La última bocanada de aire se le escapó a Elena en una exhalación tan vacía como los últimos dos años de su matrimonio. No fue una muerte dramática; fue un apagón silencioso en medio de una carretera nevada, una pausa abrupta en su huida sin rumbo. A sus veinte años, acababa de descubrir la traición de su esposo, el hombre que juró amarla en una iglesia llena de lirios, y la única escapatoria que encontró fue meterse en su viejo auto con una maleta y el corazón roto. Había conducido hasta que el mundo se convirtió en una neblina gris, buscando un lugar donde el eco de la mentira no pudiera alcanzarla. Encontrándose con la nada absoluta viendo su cuerpo inerte en medio de la oscuridad.
¿Qué pasará con Elena? ¿Cuál será su destino? Es momento de empezar a leer y descubrir los designios que le tiene preparado la vida.
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Capitulo XVIII Búsqueda y confesión
Elena regresó a la Hacienda con el corazón martilleando. La revelación sobre el Capitán Leo Thorne era dinamita. No solo existía, sino que su amorío con la Condesa original invalidaba el honor de Alistair y la estabilidad del reino.
Sin tiempo para el pánico, Elena se dirigió a su habitación y llamó inmediatamente a la Señora Hudson.
—Señora Hudson, necesito su total discreción y su memoria. Vamos a desmantelar esta habitación pieza por pieza —ordenó Elena, con una urgencia que no permitió réplicas.
—¿Desmantelar, mi Señora? —preguntó la anciana, consternada.
—Sí. Yo guardaba un archivo secreto. Se trata de cartas, misivas románticas al Capitán Leo Thorne. Si caen en manos de la Baronesa Valeska, no solo se arruina mi matrimonio, sino que el Conde Alistair tendrá que enfrentar un escándalo político y militar. Esa otra Condesa ha desaparecido y está nueva solo quiere la paz de los reinos.
La Señora Hudson palideció. Los asuntos de la Condesa eran más graves de lo que imaginaba.
—Las cartas... deben estar en un escondite que solo ella conocía —murmuró la ama de llaves.
Durante las siguientes horas, las dos mujeres registraron el suntuoso dormitorio. Elena usó su lógica moderna para buscar patrones de ocultación: debajo de tablas sueltas, dentro de falsos fondos de cajones, en el hueco de marcos de cuadros. La Señora Hudson, en cambio, se centró en los lugares que una mujer emocional de la época usaría: detrás de un relicario, cosido al forro de un traje de noche o dentro de un libro de poemas.
No encontraron nada. La frustración de Elena crecía.
—Piensa, Hudson. ¿Qué era lo más valioso para ella? ¿Lo que nunca dejaría ir?
—La Condesa amaba su escritorio de marquetería, mi Señora. Pasaba horas allí, no escribiendo, sino mirando… algo —dijo la Señora Hudson, señalando un hermoso y pesado escritorio de madera noble.
Elena corrió hacia el escritorio. Era sólido, pero al tocar el lateral, sintió una ligera holgura. Buscó un mecanismo. Recordó los viejos secretos: un tirón inesperado, una pulsación. Presionó una pequeña roseta tallada y, con un suave clic, la sección lateral se deslizó.
Allí estaban. Un pequeño fajo de cartas atadas con una cinta descolorida.
Elena tomó las cartas, sintiendo el peso de la traición ajena. No las abrió. Sabía que su única opción era la honestidad brutal. Se dirigió inmediatamente al estudio de Alistair, las cartas en la mano.
Alistair estaba de pie frente a la chimenea. Al ver el rostro tenso de Elena y el fajo de papel, su expresión se endureció.
—Parece que ha encontrado algo más que un "delirio químico", Condesa —dijo Alistair, la frialdad regresando a su voz.
—He encontrado el pasado que mi amnesia no pudo borrar, Conde —respondió Elena, acercándose y extendiéndole las cartas.
—Se llaman pruebas de la traición. Pertenecen al Capitán Leo Thorne, el hombre que supuestamente amaba antes de usted y a quien prometi que un día me fugaria.
Alistair no tocó las cartas. Su rostro se volvió de una palidez terrible. La traición, para él, era el pecado capital.
—¿Sabe lo que esto significa, Elena? El matrimonio se anula por adulterio moral. Yo rompo mi palabra de honor. Y la paz del reino… se desmorona.
—Lo sé —dijo Elena, manteniendo su mirada firme, a pesar del terror—. Por eso no las he leído. Yo no escribí esas cartas, Alistair. Yo no soy esa mujer. Yo soy la mujer que vino de la oscuridad y que está dispuesta a todo por la estabilidad que mi vida pasada me negó.
Ella deslizó las cartas sobre el escritorio, empujándolas hacia él.
—Su madre, la Baronesa Valeska y la Señora Dalton sabían de esto. Ellas iban a usar estas cartas para asegurar que usted me odiara y se divorciara de mí. Yo he ganado su respeto y su deseo con honestidad, pero no puedo luchar contra el fantasma de un amante muerto.
Elena se arriesgó por completo.
—Si usted abre estas cartas, Alistair, verá la prueba de que el pacto que hicimos ayer queda anulado. Tendrá la justificación para destruirme. Pero si las quema, demostrará que confía en la Condesa que soy ahora, y no en la que fui.
El silencio era sepulcral. Alistair miró el fajo de cartas. La prueba del engaño y la deshonra de su esposa. Luego, miró a Elena. Vio el rostro de la mujer que, en tres días, había desafiado a la corte, humillado a su rival y, lo más importante, le había entregado la verdad más dolorosa con una franqueza sin precedentes.
Él extendió la mano, no para tomar las cartas, sino para encender la leña de la chimenea que ya estaba preparada. Una vez que el fuego prendió, tomó las misivas.
—La Condesa original no solo me despreció; me utilizó para proteger a su amante y a su familia —dijo Alistair, su voz cargada de un dolor antiguo—. Pero la Condesa que tengo delante me ha demostrado lealtad y valor al entregarme esta arma.
Sin dudar, arrojó las cartas a las llamas. Las cintas descoloridas ardieron rápidamente, y el papel, llevando los secretos de la traición, se consumió en cenizas.
—El Capitán Leo Thorne ha sido borrado, Elena —dijo Alistair, observando el fuego—. Ya no existen pruebas de traición. Pero sepa esto: Mi confianza no es gratuita. La ha ganado con esta acción, pero si su honestidad resulta ser una mentira, no habrá fuego que pueda salvarla.
Elena sintió que las lágrimas picaban en sus ojos. No por el miedo, sino por la magnificencia de su fe.
—Gracias, Alistair.
Él asintió. —Ahora, el pasado está muerto. Y el futuro debe continuar. Valeska no se detendrá. Necesitamos asegurar la continuidad de nuestra Casa y del pacto de paz. La prioridad es una heredera.
Alistair se acercó a Elena, sus ojos grises ahora con un brillo cálido. El trato ya no era solo un deber; estaba basado en un secreto compartido y una confianza arriesgada.
—Vamos a cenar, Condesa. Y esta noche, el fuego de la chimenea no será lo único caliente en esta Hacienda.
Elena no entendía por qué el conde decidió confiar en ella, ese hombre era un verdadero misterio para ella.