Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
NovelToon tiene autorización de Mckasse para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Consentido.
Después de la aplicación humillante de la cremita, Leo no se detuvo en su plan de "recuperación intensiva".
En cuanto me acomodó bien en la cama, fue directo a calentar una compresa en el microondas.
—¿Ahora qué? ¿Planeas asarme como un pollo? —bromeé viendo cómo se acercaba con una tela humeante.
—Relájate, drama queen —rió Leo—. Esto es para tu espalda. Entre el maratón de anoche, tu caída épica de la cama, y el maratón de hace rato, debes estar más torcido que una rama vieja.
Se sentó a mi lado y colocó la compresa caliente justo en la parte baja de mi espalda.
Un suspiro escapó de mis labios, traicionando lo bien que se sentía.
—¿Ves? —susurró Leo, masajeando suavemente alrededor del calor—. El doctor Leo siempre sabe cómo curar a sus pacientitos.
Sus manos empezaron a deslizarse por mi espalda con una habilidad condenadamente adictiva.
Presionaba donde tenía que presionar, frotaba con la fuerza justa...
Era como si sus dedos tuvieran un doctorado en derretirme.
—Dios... —murmuré sin poder evitarlo.
—Eso pensé —sonrió con superioridad.
Me quedé allí, medio babeando, entre gruñidos de placer y el calor reconfortante de la compresa.
Pero de repente, una realidad me golpeó.
—¡Mi ropa está hecha un asco y la tuya me queda enorme! —exclamo, tratando de sentarme y fallando miserablemente—. ¡Tengo que llamar a mi asistente! No puedo estar así todo el día... ¡llevando tu ropa y con cara de deshidratado!
Leo soltó una carcajada retumbante.
—¿Ropa? ¿Para qué quieres ropa en mi casa? —preguntó haciéndose el inocente.
—¡Porque soy una persona decente! —repliqué, sonrojándome hasta las orejas.
Leo me miró como si acabara de decir la cosa más graciosa del mundo.
—Rubí, aquí no necesitas ropa y la mía no te queda tan mal—aseguró, acariciándome la cadera con descaro—. De hecho, prefiero que andes así... o menos. Me excita verte puesto lo mío.
Mi cara explotó en rojo nuclear.
—¡No soy un pervertido! —protesté tapándome con la almohada como una abuela escandalizada.
Leo se rió aún más fuerte.
—¿No? ¿Y el que me gritaba anoche "más fuerte, Leo, no pares", quién era? ¿Tu gemelo casto? —se burló con una sonrisa endiablada.
—¡No me provoques! —dije, intentando sonar amenazante, pero saliendo más como un gatito mojado.
Leo aprovechó mi debilidad y me abrazó, aplastándome contra su pecho fuerte y cálido.
—Relájate, muñeco —susurró en mi oído—. Hoy no vas a hacer nada más que descansar, comer, y dejarte cuidar... y, tal vez, dejarte toquetear un poquito.
—¡Eres insoportable! ¡Dijiste que ya era suficiente por hoy! —gruñí, pero no me moví de su abrazo.
Porque, seamos honestos:
si había un lugar donde quería estar, era justo ahí.
En sus brazos.
En su casa.
Con su ropa o sin ropa... y sin preocupaciones.
Leo besó mi mejilla suavemente y murmuró:
—No te preocupes, Rubí. No te violaré... todavía.
Solté una carcajada ahogada contra su cuello.
—Eres un idiota.
—Sí —admitió sin vergüenza—. Pero soy tu idiota.
Y en ese momento, entre el masaje, la compresa caliente, y su aroma envolviéndome, supe que estaba completamente perdido.
Felizmente perdido.
Leo seguía masajeándome la espalda mientras yo, medio derretido, apenas lograba juntar dos pensamientos coherentes.
Hasta que una duda, absurda pero inevitable, se coló en mi mente.
—Oye, Leo... —murmuré, medio enterrado en su abrazo.
—¿Hmm? —respondió distraído, frotando mis hombros con una habilidad condenadamente experta.
—¿Cómo demonios sabes tanto? —levanté la cabeza apenas para mirarlo—. Se supone que no habías estado antes con un hombre... ¿o sí?
Mis ojos lo acusaron un poco, más por inseguridad que por celos.
