¿Qué serías capaz de hacer por amor?
Cristina enfrenta un dilema que pondrá a prueba los límites de su humanidad: sacrificarse a sí misma para encontrar a la persona que ama, incluso si eso significa convertirse en el mismo diablo.
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El primer paso
Durante estos años me vi obligada a compartir la cama con Lorena cada noche. No podía darme el lujo de que mi suegro descubriera mi infidelidad, aunque su hija cometiera los mismos actos. Él siempre le daría la razón a ella. Lorena se acurrucaba en mi pecho, besándome mientras guiaba mi mano hacia su zona íntima. Después de cada encuentro, la necesidad de bañarme era imperiosa; no soportaba su aroma impregnado en mi piel. Lavaba mis manos una y otra vez, hasta dejarlas resecas, como si intentara borrar su presencia de mi cuerpo. Solo repetía mi propio lema de vida: siempre para adelante y nunca sobrecayendo
—Dame tus manos —pidió Ale, con un gesto delicado, al notar el estado maltratado de mi piel. Cada mañana en clase me aplicaba crema con esmero, intentando suavizar las grietas en mi piel.
—Me duele ver cómo Lorena te obliga a hacer cosas que no quieres —dijo, sus ojos llenos de tristeza.
—No te preocupes, eso acabará en algún momento —respondí, aunque mi voz carecía de la seguridad que ella necesitaba oír.
—¿Pero cuándo?
Ale era tan comprensiva. Con ella podía ser honesta, contarle todo sin miedo a ser juzgada. Me cuidaba con amor y lograba que, al menos por momentos, me sintiera querida. En las noches en que Lorena no regresaba a casa, iba a dormir con Ale. Ella tenía ese algo indescriptible que me hacía buscarla; quizá eran esos hermosos ojos azules que me recordaban a Elizabeth, mi verdadero amor.
Finalmente, los tres largos años de estudio llegaron a su fin, y me gradué como la mejor de la clase, junto a Lorena. La felicidad de regresar a México era inmensa. Ya tenía 21 años.
—He visto sus calificaciones, y me enorgullece que mi dúo fuera el mejor —dijo la voz del suegro a través de la computadora durante una videollamada.
—Sí, padre. Ahora sí puedo casarme con Cristina —respondió Lorena, cuya voz siempre lograba hacerme doler la cabeza.
Interrumpí antes de que la conversación tomara un giro más incómodo.
—Muchas gracias por esta oportunidad, suegro. Espero pronto enorgullecerlos también con mi trabajo.
—Así será. Regresen a México lo antes posible. De la boda hablaremos cuando estén en casa.
Al terminar la llamada, un sabor amargo se instaló en mi boca.
—¿Cuándo regresaremos, Lorena? —pregunté mientras cerraba la computadora.
—Supongo que esta semana. Ya tenemos todo listo. ¿Por qué preguntas? —respondió con curiosidad.
—Tengo ansias de volver.
—¿Por nuestra boda? —preguntó, alzando una ceja con una sonrisa burlona.
—No seas estúpida. Quiero ver a mi familia —contesté, mientras tomaba mis cosas y me dirigía hacia la salida.
—¿A dónde vas? —insistió.
—Saldré un rato, no me esperes.
—Te veo en la noche —respondió, su tono cargado de picardía. Esa mujer parecía no tener descanso; todos los días quería estar conmigo de esa manera.
Conduje directamente al departamento de Ale. Al escuchar las noticias, su rostro se llenó de tristeza.
—No te vayas, Cris. Podríamos ir a Italia con mi familia. Podrías quedarte a mi lado —dijo, abrazándome con fuerza. Yo correspondí el gesto, sintiendo la calidez de su cuerpo.
—Sabes que debo volver, Ale. Tengo que encontrar a Elizabeth. Pero podemos vernos. Puedo visitarte, ¿ok?
—No, Cris. Yo te quiero a ti, me he enamorado de ti —confesó con una voz temblorosa, aunque su declaración no me sorprendió. Lo había insinuado antes, pero sabía muy bien que mi corazón pertenecía a otra.
—Lo lamento, Ale. Si pudiera, te daría mi corazón. Eres una gran persona y mereces el mundo —dije, mientras mis labios rozaban los suyos en un beso cargado de melancolía.
Esa semana intenté pasar todo el tiempo posible con Ale. Caminábamos juntas, hablábamos hasta el amanecer, y en su compañía me sentía un poco más libre. Aunque ella no era mi única amiga, me aseguré de estrechar lazos con varios compañeros influyentes; nunca estaba de más tener un respaldo.
La noche antes de nuestro regreso, Lorena organizó una fiesta. Bailamos y nos divertimos hasta la madrugada. Al despedirse, Ale me tomó del brazo y me arrastró a mi dormitorio.
—Por favor, Cristina, mantente en contacto. Si necesitas algo, yo correré a ayudarte. Te amo.
—Te prometo que llamaré seguido y te visitaré. Yo también te quiero mucho —respondí, besando sus labios con sabor a cereza. Fue nuestra despedida, un adiós cargado de promesas que no sabía si podría cumplir.
Lorena vio a Ale salir de mi habitación y me lanzó una mirada de desaprobación, pero no dijo nada. Yo, como siempre, ignoré sus actitudes.
A la mañana siguiente, partimos al aeropuerto en un taxi. Lorena dejó los autos guardados, asegurando que volveríamos de vacaciones pronto. Yo solo asentí, deseando con todas mis fuerzas regresar a mi tierra.
El viaje transcurrió tranquilo; nos dedicamos a ver películas hasta que, sin darme cuenta, aterrizamos. Afuera del aeropuerto nos esperaba una 4x4 negra. Junto a ella estaba Don Jacinto, el encargado de cuidar la finca.
—Qué felicidad verlas, señoras —saludó con su tono jovial—. Iremos a casa; el patrón las espera.
Sentí una ola de emoción al pisar nuevamente tierras mexicanas. Estar de vuelta me llenaba de esperanza. ¿Acaso esto podría ser aún mejor?