Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Conquistando el Corazón Familiar
La tarde cayó sobre Buitrago del Lozoya con un color dorado que parecía sacado de un cuadro impresionista. Julieta propuso una actividad que terminó por descolocar incluso a los más escépticos: una competencia de construcción de refugios en el jardín.
—Vamos a ver quién construye el refugio más creativo —anunció con el entusiasmo de un general preparando una batalla.
Las niñas fueron las primeras en lanzarse a la tarea. Arturo y Miguel competían por crear la estructura más sofisticada, usando ramas, telas y cuanto material encontraban. Las niñas, por su parte, diseñaron algo que parecía un cruce entre un campamento y un palacio de hadas.
Marco observaba con una mezcla de diversión y perplejidad. Lucía supervisaba el proyecto con su habitual sentido estratégico, mientras Sara intentaba poner algo de orden en el caos.
Julieta recordó su infancia, aquellos veranos en la casa de campo de sus padres donde construía refugios con sus hermanas. Cada construcción era un mundo de fantasía, cada rama un tesoro, cada tela un universo de posibilidades.
—¡Tía Julieta, ven a ver nuestro refugio! —gritó Ana María.
El refugio de las niñas era una obra maestra del desorden organizado. Habían usado una vieja sábana con estampado de unicornios, algunas ramas, y lo que parecía ser un par de sombreros de su abuela para crear algo que desafiaba toda lógica arquitectónica.
—Es perfecto —declaró Julieta—. Absolutamente perfecto.
Marta, no contenta con observar, decidió unirse a la construcción. Su refugio resultó ser un monumento al caos: una estructura tambaleante que parecía desafiar las leyes de la física y la estabilidad.
—¿Qué es esto? —preguntó Marco, mirando la construcción de Marta con una mezcla de curiosidad y terror.
—Es un refugio —respondió Marta con total seriedad—. Un refugio muy... especial.
Doña Berta observaba todo con una expresión que era una mezcla de horror y resignación. Mercedes y Soraya intercambiaban miradas cómplices, como si fueran las únicas cuerdas en medio de un manicomio.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, los refugios estaban listos. Cada uno era un reflejo de su constructor: el de Arturo, meticuloso y geométrico; el de las niñas, un mundo de fantasía; el de Marta, un desafío a la lógica constructiva.
—Ahora —anunció Julieta— pasaremos la noche en nuestros refugios.
Un silencio sepulcral cayó sobre el grupo.
El crepúsculo se derramaba sobre Buitrago del Lozoya como una acuarela difusa, tiñendo los refugios de tonos dorados y violeta. Julieta observaba su creación con la satisfacción de un general contemplando un campo de batalla recién conquistado.
Los refugios —si es que podían llamarse así— parecían más el resultado de un ataque combinado de creatividad infantil y locura adulta. Doña Berta había transformado su cobertizo en algo que recordaba más a un búnker de la Segunda Guerra Mundial que a un simple refugio de camping.
—Tendremos almohadas, mantas térmicas y un kit de emergencia —anunció con el mismo tono con que podría haber declarado una operación militar de alto secreto.
Sus manos, enjoyadas y acostumbradas a la elegancia de los salones ejecutivos, amarraban cuerdas y ajustaban nudos con una precisión que hubiera hecho palidecer a cualquier explorador profesional. Cada movimiento era una declaración de guerra contra la idea tradicional de camping.
Mercedes y Soraya contemplaban la escena como si estuvieran presenciando un experimento científico particularmente peligroso. La cocinera había preparado un "menú de supervivencia" que desafiaba cualquier definición culinaria conocida: sándwiches con forma de animales —un elefante hecho de jamón y queso, un león construido con pan integral—, galletas decoradas como brújulas que parecían más obras de arte que alimento.
—Es por si nos perdemos —explicó Mercedes, como si aquellas galletas fueran un mapa místico capaz de guiarlos a través de la sierra.
Los niños —Ana María, Mía, Pía, Miguel y Arturo— bullían de emoción. Sus ojos brillaban con ese fuego primigenio de la aventura, ese mismo que hace miles de años llevaba a los humanos a explorar territorios desconocidos. Cada susurro, cada movimiento era una promesa de travesura.
