Embarazo Después Del Adiós.

La noche en Roma tenía ese brillo dorado que solo aparece cuando algo grande ha sucedido. En el departamento temporal que compartían, la risa y el sonido de copas brindando se mezclaban con el llanto esporádico de uno de los gemelos.

Daniela estaba sentada en el sofá, con el maquillaje del desfile apenas retocado y un vestido sencillo de satén beige que Dimitri había dejado listo “por si acaso triunfabas”. Eloísa tenía a uno de los bebés en brazos mientras lo acunaba con ritmo lento, y Diego —quien había llegado de sorpresa desde Madrid— sostenía una copa de vino y hablaba con Sebastián en un tono más relajado de lo habitual.

—No lo digo porque seas mi hermana, Dani —dijo Diego, señalándola con la copa—, pero hoy hiciste historia. Estuve viendo a las editoras de moda italianas aplaudir de pie. ¿Tienes idea de lo difícil que es eso?

—Lo vi, lo vi —añadió Sebastián desde la cocina, sacando un pastel del horno—. Hasta Dimitri se emocionó, y él solo se emociona por el café y los abrigos de invierno.

Dimitri, que se servía una copa de prosecco, levantó la vista con media sonrisa.

—Me ofende lo preciso que fue ese comentario.

—Pero igual es cierto —añadió Erick, entrando desde el pasillo con el otro gemelo dormido en brazos—. Daniela estaba en su elemento. Como si nunca hubiera hecho otra cosa.

—Gracias… —dijo ella, intentando no llorar otra vez—. A todos. Por venir, por quedarse, por confiar.

Eloísa se acercó y besó la frente de su nieta con cariño.

—Hija, hoy hiciste algo más que mostrar una colección. Nos recordaste que incluso después del caos, se puede empezar de nuevo.

—Sí, y hablando de empezar —interrumpió Francisco con voz grave, asomándose desde el balcón con una copa en mano—, quiero proponer un brindis.

Todos guardaron silencio.

—Por Daniela. Por sus hijos. Por esta familia disfuncional pero inevitablemente unida. —Alzó su copa—. Y por el valor de perdonar… y seguir adelante.

Las copas chocaron. Daniela miró a Erick, que desde el otro extremo de la sala le devolvía la mirada con esa mezcla de ternura y admiración que se le había hecho familiar en las últimas semanas.

Esa noche no hubo discusiones, ni reproches, ni heridas abiertas. Solo risas, abrazos, historias del pasado y sueños del futuro.

Y en el centro de todo eso, Daniela. No solo como diseñadora, madre o hija. Sino como mujer. Entera. Amada. Y, por fin, en paz.

Días después...

El avión descendía suavemente sobre la pista del aeropuerto. Afuera, el cielo estaba cubierto de nubes, como si quisiera envolverlos en un manto silencioso de bienvenida. Daniela observaba por la ventanilla mientras uno de los gemelos dormía plácidamente en su regazo. El otro, en brazos de Eloísa, parecía resistirse al sueño como si presintiera que el viaje llegaba a su fin.

Erick, sentado junto a ella, acariciaba con los dedos la pulsera de hilo rojo que Daniela le había puesto días atrás, en señal de protección para los tres. No dijeron mucho durante el aterrizaje. No hacía falta. Ambos sabían que lo difícil no era irse, sino volver.

Una hora después, las puertas de la mansión Montero se abrieron una vez más para recibirlos. Dylan salió primero, con una sonrisa amplia y una cámara en mano, listo para documentar el regreso. Francisco, de pie en el umbral, lucía sereno, aunque su gesto se suavizó al ver a Daniela bajando del coche con sus hijos.

—Bienvenida, hija —dijo, y por primera vez en mucho tiempo, hubo calidez en su tono.

Eloísa le pasó uno de los bebés, y Francisco, sin preguntar, lo tomó en brazos como si ya no necesitara más razones para rendirse al amor de abuelo.

Dentro de la casa, Sebastián y Diego ayudaban con las maletas, mientras la niñera organizaba la habitación de los gemelos con la precisión de quien sabe que todo volverá a girar en torno a ellos.

Daniela caminó hasta el salón y se detuvo en el centro, respirando profundo. Era la misma casa, pero ya no era la misma vida.

Erick entró detrás de ella y la observó en silencio.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Estoy en casa —respondió—. Y por primera vez, eso no me pesa.

—Eso es lo único que quiero —dijo él—. Que todo esto... sea paz para ti.

Ella lo miró, con una sonrisa cansada, pero genuina.

—Ven —le dijo, extendiendo la mano—. Vamos a ver cómo se acomodan nuestros hijos.

Él la tomó con fuerza, con ternura. Y juntos caminaron por el pasillo, sabiendo que el regreso era solo el inicio de lo que vendría: decisiones, familia, y tal vez, si se atrevían... una segunda oportunidad.