En el despiadado mundo del fútbol y los negocios, Luca Moretti, el menor de una poderosa dinastía italiana, decide tomar el control de su destino comprando un club en decadencia: el Vittoria, un equipo de la Serie B que lucha por volver a la élite. Pero salvar al Vittoria no será solo una cuestión de táctica y goles. Luca deberá enfrentarse a rivales dentro y fuera del campo, negociar con inversionistas, hacer fichajes estratégicos y lidiar con los secretos de su propia familia, donde el poder y la lealtad se ponen a prueba constantemente. Mientras el club avanza en su camino hacia la gloria, Luca también se verá atrapado entre su pasado y su futuro: una relación que no puede ignorar, un legado que lo persigue y la sombra de su padre, Enzo Moretti, cuyos negocios siempre tienen un precio. Con traiciones, alianzas y una intensa lucha por la grandeza, Dueños del Juego es una historia de ambición, honor y la eterna batalla entre lo que dicta la razón y lo que exige el corazón. ⚽🔥 Cuando todo está en juego, solo los más fuertes pueden ganar.
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Capítulo 16: Decisiones y Consecuencias
Los Moretti no eran solo una familia de empresarios. Eran una dinastía. Y como toda gran dinastía, tenían una historia tejida con poder, ambición y secretos.
Enzo Moretti era la cara visible del imperio, el hombre de los negocios legales, el estratega calculador que había llevado a la familia a consolidarse como una de las más influyentes de Italia. Pero en la sombra, existía otro Moretti.
Su hermano menor, Alfonso Moretti.
Alfonso nunca mostró interés en el mundo corporativo. Mientras sus hermanos se formaban en universidades prestigiosas y asistían a reuniones de alto nivel, él creció en las calles, aprendiendo el arte de la supervivencia en un mundo donde las reglas eran otras. No se movía entre oficinas y accionistas, sino entre apuestas clandestinas, acuerdos bajo la mesa y favores que siempre tenían un precio.
Era un hombre de instinto. Mientras Enzo construía un imperio con números y estrategias, Alfonso lo hacía con lealtades, amenazas y silencios comprados. Nunca ocupó un cargo oficial en Moretti Enterprises, pero todos sabían que su influencia podía inclinar la balanza cuando la diplomacia fallaba.
El Equilibrio del Poder
La relación entre Enzo y Alfonso siempre fue un equilibrio peligroso. Enzo representaba el orden, la estabilidad, la expansión calculada del apellido Moretti. Alfonso, en cambio, era la respuesta cuando las reglas convencionales no bastaban.
No eran aliados en el sentido tradicional, pero tampoco enemigos. Su relación era pragmática, basada en la necesidad. Alfonso no cuestionaba las decisiones de Enzo en los negocios, siempre y cuando este entendiera que, en ciertos asuntos, su presencia era imprescindible.
Cuando las negociaciones con otras familias se tensaban, cuando alguien debía desaparecer sin dejar rastro o cuando una amenaza externa intentaba desafiar el poder de los Moretti, Alfonso era el primero en moverse. No pedía permiso. No necesitaba justificación.
Y aunque Enzo nunca aprobó del todo su manera de actuar, nunca lo detuvo.
Porque cada dinastía necesita a alguien dispuesto a ensuciarse las manos.
Y en los Moretti, ese era Alfonso.
Los Moretti Están Por Encima
La mansión de los Romano era imponente, pero Alfonso Moretti caminaba por sus pasillos con la arrogancia de quien no consideraba a nadie su igual. No había prisa en sus pasos, solo una seguridad helada que impregnaba cada movimiento.
Lo esperaba en un salón privado el hombre al que todos llamaban Il Padrino de la familia Romano. Un veterano de la vieja escuela, con décadas de poder acumulado en las sombras de Italia. Pero hoy, no estaba en una posición de ventaja.
Alfonso se sentó frente a él sin decir una palabra, encendiendo un cigarro con la calma de quien ya había tomado una decisión.
—¿Para qué tanta formalidad, Alfonso? —dijo el padrino de los Romano, sirviéndose un vaso de whisky con un pulso firme—. Somos aliados, ¿o no?
Alfonso lo miró con una sonrisa seca.
—Aliados —repitió con sorna, exhalando el humo lentamente—. Eso es gracioso, porque un aliado no arrastra a mi hermano a su guerra sin avisarme.
El aire en la habitación se volvió denso.
El padrino de los Romano dejó el vaso sobre la mesa con un leve clic.
—Tu hermano es un hombre de negocios. A veces los negocios se complican.
—Sí —Alfonso asintió, acomodándose en su asiento—. Y a veces, los negocios se pagan con sangre. Pero en este caso, los problemas fueron tuyos, y la sangre que se derramó no fue la tuya.
Los guardias de Romano en la habitación se tensaron, listos para cualquier señal. Alfonso ni siquiera los miró.