Marco observaba a Julieta con una mezcla de adoración y terror pánico. La conocía lo suficiente para saber que "una simple noche de camping" significaba algo muy diferente en el universo de su esposa.
Las primeras estrellas comenzaron a parpadear sobre sus cabezas, cómplices silenciosas de la locura que estaba a punto de desatarse. El aire de la sierra, fresco y aromático, parecía susurrar secretos antiguos.
Julieta sintió ese momento como si fuera una fotografía de la memoria: sus seres queridos, reunidos, desafiando la rutina, creando recuerdos que serían contados —y probablemente exagerados— en las próximas reuniones familiares.
La nostalgia del momento futuro ya la envolvía, como un abrazo anticipado.
—Preparados para la aventura —murmuró, más para sí misma que para los demás.
Y entonces, con un guiño cómplice de las estrellas, la noche en los refugios comenzó.
Julieta recordó aquella vez de adolescente cuando acampó en el jardín de su casa y terminó cubierta de barro, llena de picaduras de mosquitos pero absolutamente feliz. Su madre había salido a rescatarla a medianoche, entre risas y regaños.
— ¿Estás segura de esto? —le susurró Marco al oído.
Julieta le dedicó una sonrisa que podría derretir los polos.
—Absolutamente.
La noche en los refugios era un lienzo de caos y aventura, pintado con los colores de la locura familiar y la imprevisibilidad.
Cuando el reloj marcó las dos de la madrugada, un aullido que podría haber despertado a los muertos atravesó el silencio de la sierra. Marta, vestida con un pijama de seda que parecía más apropiado para una sesión de spa que para un campamento, había confundido el suave canto de un grillo con el rugido de un puma salvaje.
—¡Es un puma! —gritó, saltando con tal violencia que su turbante de dormir salió disparado como un proyectil.
Lucía, con su perfecto traje de dormir en seda color perla —planchado incluso para dormir en un refugio—, se había convertido en el refugio improvisado de las niñas. Un escarabajo, diminuto pero aparentemente decisivo, la había hecho saltar como un resorte, provocando que Ana María, Mía y Pía se acurrucaran a su lado, conteniendo la risa.
Sara intentaba mantener la calma con la misma determinación con que un capitán mantiene un barco en medio de una tormenta. Pero su refugio parecía tener otros planes. Las ramas comenzaron a deslizarse misteriosamente, como si estuvieran vivas, amenazando con convertir su cobijo en un montón de palos desordenados.
El refugio de doña Berta era una anomalía en medio del caos. Tan estructurado, tan meticulosamente organizado, que hasta los insectos parecían hacer una reverencia antes de atravesar sus límites. Sus nudos, sus cuerdas, su disposición desafiaban las leyes de la naturaleza y el sentido común.
Pasada la medianoche, Marco descubrió un detalle que solo podía ser obra de una conspiración infantil. Su saco de dormir estaba literalmente relleno de migas de galleta, cortesía de un intercambio "secreto" entre los niños y Mercedes, quien parecía más una cómplice que una adulta responsable.
—Julieta —murmuró, con el tono de quien ha descubierto un complot internacional—. Creo que hay galletas en mi saco.
Ella río. No un simple sonido, sino una carcajada que parecía iluminar la noche más que la luna llena. Una risa que contenía aventuras, complicidad, amor familiar.
Al amanecer, emergieron de sus refugios como supervivientes de una batalla épica. Despeinados, cubiertos de hojas, con rastros de barro que parecían mapas de batallas secretas, pero con un brillo de complicidad en los ojos que ninguna fotografía podría capturar jamás.
Habían sobrevivido a la "noche de los refugios". Pero más importante aún: habían tejido un recuerdo familiar que se convertiría en leyenda.
Julieta observó a su familia, sintiendo que acababa de escribir otro capítulo en el libro de sus memorias colectivas. Un capítulo lleno de caos, de amor, de aventura. Un capítulo que ninguno olvidaría jamás.
Y sonrió. Misión cumplida.
Marta, cubierta de tierra, declaró con total solemnidad:
—¡Lo hicimos!
Nadie supo muy bien qué habían hecho exactamente, pero todos estaban de acuerdo en que había sido una experiencia inolvidable.
Julieta miró a Marco, sus ojos brillando con ese algo indefinible que había conquistado no solo su corazón, sino el de toda su familia.