Que Empiece Mi Reinado.

El salón del desayuno estaba bañado por la luz dorada del amanecer. Las ventanas altas dejaban entrar los primeros rayos del sol, que se reflejaban en la vajilla de plata y porcelana. Lara se sentó en su lugar habitual, pero su mente estaba lejos de las frutas frescas y los panes recién horneados que adornaban la mesa.

Santiago entró poco después, con el porte elegante que lo caracterizaba. Al verla, notó la tensión en su rostro y se acercó con una sonrisa.

—Buenos días, Lara. ¿Dormiste bien?

Ella levantó la vista y forzó una sonrisa.

—Lo intenté, pero tuve una visión. Debo partir de inmediato.

Santiago frunció el ceño y se sentó frente a ella. Sabía que algunos magos tenían el don de la adivinación y es por eso que no dudó en preguntar.

—¿Una visión? ¿Qué viste?

Lara tomó una taza de té y la sostuvo entre sus manos, buscando las palabras adecuadas.

—Vi una tragedia en el pantano de Lyskar. Un aliado crucial en la guerra que se avecina está en peligro. Debo ir a Vorlon para evitarlo.

El príncipe la miró con seriedad.

—¿Qué debes hacer allí?

—Evitar una tragedia.

Santiago asintió lentamente.

—Es muy importante que vayas...

—Sí, estaré de regreso en tres o cuatro días.

El príncipe se inclinó hacia adelante, con determinación en su mirada.

—Bien, iré contigo.

Lara lo miró, intentando descifrar su actitud.

—Debes quedarte aquí y...

—Iré contigo. Si este aliado es tan importante como dices, te ayudaré. Necesitamos aliados en los que podamos confiar.

Ella suspiró, sabiendo que no podría disuadirlo.

—Muy bien, avisaré a mis padres y partiremos.

—De acuerdo. Solo nosotros. Empaca ligero, iré preparando los caballos.

Después de terminar el desayuno, ambos se dirigieron en diferentes direcciones para prepararse. Santiago informó a sus padres sobre su partida, y aunque mostraron preocupación, aceptaron cubrir su ausencia. Luego, se dirigió a los establos, donde Lara ya lo esperaba con los caballos listos. Al verlo, ella abrió un portal hacia los límites de Vorlon.

—Desde aquí cabalgaremos por un día hasta llegar a los pantanos de Lyskar —dijo ella.

Santiago asintió, montó su caballo y, sin más palabras, ambos cruzaron el portal, mientras que Lara esperaba no estar cometiendo un error.

El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando Lara y Santiago llegaron a los límites del antiguo Imperio de Vorlon. Tras cruzar el portal mágico, los recibió un viento frío, cargado de humedad y cenizas. Los campos que antes fueron fértiles ahora yacían abandonados, y las aldeas cercanas al camino estaban en ruinas o casi deshabitadas.

Ambos llevaban capas oscuras con capuchas que cubrían sus rostros. Santiago, consciente de que aún había muchas personas que conocían su rostro —sobre todo los leales a la corona actual—, sabía que su identidad debía mantenerse en secreto. Lara, aunque menos conocido en esta región, también prefirió el anonimato por seguridad.

—Este lugar… —murmuró el príncipe mientras su mirada recorría los campos secos—. Era parte del antiguo granero del imperio, ¿no es así?

—Sí —respondió Lara con voz grave—. Vorlon alimentaba a tres provincias. Ahora apenas puede alimentar a su gente.

A medida que cabalgaban más profundo hacia el norte, los signos de pobreza se hacían más evidentes. Niños descalzos miraban desde las esquinas, con ojos hundidos y piel cubierta de polvo. Mujeres agitaban cántaros vacíos frente a pozos secos, mientras ancianos se acurrucaban junto a fogatas miserables con las ropas desgastadas.

—¿Esto es lo que ha hecho Cristian desde que tomó el trono? —preguntó Santiago, apretando las riendas con los nudillos blancos.