—No soy Enzo —continuó, con un tono tranquilo, casi decepcionado—. Mi hermano es un hombre civilizado. Habla, negocia, razona. Yo, en cambio…
Alzó la vista y sostuvo la mirada del padrino.
—Yo no pido. Yo tomo.
El padrino Romano respiró hondo, tratando de mantener la compostura.
—Moretti, te respeto. Y respeto a tu familia. Pero lo que hicimos fue necesario. Gracias a ello, tomamos el control de los negocios de los Cilicianos, y créeme, hay suficiente para todos.
Alfonso sonrió, pero no era una sonrisa amable.
—Exactamente —dijo, inclinándose levemente hacia adelante—. Hay suficiente para todos. Pero lo que hay no te pertenece solo a ti.
El padrino Romano apretó la mandíbula, entendiendo finalmente hacia dónde iba la conversación.
—¿Qué quieres?
—Un tributo —respondió Alfonso, sin dudar—. Porque sin los Moretti, no habrías ganado esta guerra. Sin nosotros, ahora estarías recogiendo los pedazos de tu honor en la calle, rezando para que los Cilicianos no volvieran a cortarte el cuello.
Dejó caer la ceniza de su cigarro en el cenicero de cristal con un gesto indiferente.
—Quiero el treinta por ciento de todo lo que le arrebataste a los Cilicianos. Desde los casinos hasta el tráfico de mercancías en el puerto. Cada euro que pase por tus manos tiene que reconocer que los Moretti están por encima.
El padrino Romano bebió un sorbo de whisky para ganar tiempo, pero Alfonso no le dio ese lujo.
—Y si crees que puedes rechazarme —continuó con frialdad—, quiero recordarte algo.
Señaló con el cigarro humeante hacia él.
—Cuando las cosas se torcieron, viniste a nosotros. Cuando tus soldados caían en la calle, fue mi gente la que te dio cobertura. Cuando pensaste que ibas a perder, mi hermano te tendió la mano.
El padrino Romano no respondió de inmediato. Era un hombre con poder, pero en este momento, su única opción era aceptar la realidad.
Alfonso lo miró con paciencia.
—Eres un hombre inteligente —dijo en voz baja—. No me hagas demostrarte lo que pasa cuando alguien cree que está por encima de los Moretti.
Silencio.
Finalmente, el padrino Romano asintió lentamente.
—Treinta por ciento.
Alfonso sonrió y se puso de pie, apagando su cigarro en el cenicero con un gesto pausado.
—Bien —murmuró—. Eso es lo que me gusta de los viejos como tú. Saben cuándo perder con dignidad.
Se ajustó la chaqueta y se giró hacia la puerta. Antes de salir, se detuvo un segundo y lanzó su última advertencia sin mirar atrás.
—Si intentas jugar conmigo, Romano, me aseguraré de que el próximo brindis en esta mesa sea en tu funeral.
Y sin esperar respuesta, se marchó.
—
Los Cilicianos Aprenden la Lección
Días después, Alfonso entró en otro despacho, esta vez con un ambiente aún más tenso.
Los restos de los Cilicianos estaban frente a él. Líderes que ahora tenían menos poder, menos soldados y menos opciones.
Pero Alfonso no venía a ofrecerles consuelo.
—Me imagino que ya saben por qué estoy aquí —dijo, sirviéndose una copa sin esperar invitación.
Uno de los hombres frente a él, un veterano con cicatrices en el rostro, intentó mantener la compostura.
—Moretti… esto es un malentendido. Sabes que siempre hemos respetado a tu familia.
Alfonso bebió un sorbo y luego dejó el vaso sobre la mesa con una lentitud casi teatral.
—Respetar es una palabra interesante —dijo, sonriendo—. Porque si realmente nos respetaran, nunca habrían pensado que podían pelear esta guerra sin nuestra bendición.
Los Cilicianos intercambiaron miradas. Sabían que no había excusa válida.
—Así que esto es lo que va a pasar —continuó Alfonso, apoyando los codos en la mesa—. A partir de hoy, todo lo que quede de su organización opera bajo el nombre Moretti. Casinos, rutas, seguridad, todo.
Uno de los hombres frunció el ceño.
—Eso es imposible. Nos dejaría sin nada.
Alfonso chasqueó la lengua con desaprobación.
—No sin nada —corrigió—. Los dejará vivos.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, su voz volviéndose más baja, más letal.
—Y en este negocio, vivir ya es un privilegio.
Los Cilicianos se quedaron en silencio. Sabían que no tenían opción.
—Mándenme los documentos con las transferencias —finalizó Alfonso, poniéndose de pie—. No quiero que esto se vuelva personal.
Dio un par de pasos hacia la puerta antes de hacer una pausa.
—Oh, y una última cosa.
Se giró con una sonrisa afilada.
—Si alguno de ustedes sueña con vengarse… entiendan esto: Moretti no es una familia más. Somos la ley en la que ustedes viven.