Leo soltó una carcajada baja, ronca, que vibró en su pecho contra mi mejilla.
—¿Qué te pasa, tontito? —me despeinó con una mano—. No he estado con nadie más. Ni hombres, ni mujeres, ni aliens.
Levanté una ceja.
—Entonces, ¿por qué parecías un maldito experto anoche y hoy? ¡Hasta me tenías pidiendo refuerzos!
Leo sonrió, esa sonrisa arrogante que debería ser ilegal.
—¿Te crees que iba a entrar a ciegas contigo? —me miró como si yo fuera un niño ingenuo—. Llevo años estudiando, Rubí.
—¿Estudiando? —pregunté, incrédulo.
—Claro —dijo orgulloso—. Leí, investigué, pregunté discretamente, vi videos, tomé notas mentales... Todo para que cuando por fin estuvieras en mi cama, fuera perfecto para ti.
Me quedé en silencio, mirándolo boquiabierto.
—¿Me estás diciendo que... llevas años investigando cómo... tratarme? —balbuceé.
Leo asintió, muy serio.
—¿Crees que este cuerpazo y estas manos de oro vienen de la nada? Me preparé para ti, Rubí.
Sentí que el corazón me daba un vuelco.
Ese idiota hermoso, sexy y arrogante... se había preparado durante años, en secreto, solo para que nuestra primera vez fuera inolvidable.
Y vaya que lo había sido.
Demasiado inolvidable, considerando que todavía no podía mover las piernas como la gente decente.
Leo me besó la frente y, como si leyera mi mente, añadió:
—Aunque debo admitir algo...
—¿Qué? —pregunté, aún medio atontado.
—Fui un poco cuidadoso anoche y en la ducha... pero ahora veo que tengo que serlo mucho más. —Sus ojos brillaron con una mezcla de culpabilidad y ternura—. No quiero que vuelvas a caerte de la cama porque tus piernas se rinden, o llevarte al límite y que te desmayes por momentos tan prolongados ¿ok?
No pude evitar reírme, aunque doliera un poco el estómago.
—¿Prometes no matarme a base de... excesos? —bromeé.
Leo me abrazó aún más fuerte, como si pudiera protegerme del mundo entero.
—Prometo cuidar de ti, en todo sentido —dijo en un susurro serio, acariciándome la espalda suavemente—.
Hasta que te acostumbres a mí... y después también.
Me sonrojé hasta el alma.
Pero ya no protesté.
Ya no podía.
No cuando ese idiota hermoso me hablaba así.
Me acurruqué un momento más contra Leo, disfrutando de sus manos cálidas en mi espalda.
Pero la voz de la razón (esa molesta entrometida) continuaba gritandome en la cabeza: "¡Tienes que trabajar, Rubí! ¡No puedes quedarte desnudo toda la vida!"
Resoplé contra su pecho y murmuré:
—En serio tengo que llamar a mi asistente... necesito ropa y decirle que estoy bien.
Leo, acariciándome como si fuera su gatito personal, ni se inmutó.
—Llámalo mañana ¿No dijiste que te quedarías hoy? —pregunta con descaro, su voz ronca y divertida.
Me separé un poco para mirarlo, horrorizado.
—De acuerdo. Te dije que me iría mañana. Pero igual todos en mi casa deben estar preocupados.
Leo soltó una carcajada de esas que parecían venirle desde el estómago.
—Bien, solo llama para decirles que aún estás entero—se burla—. ¿Bien así ? Pero hoy eres mío.
Me tapé la cara con las manos.
—¡Cállate!
Él simplemente me abrazó más fuerte, riéndose bajo.
Aprovechando que su guardia estaba baja, me escabullí de sus brazos (o al menos lo intenté) y me arrastré como pude para alcanzar mi teléfono en la mesita de noche.
Lo encendí con manos temblorosas y marqué el número de mi asistente, rogando que no escuchara el sonido de mi dignidad haciéndose añicos.
—¿Qué haces? —pregunta Leo, divertido, mirándome como si fuera lo más adorable que había visto en su vida.
—¡Estoy llamando ahora! —espeté.
Justo cuando la llamada estaba a punto de conectar, Leo se abalanza sobre mí como un felino gigantesco, quitándome el teléfono de las manos.
