Morir a los 23 años no estaba en sus planes.
Renacer… mucho menos.
Traicionada por el hombre que decía amarla y por la amiga que juró protegerla, Lin Yuwei perdió todo lo que era suyo.
Pero cuando abrió los ojos otra vez, descubrió que el destino le había dado una segunda oportunidad.
Esta vez no será ingenua.
Esta vez no caerá en sus trampas.
Y esta vez, usará todo el poder del único hombre que siempre estuvo a su lado: su tío adoptivo.
Frío. Peligroso. Celoso hasta la locura.
El único que la amó en silencio… y que ahora está dispuesto a convertirse en el arma de su venganza.
Entre secretos, engaños y un deseo prohibido que late más fuerte que el odio, Yuwei aprenderá que la venganza puede ser dulce…
Y que el amor oscuro de un hombre obsesivo puede ser lo único que la salve.
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Capitulo 19: A dos pasos del desastre
La noche seguía avanzando sobre Shanghái, pero en una de las residencias Zhao, las luces seguían encendidas. En el piso superior, Zhao Xiang caminaba de un lado a otro de su habitación, el teléfono en la mano y el pulso acelerado. Cada minuto que pasaba lo hacía sentir más impaciente, más enfadado.
Cuando por fin sonó el teléfono, contestó sin esperar a que sonara una segunda vez.
—¿Y bien? —preguntó con impaciencia—. ¿Lo harás o no?
Del otro lado de la línea, la voz del hombre sonó ronca, arrastrada, como si el cigarro se le hubiera pegado al alma.
—Tranquilo, niño rico. Ya revisé lo que me pediste. Pero si quieres que salga bien, tienes que dejarme hacerlo a mi manera.
Xiang apretó los dientes.
—¿A qué te refieres con “a tu manera”? Te estoy pagando para que obedezcas, no para que des órdenes.
El hombre rió bajo.
—Y me estás pagando para resolver un problema, no para improvisar uno.
El tono cambió. Ya no sonaba como un simple delincuente, sino como alguien que sabía exactamente lo que hacía.
—La chica vive rodeada de seguridad privada —continuó el hombre, sin esperar respuesta—. Cámaras, guardias, acceso controlado. Si me acerco a esa mansión, no llego ni a la verja.
Xiang se quedó en silencio.
El hombre siguió hablando, su voz cada vez más firme:
—Pero sé dónde estudia. Sé a qué hora sale, a qué hora llega, y hasta con quién almuerza. En la universidad es más fácil. No hay escoltas, no hay cámaras privadas. Solo ruido, estudiantes y distracción.
—¿La universidad? —repitió Xiang, con una mezcla de duda y nerviosismo.
—Exacto. —El hombre sonrió del otro lado del teléfono; se podía escuchar en su tono—. No la tocaré hasta que vuelva a sus prácticas. Si quieres que esto funcione, tienes que confiar en mí.
Xiang frunció el ceño, mirando por la ventana el reflejo de la ciudad nocturna.
No le gustaba la idea de esperar. Quería resultados, quería que su hermano sufriera ya.
Pero el hombre tenía razón.
—Está bien —dijo al fin, con fastidio—. Hazlo a tu manera.
—Así me gusta. —El hombre bajó el tono, casi divertido—. Te avisaré cuando sea el momento. Y prepárate para lo que venga después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Xiang, irritado.
—Solo esto —respondió el hombre, con una calma inquietante—: cuando se mete la mano en el fuego, hay que estar dispuesto a quemarse.
La llamada se cortó.
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La mañana amaneció despejada, con el cielo cubierto por una luz suave que apenas comenzaba a calentar la ciudad.
Yuwei se despertó temprano, se peinó con cuidado y eligió uno de sus uniformes blancos recién planchados. En el espejo, su reflejo parecía tranquilo, pero dentro de ella había una sensación extraña, una inquietud pequeña que no supo identificar.
En la planta baja, la mansión Zhao estaba en silencio.
Lian ya se había marchado a su empresa militar; el sonido del motor de su auto se había desvanecido hacía rato.
Sobre la mesa del comedor, Yuwei encontró un vaso de leche y una nota escrita con letra firme: “Desayuna algo. No trabajes de más.”
Sonrió. Era su manera de cuidar sin decirlo.
Minghao llegó puntual, tocando el claxon una vez.
—¡Buenos días, doctora! —bromeó desde el asiento del conductor.
Yuwei sonrió, acomodando su bolso y subiendo al auto.
—Aún soy estudiante, no me asciendas tan rápido.
—Si sigues así, te veré en bata oficial antes de lo que imaginas —respondió él, arrancando el motor.
El trayecto hasta el hospital fue tranquilo. Ella se quedó mirando por la ventana, pensando en los últimos días. Desde su regreso, todo había sido una mezcla de caos, peligro y emociones que no sabía cómo manejar. Pero en el hospital encontraba algo parecido a paz. Los niños, las risas, el ruido inocente de las salas pediátricas. Era su refugio.
Al llegar, se colocó el gafete y entró al área asignada. El aroma a desinfectante, el sonido de las ruedas de las camillas y las voces del personal la envolvieron enseguida. Su grupo de prácticas ya estaba en la sala de juegos, entreteniendo a los niños con globos y dibujos.
Yuwei se arrodilló junto a una pequeña niña con trenzas.