Y con esa última sentencia, Alfonso Moretti abandonó la habitación, dejando claro que, en el mundo del crimen, su apellido estaba por encima de todos los demás.
Con los Romano doblegados y los Cilicianos asimilados dentro de su red, Alfonso Moretti había terminado su trabajo en Venezia. La ciudad, con su belleza decadente y sus negocios clandestinos floreciendo en cada esquina, ya no requería su presencia. Había dejado instrucciones claras, asegurándose de que todo siguiera funcionando como debía, y ahora, su atención se dirigía a Milán.
Había pasado demasiado tiempo desde su última reunión con su hermano Enzo. No es que se evitaran, pero sus caminos rara vez coincidían. Alfonso operaba en la sombra, mientras que Enzo manejaba la parte "respetable" del legado familiar. Pero cada tanto, era necesario sentarse y asegurarse de que todo siguiera en orden.
El viaje en tren de alta velocidad fue tranquilo. Alfonso disfrutó de una copa de vino mientras revisaba informes de su gente. Siempre había algo que requería su atención: cuentas que cuadrar, lealtades que reafirmar, problemas que solucionar antes de que se convirtieran en amenazas.
Uno de esos informes, sin embargo, destacaba sobre los demás. No tenía que ver con los Romano, ni con los Cilicianos.
Tenía que ver con la familia.
Y eso era algo que Alfonso no ignoraba.
—
La residencia de Enzo Moretti en Milán era una obra maestra de la arquitectura moderna, con amplios ventanales, mármol en cada rincón y un aire de sofisticación que Alfonso encontraba casi… aburrido. No era su estilo, pero reconocía la eficiencia de su hermano para proyectar la imagen que quería que el mundo viera.
Cuando entró, el mayordomo lo recibió con un leve asentimiento. No necesitaba anunciarlo; Enzo ya sabía que estaba allí.
Lo encontró en su oficina, rodeado de documentos y con un puro apagado en el escritorio. Enzo no era un hombre de excesos visibles, pero Alfonso sabía que su hermano tenía sus propios vicios.
—No sabía si seguirías vivo después de todo el desastre en Venezia —dijo Enzo sin levantar la vista de sus papeles.
Alfonso sonrió con desgano mientras se dejaba caer en una de las sillas de cuero frente al escritorio.
—No sabía que te preocupabas tanto por mí.
—No lo hago —replicó Enzo, tomando su puro y encendiéndolo con calma—. Me preocupan las consecuencias.
Alfonso se rió entre dientes.
—Todo salió bien. Los Romano entendieron su lugar y los Cilicianos… bueno, ya no existen como entidad independiente. Ahora trabajan para nosotros.
Enzo asintió lentamente, soltando una bocanada de humo.
—Bien. Mientras no traigas problemas a mi puerta, no tengo quejas.
—Oh, claro, Dio proibisce problemi nella casa di Enzo —bromeó Alfonso, recostándose en la silla—. Pero ya que hablamos de problemas, creo que tengo uno que sí te involucra directamente.
Enzo levantó la mirada, por primera vez mostrando un destello de interés.
—¿De qué hablas?
Alfonso sacó un sobre de su chaqueta y lo arrojó sobre el escritorio. Enzo lo tomó con calma, abrió el sello con su cortaplumas y comenzó a leer.
Su expresión apenas cambió, pero Alfonso notó el leve endurecimiento en su mandíbula.
—Uno de los tuyos está investigando más de la cuenta —dijo Alfonso con voz neutra—. Y no es cualquier don nadie. Es el esposo de Valentina.
Enzo cerró el informe y se masajeó las sienes.
—¿Qué tan grave es?
—Depende de ti —respondió Alfonso—. Tiene un equipo que ha estado metiendo las narices en lugares donde no debería. Está rastreando movimientos financieros, conexiones entre empresas… Nada que no pueda detenerse, pero si sigue así, se va a meter en un agujero del que no podrá salir.
—¿Ya actuaste? —preguntó Enzo con tono seco.
Alfonso negó con la cabeza.
—No. Por respeto a ti. Ya sabes cómo resuelvo este tipo de problemas.
El mensaje era claro.
Si Alfonso hubiera manejado la situación a su manera, el esposo de Valentina ya estaría en un ataúd.
Enzo apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos, sumido en un silencio tenso.
—No puedo hacer que simplemente desaparezca —murmuró—. Valentina lo notaría.
—Entonces haz que pare por las buenas —sugirió Alfonso—. Convéncelo de que deje de joder antes de que tenga que hacerlo yo.
Enzo lo miró fijamente. Sabía que su hermano no estaba amenazando solo por dramatismo. Alfonso no veía personas, veía problemas. Y si el esposo de Valentina seguía metiendo las narices donde no debía, tarde o temprano se convertiría en uno de esos problemas.
—Me encargaré —dijo finalmente Enzo.
Alfonso sonrió levemente.
—Mejor para todos.
Se puso de pie y tomó una copa del bar de la oficina, sirviéndose un poco de whisky.