—¡Leo, no! —chillé, luchando inútilmente contra su fuerza.
—No vas a pedir ropa. —Dijo con una sonrisa triunfal, colgando la llamada antes de que mi pobre asistente pudiera contestar.
Me crucé de brazos, indignado y completamente sonrojado.
—¡Eres un salvaje!
Leo me miró de arriba abajo, lamiéndose los labios de manera exagerada.
—Un salvaje que te va a cuidar tan bien... —ronroneó— que no vas a querer volver a usar ropa nunca más.
Me tapé el rostro otra vez, deseando que la cama me tragara.
O que Leo dejara de mirarme como si quisiera desayunarme.
—No puedo creer que esté pasando esto —murmuré, entre divertido y mortificado.
Leo me quitó las manos de la cara con ternura y besó mis nudillos.
—Créelo, Rubí. Y prepárate... porque apenas estamos empezando. Hoy te voy a dar tiempo a que te recuperes.
Me estremecí.
Y no fue de miedo, precisamente.
Después de que Leo terminó de darme ese masaje infernalmente delicioso —y de evitar por poco otro "accidente" de caricias indebidas—, me acomodé contra las almohadas, completamente derrotado.
Leo me miraba como quien observa su obra maestra con orgullo.
Yo, por el contrario, ya me sentía medio muerto.
No era solo el cansancio físico… era como si cada músculo de mi cuerpo hubiera sido exprimido hasta la última gota de energía.
Y lo peor era que él seguía con esa chispa peligrosa en los ojos.
Como si estuviera planeando otra sesión de "vamos a ver cuánto más puedes resistir antes de colapsar".
Tragué saliva.
—Creo que... —empecé, con la voz aún ronca— debería irme a mi apartamento.
Leo frunció el ceño, genuinamente confundido.
—¿Irte? ¿Tan pronto? ¿No habíamos hablado?—preguntó, acercándose peligrosamente de nuevo.
Me incorporé como pude, usando la poca dignidad que me quedaba.
—¡Sí, irme! —dije, tratando de sonar firme, aunque lo cierto era que apenas podía sostenerme sentado—. Si me quedo aquí... no voy a sobrevivir.
Leo soltó una carcajada divertida, esa que sabía que me desarmaba.
—¿Sobrevivir a qué? ¿A mi amor? —bromeó, acercándose aún más.
Retrocedí torpemente hasta que la cabecera de la cama me detuvo.
—¡Sobrevivir a ti! —espeté, señalándolo con un dedo acusador—. ¡No pierdes la oportunidad de sacarme el jugo, literalmente! ¡Estoy... agotado, Leo! ¡Físicamente agotado!
Leo levantó ambas cejas, ofendido en broma.
—¡Pero si te traté con cariño!
—¡CARIÑO TUS GANAS! —exclamé, abanicándome con una mano—. ¡Me dejaste como trapo mojado!
Leo se echó a reír a carcajadas.
—No exageres, Rubí. Admitelo: te encantó.
Me mordí la lengua para no admitirlo en voz alta.
Claro que me había encantado.
Demasiado.
Tanto que, si me quedaba un minuto más bajo su mirada de "quiero más", terminaría en una ambulancia directo al hospital por sobreuso.
—No puedo con tu resistencia sobrehumana —resoplé, dejándome caer dramáticamente de espaldas.
Leo se arrastró sobre mí y me besó la frente, riendo todavía.
—Te vas a acostumbrar, Rubí. Yo te voy a entrenar.
—¡NO QUIERO SER ENTRENADO! —me quejé, manoteándolo en el pecho sin fuerza.
Él simplemente me atrapó las manos con una sonrisa felina.
—Demasiado tarde, bombón. Ahora eres parte del programa de acondicionamiento intensivo de Leo.
Gruñí frustrado mientras intentaba (sin éxito) zafarme de sus manos.
Finalmente, suspiré derrotado.
—Déjame ir antes de que no pueda caminar nunca más.
Leo soltó mis manos lentamente, como si realmente le doliera.
—En serio, quédate. No lo pondré de nuevo—dijo, arrastrando las palabras.
Lo pensé por un momento.
—Bien. Pero prometes mantener tu pija lejos de mi agujero.
—Lo prometo.