La historia de Zander y Yoriko continúa en esta segunda parte llena de misterios, acción y mucho romance
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Capítulo II
Kendo era un muchacho muy joven, no superaba los 16 años, con un rostro delgado y anguloso, como si la desnutrición hubiera marcado su infancia con líneas profundas. Sus ojos, de un color verde intenso que se asemejaba al musgo de los bosques, estaban hundidos en sus cuencas, reflejando una tristeza profunda y un anhelo de algo que no podía alcanzar. Unas pecas salpicaban sus mejillas, como si el sol hubiera querido dejar su marca en un rostro que había pasado demasiado tiempo bajo la intemperie.
Su cabello, negro como el azabache, era despeinado y lleno de nudos, como si un viento salvaje hubiera pasado por él, arrastrando sus hebras hacia todas direcciones. Su cabello, que alguna vez debió haber sido suave y lustroso, era ahora áspero y seco, un reflejo de la dureza de la vida que había soportado. Su piel, bronceada por el sol y marcada por las cicatrices del tiempo, era un testimonio de su vida errante y de los pocos cuidados que había recibido.
La ropa que vestía, raída y desgarrada, era un testimonio de su indigencia y de las penurias que había soportado. Una chaqueta de cuero vieja y manchada de tierra cubría sus hombros, sus mangas deshilachadas colgaban hasta sus manos, dejando ver unos dedos finos y huesudos. Sus pantalones, de un tejido desgastado y descolorido, le quedaban demasiado grandes, como si hubiera crecido demasiado rápido para la ropa que le quedaba. Sus zapatos, sin cordones y rotos, estaban cubiertos de barro y polvo, una señal de las largas jornadas que había caminado por caminos polvorientos y sin rumbo.
Su cuerpo, delgado y frágil, parecía haber sido forjado en la adversidad, su columna vertebral se asomaba a través de su piel como si fuera un mapa de las cargas que había soportado. Sus hombros, caídos y curvados, eran un reflejo de la tristeza que lo consumía. Sin embargo, a pesar de todo, en sus ojos, a pesar de todo, brillaba una chispa de esperanza, un fuego que no se había extinguido del todo, una llama que se negaba a ser apagada por la oscuridad.
Su historia era una tragedia envuelta en un manto de desolación, un relato silencioso tejido con hilos de culpa, dolor y abandono. Su padre, un hombre corpulento de rostro endurecido por la vida y los trabajos pesados, era una figura imponente que proyectaba un aura de dureza y fría indiferencia. Sus ojos, de un gris opaco, parecían carecer de cualquier atisbo de compasión, como si la vida le hubiera arrebatado la capacidad de sentir. Su corazón, una roca fría e implacable, se había endurecido con la pérdida de su amada esposa, la única mujer que había logrado tocar sus emociones.
Kendo, un niño de apenas diez años en aquel entonces, era un alma pura e inocente que no podía comprender la profundidad del dolor que consumía a su padre. La tragedia que habían vivido juntos, la muerte de su madre, se había convertido en una barrera infranqueable entre ellos. El peso de la culpa, una carga invisible que Kendo cargaba en su pequeño pecho, se había transformado en un abismo insondable que separaba al padre del hijo.
El padre, cegado por el dolor, no pudo discernir entre la inocencia de su hijo y la tragedia que los había golpeado. En su mente, el niño era culpable de la muerte de su esposa, un peso que le impedía mirar con claridad la realidad. Su amor por su esposa se había convertido en un odio visceral hacia Kendo, una furia implacable que lo devoraba por dentro.
En ese ambiente de tensión y hostilidad, las palabras de consuelo se volvieron inexistentes, las caricias de afecto se transformaron en golpes de crueldad, y la esperanza de una reconciliación se desvaneció como una fantasma. Kendo se convirtió en un paria en su propio hogar, un ser indeseable que cargaba con la culpa de la tragedia y la furia de su padre. La culpa que cargaba Kendo era un peso inmenso, una cruz que lo atormentaba día y noche, un fantasma que lo perseguía en sueños y le recordaba constantemente la tragedia que había arrebatado la felicidad de su familia.