—Por la familia, Enzo.
Su hermano no respondió, pero cuando Alfonso alzó su vaso, él hizo lo mismo con su puro.
La conversación se interrumpió con la puerta abriéndose de golpe.
Adriano entró sin anunciarse, con su típica actitud despreocupada, pero cuando vio a su tío, su rostro se iluminó con una sonrisa genuina.
—¡Tío! No me digas que Milán te ha atrapado.
Alfonso sonrió de lado y se levantó para estrecharle la mano con firmeza.
—Alguien tiene que asegurarse de que esta familia no se vuelva aburrida.
Adriano soltó una risa sincera. Era de los pocos que realmente disfrutaba la presencia de Alfonso. A diferencia de su padre, su tío no lo miraba con juicio ni trataba de moldearlo a su imagen.
Enzo se puso de pie y tomó su abrigo.
—Tengo otras cosas que resolver. Si necesitas algo, habla con tu tío.
Cuando salió del despacho, Adriano aprovechó para sentarse frente a Alfonso con aire relajado.
—Dime que no vienes a darme sermones también.
Alfonso se sirvió otro trago antes de responder.
—¿Y por qué haría eso? Yo no soy tu padre.
Adriano sonrió con satisfacción.
—Por eso me caes mejor.
Hubo un breve silencio antes de que Alfonso hablara con un tono más serio.
—Pero dime, ¿qué tan aburrida ha sido tu estadía aquí?
Adriano resopló con frustración.
—Detesto estar aquí. Todo lo que quiero hacer está suspendido. Y mi padre, en lugar de ayudarme, se dedica a recordarme mis errores.
—Eso es porque él nunca ha sabido qué hacer contigo —dijo Alfonso con una sonrisa ladeada—. Pero yo sí.
Adriano lo miró con curiosidad.
—¿Qué estás diciendo?
Alfonso tomó su vaso y lo giró entre sus manos, pensativo.
—Digo que tal vez estés buscando en el lugar equivocado.
Adriano sintió un cosquilleo de anticipación.
—¿Y dónde debería buscar?
Alfonso sonrió, pero no respondió.
Porque algunas respuestas no se daban con palabras. Se demostraban con hechos.
Adriano Moretti nunca había sido un hombre paciente. Desde niño, aprendió que la única manera de obtener lo que quería era arrebatárselo al mundo, sin esperar a que alguien se lo entregara. Y ahora, atrapado bajo la supervisión de su padre, sintiéndose como un león enjaulado, esa impaciencia lo estaba consumiendo.
Su tío Alfonso lo entendía. Lo veía en su mirada, en la tensión en su mandíbula cada vez que mencionaba a Enzo, en la manera en que tamborileaba los dedos contra el brazo del sillón con frustración contenida.
—Dime algo, sobrino —dijo Alfonso con voz pausada, sirviéndose otro trago de whisky—. ¿Realmente crees que algún día tu padre te dejará hacer lo que quieres?
Adriano soltó una risa seca.
—No.
—Entonces, ¿por qué sigues esperando?
La pregunta quedó flotando en el aire. Adriano no respondió de inmediato, pero Alfonso no necesitaba una respuesta verbal. Sabía que la pregunta ya estaba haciendo su trabajo en la cabeza de su sobrino.
Se inclinó hacia adelante, con esa mirada calculadora que lo hacía parecer más un depredador que un hombre de negocios.
—Las oportunidades no se piden, Adriano. Se toman.
Adriano cruzó los brazos y apoyó la espalda en el sillón.
—¿Y qué me propones?
Alfonso se recostó con una leve sonrisa.
—Tengo algo en marcha en Roma. Un negocio con el que podrías involucrarte. Un lugar donde no estarás bajo la sombra de tu padre, donde podrás moverte con más… libertad.
Los ojos de Adriano brillaron con interés.
—¿Roma?
—Así es —afirmó Alfonso, con un aire casual, como si no estuviera ofreciéndole algo que podría cambiar el rumbo de su vida—. Pero hay algo que debes entender.
Dejó el vaso sobre la mesa con un clic seco y lo miró directamente a los ojos.
—Si decides trabajar conmigo, ya no serás solo el hijo de Enzo Moretti. Serás mi hombre. Y eso significa que jugarás con mis reglas.
Adriano no dudó ni un segundo.
—Estoy dentro.
Alfonso sonrió.
Sabía que lo estaría.
Pero antes de que pudiera celebrar la victoria, se aseguró de darle una última advertencia.
—Si quieres hacer esto, tienes que olvidarte del fútbol.
Adriano ni siquiera parpadeó.
—Al carajo el fútbol. Al carajo la vida de empresario. Lo intenté y terminé aquí, atrapado en esta casa como un prisionero. Prefiero ser algo más.
Alfonso asintió con aprobación.
—Entonces ven conmigo a Roma. Y hagamos algo grande.
Adriano sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía una dirección real.