—¿Quieres que te ayude a pintar? —preguntó con ternura.
La niña asintió, y durante unos minutos todo pareció perfecto. Risas, colores, una calma aparente.
Su teléfono vibró, un mensaje de Minghao:
> “Voy a buscar café. ¿Quieres algo?”
Ella sonrió, tecleando rápido:
> “No, gracias. Estoy bien.”
Se levantó, dejando los crayones sobre la mesa.
—Voy al baño —le dijo a una compañera, que apenas la escuchó entre el bullicio de los niños.
El pasillo estaba vacío. Solo se oía el sonido distante de monitores y pasos de enfermeras.
El aire era más frío ahí, con las luces blancas parpadeando ligeramente.
Caminó hacia el baño del final del corredor, ajustándose la bata.
No vio el auto negro estacionado frente al hospital.
Ni a los dos hombres que esperaban dentro, observando desde lejos.
—Es ella —dijo uno, revisando una foto en su celular—. La de la bata blanca.
—¿Estás seguro? —preguntó el otro, girando el cigarro entre los dedos.
—Cien por ciento. El jefe quiere que la traigamos viva.
Cuando Yuwei salió del baño, una enfermera la llamó desde la otra esquina.
—¿Yuwei? ¿Puedes ayudarme un segundo con un paciente?
Ella giró la cabeza, distraída.
—Claro—
No terminó la frase.
Una mano gruesa le cubrió la boca, otra la sujetó por la cintura.
El mundo se inclinó de golpe.
Sintió un pinchazo en el brazo y el olor fuerte de un trapo húmedo le llenó la nariz.
Intentó forcejear, pero sus fuerzas se desvanecieron en segundos.
El pasillo giró ante sus ojos como si todo se derritiera.
Las últimas voces que escuchó fueron distantes, deformadas:
—Rápido. Nadie la vio.
—El coche está listo.
El cuerpo de Yuwei quedó inerte.
La bata blanca se arrugó mientras la arrastraban hacia la salida de emergencia.
Afuera, el auto negro arrancó sin ruido, perdiéndose entre el tráfico de la avenida.
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Desperté con un zumbido en los oídos.
Por un momento pensé que todavía estaba en el hospital, pero el olor me sacó la idea de golpe. No era desinfectante. Era polvo, metal oxidado y algo agrio, como humedad vieja.
Parpadeé varias veces, los ojos me ardían. La luz era amarillenta, temblorosa, como la de una bombilla que lleva años al borde de apagarse. Estaba en un almacén… o algo parecido. Paredes de cemento agrietado, cajas apiladas, herramientas oxidadas.
Me moví y sentí las muñecas pesadas. Tenía una cuerda áspera atada a una de ellas. No era firme, pero bastaba para recordarme que no debía hacer movimientos bruscos.
A pocos metros, tres hombres hablaban entre sí.
Uno fumaba, otro revisaba algo dentro de una mochila, y el tercero —el que parecía tener el mando— estaba sentado en una silla, con una pierna cruzada y la mirada fija en mí.
—Despierta rápido —dijo con voz grave, sin sonar sorprendido—. Pensé que tardarías más.
Lo miré sin entender.
—¿Dónde estoy? —pregunté, la garganta áspera.
Él soltó una risa seca.
—No te preocupes. No tengo nada contra ti.
Esa frase no me tranquilizó.
El hombre se inclinó un poco hacia adelante.
—El problema no eres tú. Es la gente que te rodea. —Hizo un gesto con la mano—. Yo solo cumplo órdenes.
—¿Órdenes? —repetí, la voz me salió más baja de lo que quise.
—Exacto. —Se levantó de la silla, alto, con el rostro medio oculto bajo la sombra—. A alguien le convenía verte asustada. Nada personal.
Mi corazón empezó a latir más fuerte.
—¿Quién? ¿Quién te envió?
El hombre no respondió.
Solo hizo un gesto a uno de los otros dos.
—Llama. Dile que el trabajo está hecho. Que quiero el pago ahora.
El más joven sacó un teléfono, marcó rápido y se alejó unos pasos. No podía escuchar lo que decía, pero su mirada era inquieta. El líder, mientras tanto, seguía observándome, sin agresividad, pero con esa calma que asusta más que la violencia.
—Mira, chica —dijo finalmente—. No me pagan por lastimarte, así que no grites ni intentes hacerte la valiente. En cuanto tenga el dinero, te dejaremos en algún lugar donde te encuentren.
Tragué saliva, intentando pensar.
No podía entender nada. ¿Por qué alguien haría esto? ¿Por qué conmigo?
Nadie en mi entorno tenía motivos… nadie, salvo…
Y entonces me cayó el peso de la realidad como un cubo de agua helada.
Esto no es un error. Esto es por Lian.
El hombre del teléfono regresó.
—Contestó alguien —dijo, bajando la voz—. Dijo que el dinero estará listo esta noche.
—Perfecto —respondió el líder, encendiendo otro cigarro—. Entonces esperaremos.
Se sentó de nuevo, relajado, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Yo miré el suelo, respirando despacio, intentando controlar el temblor en mis manos.
No sabía cuánto tardaría en encontrarme.
Pero conocía a Lian.
Y si había algo que ese hombre no soportaba… era que alguien me tocara.
Solo pensé una cosa:
Cuando él sepa que desaparecí, el infierno va a parecer un lugar amable.