—No le interesa el pueblo. Solo el poder. Las tierras de Vorlon eran ricas… hasta que impuso impuestos imposibles y entregó los recursos a sus aliados extranjeros.

El silencio se instaló entre ellos mientras seguían cabalgando. Cada rincón de ese imperio agonizante parecía clamar por justicia, por alguien que recordara su antigua gloria.

Después de más de una jornada de viaje, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los picos grises, llegaron a un terreno fangoso y húmedo. El aire se volvió espeso, el suelo pegajoso. El pantano de Lyskar no era un lugar para cualquiera.

—Estamos cerca —dijo Lara, alzando la vista hacia una vieja fortaleza de piedra oscura que se alzaba entre la niebla, como si emergiera de las aguas mismas del pantano.

—No parece muy defendido —señaló Santiago, observando que solo unos pocos hombres armados patrullaban las murallas con faroles tenues.

—No lo está. Esta familia vive escondida. El heredero del imperio de Vorlon, ni siquiera esta consciente aun su linaje. Cristian mandó borrar su existencia. Por eso los quiere muertos.

Cuando cruzaron los límites del castillo, los caballos relincharon inquietos al sentir la humedad bajo sus cascos. Un par de sirvientes se acercaron al verlos llegar. Eran hombres de edad, delgados y con ropas raídas, pero al ver los emblemas ocultos bajo las capas, se inclinaron brevemente, reconociendo una autoridad que creían extinta.

—¿Qué buscan en Lyskar? —preguntó uno con desconfianza.

—Proteger a su señor —dijo Lara, bajando la capucha—. Soldados de la Guardia Escarlata vienen en camino. Ustedes deben proteger a sus amos. Nosotros nos haremos cargo de la situación.

Los hombres se miraron entre ellos. Uno de ellos, al oír mencionar la guardia, asintió y volteando ordenó:

— Avisen a sus señoritas... protejan al señor...

— Sí... —dijeron al unísono las personas que acompañaban al soldado y rápidamente regresaron al castillo, para prepararse.

—No morirán hoy —dijo Santiago, desmontando con firmeza—. Solo necesitamos algo de tiempo y un buen lugar para resistir.

Desde lo alto de la torre, tras las ventanas cubiertas de cortinas raídas, tres jóvenes observaban la llegada de los dos forasteros. La mayor, una joven de cabello cobrizo y rostro decidido, sujetaba con fuerza a sus dos hermanas menores, una de apenas diecisiete años y otra que apenas superaba los quince años.

—¿Quiénes son? —preguntó la menor con voz temblorosa.

—No lo sé —respondió la mayor—, pero si son enemigos, estamos perdidas. Y si son aliados… ojalá hayan llegado a tiempo.

—La Guardia Escarlata… —susurró la del medio, con los ojos llenos de miedo—. Ellos mataron a nuestros vecinos, ¿verdad?

—Sí. Y no dudarán en matarnos también.

La tensión aumentó cuando, desde la torre más alta, un vigía gritó:

—¡Jinetes al este! ¡Una docena… no… dos docenas! ¡Vienen con estandartes de la Guardia Escarlata!

Lara y Santiago se miraron con decisión.

—Es ahora —dijo ella, aferrando el mango de su daga oculta—. No permitiremos que mueran inocentes por una historia que aún no ha terminado de escribirse.

Santiago asintió, sacando su espada. Su figura se erguía imponente, aún en medio de la niebla. Luego volteó hacia Lara.

—Me has arrastrado a una locura, ¿sabes?

—Te advertí que era peligroso.

—Y aun así estoy aquí. Eso dice mucho más de mí que de ti.

Lara sonrió apenas, mientras los primeros ecos de los cascos enemigos rompían el silencio del pantano.

—Entonces prepárate, príncipe. Esta será nuestra primera batalla juntos.