—
Esa misma noche, en un exclusivo restaurante de Milán, Enzo Moretti se reunía con Salvatore Greco. A diferencia de muchos en la familia, Greco no era un Moretti de sangre, pero su influencia en la política italiana estaba directamente ligada al apellido. No ocupaba un puesto dentro de Moretti Enterprises, pero los Moretti lo habían colocado donde estaba: en el Senado.
El restaurante elegido para la reunión no era el más ostentoso de Milán, pero sí uno donde la privacidad estaba garantizada. Enzo Moretti no era un hombre que desperdiciara su tiempo con cenas innecesarias, y Salvatore Greco lo sabía.
Greco llegó con la confianza de siempre, vestido con un traje impecable y su eterno aire de superioridad. A pesar de que su ascenso en la política italiana se lo debía en gran parte a los Moretti, nunca se mostraba como un simple subordinado. Él era un senador, un hombre con poder propio. O al menos, eso era lo que le gustaba creer.
Se sentó frente a Enzo, quien lo esperaba con un vaso de whisky a medio terminar y una expresión neutra.
—No me gusta que me citen de esta manera, Enzo —dijo Greco, acomodándose en su asiento—. Suena casi como una orden.
—Deja de hacerte el ofendido y escucha —respondió Enzo, deslizando un sobre grueso sobre la mesa—. Ábrelo.
Greco lo tomó con cierta reticencia y sacó los documentos. Sus ojos recorrieron las páginas con rapidez, pero a medida que avanzaba en la lectura, su semblante se endureció.
Enzo esperó en silencio.
Cuando Greco terminó, dejó los papeles sobre la mesa con un movimiento controlado, pero su mandíbula estaba tensa.
—¿De dónde sacaste esto?
—No es importante —respondió Enzo con frialdad—. Lo importante es que está pasando. Y que tú no sabías nada.
Greco se cruzó de brazos, respirando hondo para recuperar la compostura.
—Esto tiene que ser un malentendido.
—No hay malentendidos cuando alguien empieza a escarbar en cuentas que no le incumben, en conexiones que no debería cuestionar —Enzo tomó su vaso con calma, pero su mirada era letal—. Y lo peor de todo es que lo están haciendo con tu aprobación.
Greco se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Yo no aprobé nada.
—Eso lo hace aún más preocupante, ¿no crees? —Enzo alzó una ceja—. Porque significa que alguien en tu entorno cree que puede actuar sin consultarte. O peor, que tú ya no tienes el control de tu propio círculo.
Greco no respondió de inmediato. Tomó su copa de vino y bebió un sorbo lento, ganando tiempo para procesar lo que acababa de escuchar.
—Si hay alguien investigando más de la cuenta, puedo detenerlo —dijo finalmente—. Pero Enzo, esto es solo parte del juego. Sabes cómo funciona la política. A veces se hacen preguntas…
—No me importan las preguntas —lo interrumpió Enzo, con voz baja pero cortante—. Me importa lo que viene después.
Se inclinó hacia adelante, sus ojos oscuros clavándose en los de Greco.
—Si permites que esto continúe, Salvatore, no solo estarás comprometiéndote a ti mismo. Estarás comprometiéndome a mí. A mi familia.
Greco dejó su copa sobre la mesa con un ligero clic.
—No necesito que me recuerdes las consecuencias, Enzo.
—¿No? —Enzo soltó una leve sonrisa, carente de humor—. Porque lo que veo es a un hombre que cree que puede jugar en dos bandos.
Greco entrecerró los ojos.
—Ten cuidado con lo que insinúas.
—No insinuo nada —replicó Enzo con frialdad—. Solo te digo que hay dos maneras en las que puedes salir de esta.
Dejó caer su espalda contra la silla, con la misma calma con la que hablaría de negocios.
—Puedes frenar esto ahora y asegurarte de que nadie vuelva a hacer preguntas. O puedes hacerme perder la paciencia.
Greco apoyó sus codos en la mesa, pensativo. Sabía que Enzo Moretti no amenazaba a la ligera. Si le estaba dando una advertencia, era porque la situación ya estaba fuera de control.
—Voy a encargarme —dijo finalmente.
—Más te vale —murmuró Enzo, bebiendo el último sorbo de su whisky—. Porque si esto se convierte en un problema, no habrá nadie que te salve. Ni siquiera el Senado.
El silencio que siguió fue suficiente para dejar claro que la conversación había terminado.
Greco se quedó observando su copa, consciente de que acababa de recibir la advertencia más seria de su vida.
Salvatore Greco salió del restaurante con el rostro tenso, consciente de que la advertencia de Enzo Moretti no era una simple charla entre aliados. Lo que Enzo le había dicho era claro: o frenaba la investigación, o se atenía a las consecuencias.
Enzo se quedó en la mesa unos minutos más, terminando su whisky en silencio. No necesitaba que Greco le prometiera nada más, porque en el fondo sabía que el senador ya había entendido su mensaje. Ahora solo quedaba ver si tenía la inteligencia suficiente para actuar a tiempo.
