo se preparaba para otro clímax. Y cuando sentí que se acercaba, la tomé de la cintura, la apreté contra mí, y aceleré.
Más.
Más fuerte.
Más hondo.
Hasta que gritó. Hasta que mi nombre salió de su boca como una plegaria.
Y entonces me rendí también.
Dentro de ella.
Otra vez.
Con un gruñido ronco y el cuerpo temblando, supe que estaba jodidamente perdido.
No solo por el sexo.
Sino porque no podía dejar de mirarla.
De tocarla.
De amarla.
...****************...
Estaba exhausta.
Y aún así, la deseaba más que nunca.
Sus piernas temblaban apenas con el roce de mis dedos, y su pecho subía y bajaba con la respiración entrecortada. Pero cuando me incliné sobre ella, cuando mis labios rozaron su clavícula y mis manos volvieron a encontrar sus curvas, su cuerpo reaccionó como si me hubiese estado esperando.
—Víctor… —susurró, entre jadeo y súplica—. Ya no puedo…
—Sí puedes —murmuré contra su piel—. Porque te lo estoy pidiendo yo.
No era una orden. Era una promesa.
Me acomodé entre sus muslos, que se abrieron por puro instinto. Su piel estaba ardiente, la sentía vibrar bajo mis manos. Y su humedad… jodidamente perfecta, como si su cuerpo me pidiera quedarse abierto para mí toda la noche.
Deslicé mis dedos por ella, despacio, provocando un gemido que salió ronco de su garganta.
—Tan sensible… —susurré con la voz cargada de deseo—. Pero aún me recibes como si tuvieras hambre de mí.
Ella giró el rostro, ruborizada, pero no se alejó.
Me incliné, y mi boca la atrapó.
No hubo prisa esta vez. La devoré con lentitud. Con precisión. Con una entrega que no me había permitido con nadie. Romina se retorcía, se mordía los labios, intentaba contener los gritos que yo mismo le arrancaba con la lengua, con el ritmo, con el calor que le enviaba directo a los nervios. Hasta que sus dedos se aferraron a las sábanas y su cuerpo entero se arqueó bajo mí.
—Víctor… me voy a… por favor…
La escuché rogar.
Y la dejé caer.
La sentí romperse. Otra vez. Toda. Entera.
No esperé. Me acomodé sobre ella, mis labios encontraron los suyos, aún temblorosos, mientras me alineaba con su entrada húmeda, hinchada, dispuesta. Entré con un gemido gutural, profundo. Su cuerpo me recibió con un espasmo desesperado y se aferró a mí como si no pudiera dejarme ir.
—Mírame —le exigí, con la voz apenas un susurro.
Y lo hizo.
Sus ojos se abrieron. Llenos de deseo. Llenos de mí.
La embestí lento, profundo, cada movimiento rozando ese punto que ya conocía, que la hacía temblar. Ella se mordió los labios, la espalda arqueada, las piernas a cada lado de mis caderas. La sujeté de la cintura, marcando el ritmo, aumentando la intensidad.
—Eres mía —gruñí entre dientes—. Cada gemido tuyo, cada parte de ti… me pertenece.
—Lo soy —jadeó ella, rendida, sin filtros.
La tomé con fuerza.
La embestí más rápido. Más duro.
Hasta que el sonido de nuestros cuerpos llenó la habitación, mezclado con su respiración entrecortada, mi voz ronca murmurándole obscenidades al oído y el tamborileo de su corazón desbocado contra mi pecho.
La sentí venir otra vez, su cuerpo rompiéndose bajo el mío, sus paredes cerrándose sobre mí con tanta fuerza que no aguanté más. Mi clímax explotó con un gemido bajo, contenido, como si su cuerpo me hubiese arrancado el alma.
Me derrumbé sobre ella, jadeando, cubriéndola con mi cuerpo. Su piel ardía. La mía también.
Pero no me aparté.
No podía.
Ella era fuego… y yo ya no tenía intención de apagarlo.