Aquella tarde de verano, cuando Kendo era apenas un niño, jugaba con despreocupación en un río cercano a su hogar. Tal fue su descuido que, sin darse cuenta, cayó al agua, sus pequeños brazos luchando en vano por mantenerse a flote. Su madre, al verlo en peligro, se arrojó al agua sin dudarlo, su amor maternal superando el miedo al torrente impetuoso. Con gran esfuerzo, logró rescatar a su hijo, pero las aguas turbulentas la arrastraron con fuerza, arrastrándola hacia las profundidades del río. La desdicha se apoderó del pequeño Kendo, su padre lo vio todo, el horror de la tragedia y la agonía de su esposa. Sin comprender el dolor que lo consumía, el hombre dirigió su ira hacia el pequeño, acusándolo de la muerte de su amada. Fue tal su rencor que fue aumentando con los años, siempre buscando una excusa para librarse de él. Kendo creció bajo la sombra de la culpa y la crueldad de su padre.
Al ser un poco más grande, se empezó a dar cuenta del trato inhumano que recibía. Las peleas constantes, las humillaciones y las amenazas eran el pan de cada día. Su padre, cegado por la culpa y la furia, no encontraba consuelo en la vida, y buscaba alivio en el tormento de su hijo. Cuando su paciencia llegó a su límite, lo envió a la calle, dejándolo a su suerte, sin piedad ni remordimiento. Antes de abandonarlo, le propinó una paliza brutal, como un último acto de desprecio y abandono.
Desde entonces, él anduvo vagando sin rumbo, un alma perdida en un mundo que se había vuelto cruel y despiadado. Su hogar, el lugar donde alguna vez encontró amor y protección, se había convertido en un recuerdo distante y doloroso. La calle se había convertido en su refugio, un espacio hostil donde la supervivencia era una batalla diaria.
Dormía a la intemperie, buscando cobijo en cualquier rincón que pudiera ofrecerle un poco de protección contra el frío, la lluvia o el sol abrasador. Los árboles, las ruinas de edificios abandonados, las aceras frías y húmedas, se transformaron en sus camas improvisadas, un recordatorio constante de su desamparo y su soledad.
Comía lo que encontraba, buscando restos de comida en los basureros, mendigando a la gente que pasaba o robando para satisfacer su hambre. Cada bocado que consumía estaba impregnado de un sabor amargo, un reflejo de la amargura que lo consumía por dentro.
La soledad se había convertido en su compañera inseparable, una presencia constante que le susurraba al oído las dudas, los miedos y la desesperación que lo carcomían. Sus días eran un ciclo de sufrimiento y desamparo, un torbellino de emociones que lo arrastraban hacia la oscuridad.
La tragedia que lo había marcado, la pérdida de su madre, la furia de su padre y el rechazo del mundo, lo habían convertido en un ser solitario y vulnerable. La sombra de la culpa y el abandono lo perseguía a cada paso, un espectro invisible que le impedía encontrar paz. Su vida, un ciclo de sufrimiento y desamparo, parecía no tener fin, una tragedia que lo perseguía como una sombra, asegurándose de que nunca olvidara la crueldad del mundo.
En su mirada, a pesar del dolor y la tristeza que lo consumían, brillaba una pequeña chispa de esperanza, un fuego que se negaba a extinguirse, una llama que lo impulsaba a seguir adelante, un anhelo por un mundo mejor, un lugar donde la tristeza no lo consumiera.
En medio de la desesperación, se encontró con Zander, un hombre que había conocido las penurias y las miserias de la vida. Zander, al escuchar su historia, se compadeció de él y lo acogió como su compañero. En ese instante, Kendo encontró un rayo de luz, una esperanza en un mundo que lo había condenado al abandono.