Dejó la copa vacía sobre la mesa, se levantó y salió del restaurante con la certeza de que este problema no se quedaría en esa conversación.
Pero mientras los hombres de la familia lidiaban con las sombras del poder, en otro rincón de Milán, una Moretti tenía un asunto completamente diferente que atender.
Valentina Moretti estacionó su automóvil frente a las instalaciones del A.S. Vittoria, apagó el motor y miró por el espejo retrovisor a su hijo Ettore.
—Bueno, aquí estamos —dijo con una leve sonrisa.
Ettore, de apenas catorce años, asintió en silencio mientras miraba el campo de entrenamiento con una mezcla de emoción y nerviosismo.
Desde que tenía memoria, el fútbol había sido parte de su vida. No porque él lo hubiera elegido de inmediato, sino porque su familia lo rodeaba constantemente. Su tío Luca era dueño del club, su padre estaba vinculado al mundo del deporte y, aunque Valentina nunca lo había presionado, sabía que un apellido como el suyo traía expectativas.
Valentina salió del auto y rodeó el vehículo para abrir la puerta del copiloto.
—Ven, vamos a hablar con tu tío.
Mientras caminaban hacia la entrada, Ettore mantuvo la mirada baja.
—¿Y si no soy lo suficientemente bueno?
Valentina se detuvo un segundo y le puso una mano en el hombro.
—No estás aquí porque seas un Moretti, Ettore. Estás aquí porque amas el fútbol. Lo único que tienes que hacer es jugar.
Ettore asintió, aunque la inquietud seguía reflejada en su expresión.
Al entrar a las oficinas del club, Silvia, la asistente de Luca, los recibió con una sonrisa.
—El presidente los está esperando en su despacho.
Cuando entraron, Luca estaba de pie, mirando por la ventana hacia el campo de entrenamiento. Al girarse, su expresión pasó de la neutralidad a una leve sonrisa al ver a su hermana.
—Valentina —saludó con un gesto—. Y Ettore.
El chico se acercó con respeto y le estrechó la mano.
—Tío.
Luca lo estudió por un momento. Ya había oído comentarios sobre su talento, pero él no era un hombre que se fiara de palabras. Quería verlo en acción.
—Así que quieres probarte con la sub-15 —dijo con tono neutro.
Ettore asintió con firmeza.
—Sí, quiero jugar.
Luca cruzó los brazos, midiendo su determinación.
—Bien. Pero quiero que entiendas algo. Aquí no hay privilegios, Ettore. No importa quién seas ni de dónde vengas. Si eres bueno, te ganarás tu puesto. Si no lo eres, no estarás aquí solo por tu apellido.
Valentina intervino antes de que su hijo pudiera responder.
—Eso ya lo sabe, Luca. No lo traje para que le des un lugar. Solo quiero que tenga la oportunidad de demostrar lo que vale.
Luca asintió lentamente.
—Entonces, que se cambie. El entrenamiento empieza en veinte minutos.
Ettore respiró hondo y salió de la oficina acompañado por un asistente.
Cuando la puerta se cerró, Valentina miró a su hermano.
—Gracias por darle esta oportunidad.
Luca negó con la cabeza.
—No me agradezcas nada todavía. Si no está a la altura, lo sabrás.
Valentina sonrió levemente.
—Lo sé. Pero confío en él.
Luca no respondió. Solo giró la vista hacia el campo, donde dentro de poco, Ettore tendría que demostrar si realmente estaba listo para llevar el apellido Moretti en el fútbol.
Luca observaba desde su oficina cómo los juveniles de la sub-15 iniciaban el entrenamiento. Entre ellos, su sobrino Ettore, que, a pesar de su apellido, tenía que demostrar que merecía estar allí. No habría concesiones. No en su club.
Apenas había tenido unos minutos para relajarse cuando escuchó unos golpes en la puerta.
—Adelante —dijo sin apartar la vista de la ventana.
Carter entró con su tableta en la mano y una expresión que Luca ya conocía bien. No traía buenas noticias.
—El PSG respondió.
Luca se giró lentamente y lo miró con expectación.
—Déjame adivinar. Dijeron que no al préstamo con opción de compra.
Carter asintió.
—No solo eso. Se negaron rotundamente. No quieren compartir el pase de Federico ni aceptar condiciones futuras. Quieren un traspaso completo.
Luca suspiró y apoyó las manos en el escritorio.
—¿Y cuánto están ofreciendo ahora?
Carter deslizó la tableta sobre la mesa para que Luca pudiera ver el documento.
—Sesenta y cinco millones.
Hubo un silencio pesado en la oficina.
Luca tomó la tableta y repasó la cifra. No era el plan que tenía en mente, pero el dinero que ofrecían era demasiado bueno para ignorarlo. Con esa cantidad, podía cubrir fichajes clave y aliviar la presión financiera del club.
—Con esto podemos asegurar a los tres colombianos —dijo Carter—. Y además nos da margen para estabilizar la masa salarial.
Luca sabía que no tenía opción.
Suspiró, dejando la tableta sobre la mesa.
—Está bien —dijo finalmente—. Cierra el trato. Federico se va al PSG.
Carter asintió y salió de la oficina para hacer las llamadas necesarias.
Luca se quedó solo, mirando de nuevo hacia el campo.
Había cedido. No porque quisiera, sino porque debía hacerlo.
Era lo mejor para Vittoria. Y al final del día, eso era lo único que importaba.
El traspaso de Federico Moretti al PSG no tardó en convertirse en la noticia del momento.
"Federico Moretti firma con el PSG por 65 millones de euros en un traspaso récord para A.S. Vittoria."
Los titulares se repetían en los principales medios deportivos de Italia y Francia. Era una cifra que dejaba huella en la historia del club, una transacción que confirmaba a Federico como uno de los talentos jóvenes más prometedores de Europa.
Pero no solo era la venta.
El PSG no escatimó en gastos. Federico firmó un contrato millonario de cinco años, con un sueldo que lo colocaba entre los jugadores mejor pagados de su edad. Bonificaciones, primas por objetivos y una cláusula de rescisión astronómica que demostraba que el club francés lo veía como una inversión a largo plazo.
Mientras los medios hablaban de cifras, en Vittoria la noticia fue recibida con emociones divididas. Para la afición, perder a un Moretti era un golpe duro. Para los directivos, era una oportunidad de oro para fortalecer el equipo.
En su oficina, Luca miraba el comunicado oficial del PSG en su teléfono cuando su móvil sonó.
Vio el nombre en la pantalla y suspiró antes de responder.
—Tío Ricardo.
Del otro lado de la línea, la voz de Ricardo Moretti, padre de Federico, sonó firme, pero con un tono distinto al habitual.
—Luca, quería llamarte personalmente.
Luca se apoyó en el escritorio.
—No tienes que agradecerme nada. Federico hizo esto por su propio mérito.
—Aun así, gracias —dijo Ricardo—. No solo por darle la oportunidad en Vittoria, sino por no haberle puesto trabas cuando decidió marcharse.
Luca exhaló, sabiendo que su tío entendía lo que significaba esta decisión.
—Era lo mejor para todos.
Ricardo guardó silencio unos segundos antes de hablar.
—Mi hijo está listo para esto. Pero si algún día necesita volver, quiero que sepa que esta familia sigue teniendo un lugar para él.
Luca asintió, aunque Ricardo no pudiera verlo.
—Eso lo sabe.
Después de un breve intercambio, la llamada terminó.
Luca dejó el teléfono sobre la mesa y volvió a mirar la noticia en su pantalla.
Federico Moretti ya no era jugador de Vittoria.
Pero gracias a su venta, Vittoria tenía un futuro más sólido.
Los días habían pasado desde la reunión entre Enzo Moretti y Salvatore Greco, pero la advertencia seguía resonando en la mente del senador. Enzo no era un hombre de palabras vacías, y Greco lo sabía.
No podía permitirse ignorar el problema.
Después de revisar la información, se encontró con un nombre que lo inquietó: Dottoressa Beatrice Costa, fiscal de Milán. No era una figura menor dentro del sistema judicial italiano. Inteligente, ambiciosa y con un historial de casos que la habían puesto en la mira de muchos sectores de poder.
Era evidente lo que buscaba.
Con las elecciones a la vuelta de la esquina, Costa necesitaba un caso de alto impacto para ganar visibilidad y asegurar su reelección. Y aparentemente, había decidido que el apellido Moretti era su boleto al ascenso.
Greco no iba a permitirlo.
—
Una Visita Nocturna
El reloj marcaba las 21:45 cuando Salvatore Greco salió del Senado. No se dirigió a su residencia ni a ningún lugar que figurara en su agenda oficial.
Su destino era un elegante edificio en el corazón de Milán, en una zona exclusiva donde vivían jueces, empresarios y políticos que preferían mantenerse lejos del escándalo público.
La fiscal Beatrice Costa vivía en el último piso. Un ático con una vista impresionante de la ciudad, el tipo de propiedad que una fiscal del Estado no debería poder permitirse con su salario.
Pero en Italia, la ley tenía precio.
Greco llegó sin anunciarse, pero no le sorprendió que la puerta se abriera antes de que tocara el timbre. Ella sabía que venía.
Beatrice Costa lo recibió con una copa de vino en la mano y una sonrisa contenida.
—Senador Greco —dijo con un tono que mezclaba cortesía y burla—. ¿No es un poco tarde para reuniones de trabajo?
Greco entró sin pedir permiso. Sus ojos recorrieron el apartamento con rapidez. Lujoso, bien decorado, pero con el tipo de minimalismo que indicaba que la dueña rara vez pasaba tiempo allí.
Beatrice se sentó en un sofá de cuero blanco y cruzó las piernas, esperando.
—Vas detrás de los Moretti —dijo Greco sin rodeos.
Ella sonrió, girando la copa en su mano.
—Estoy investigando irregularidades financieras. Es mi trabajo.
Greco dejó una maleta de cuero sobre la mesa de cristal frente a ella.
—No. Estás buscando algo que no existe para convertirlo en un escándalo y ganar notoriedad.
Beatrice bebió un sorbo de vino y luego miró la maleta con fingida curiosidad.
—¿Qué es esto? ¿Un regalo?
—Una advertencia.
Beatrice arqueó una ceja y abrió la maleta. Billetes, apilados con precisión, llenaban el interior. Una cantidad considerable.
—¿Y qué supone que debo hacer con esto?
Greco se inclinó levemente hacia adelante.
—Cerrar el caso. Ahora.
La fiscal sonrió con ironía y dejó la copa en la mesa.
—¿Y si no lo hago?
Greco no desvió la mirada.
—Si no lo haces, te aseguro que cuando terminen las elecciones, ni siquiera recordarás lo que es tener poder.
Beatrice lo estudió con atención. No era una mujer ingenua. Sabía que los Moretti no jugaban con amenazas vacías.
Pero también sabía que esto era política. Y la política no era más que un juego de apuestas.
Suspiró, cerró la maleta y la empujó levemente con la punta de los dedos.
—Es una propuesta tentadora.
Greco se levantó con calma y se abrochó el abrigo.
—No es una propuesta. Es la única salida que tienes.
Beatrice se quedó en silencio mientras él se dirigía a la puerta.
Antes de salir, Greco se giró una última vez.
—No sabes en lo que te estás metiendo, Beatrice. No juegues con cosas que no puedes controlar.
Y sin esperar respuesta, salió del apartamento.
Beatrice se quedó sola, mirando la maleta abierta frente a ella.
Sabía que había cruzado una línea peligrosa.
La pregunta era si tenía el coraje de seguir adelante.
Salvatore Greco abandonó el edificio de Beatrice Costa con la certeza de que su mensaje había sido claro. Si la fiscal tenía un mínimo de sentido común, cerraría el caso antes de que se convirtiera en un problema real.
Pero Greco no era un hombre que confiara en las decisiones ajenas. Sabía que cuando alguien como Beatrice se interesaba en los Moretti, no era por simple coincidencia.
Alguien la había empujado en esa dirección.
Y esa persona tenía que pagar el precio.
—
A las 23:30 de esa misma noche, un hombre vestido de negro descendió de un vehículo en un barrio discreto de Milán. Su rostro estaba parcialmente cubierto por la sombra de su abrigo, y sus pasos eran ligeros, precisos.
Sabía exactamente a dónde iba.
Su destino era un departamento en el cuarto piso de un edificio antiguo. Una residencia modesta, sin lujos, pero lo suficientemente cómoda como para alguien que creía estar a salvo en su anonimato.
El asistente de Salvatore Greco subió sin hacer ruido y se detuvo frente a la puerta.
Sacó un sobre, deslizó un papel dentro y lo metió bajo la puerta con calma.
Golpeó tres veces.
No esperó respuesta. No hacía falta.
—
El Mensaje
Cuando Francesca Bianchi abrió la puerta, no encontró a nadie.
Su corazón latía con fuerza mientras bajaba la mirada y veía el sobre.
Sabía lo que significaba.
Lo recogió con manos temblorosas, cerró la puerta apresuradamente y lo abrió con torpeza.
Solo había una hoja dentro, con un mensaje escrito a mano con una caligrafía pulcra y fría.
"Tienes 24 horas para salir del país. No habrá una segunda advertencia."
No había firma. No era necesario.
Sabía exactamente de quién venía.
Y sabía que, si no obedecía, su destino estaba sellado.
Mientras Luca Moretti terminaba de revisar los últimos detalles de la venta de Federico, el club seguía en movimiento. Con los 65 millones del PSG asegurados, Vittoria tenía margen financiero para moverse en el mercado y reforzar las áreas que más lo necesitaban.
Pero Luca no tenía tiempo para celebrar.
Se encontraba en su oficina, repasando los contratos de los tres colombianos que estaban a punto de ser adquiridos de forma definitiva. Emiliano Velásquez, Diego Santacruz y Camilo Rojas habían demostrado en la pretemporada que valían la inversión. Ahora, con el dinero en la mesa, todo lo que faltaba era cerrar las negociaciones con sus clubes de origen.
Mientras pasaba la vista por los documentos, su teléfono vibró sobre la mesa.
Sin apartar la vista de los papeles, lo tomó y revisó la pantalla. Era Carter.
—Dime —respondió sin rodeos.
—Ya llegaron los contratos de los colombianos —dijo Carter—. Podemos cerrarlo todo hoy mismo si das la señal.
Luca exhaló, masajeándose las sienes.
—¿Los números siguen siendo los mismos?
—Sí. Velásquez por cinco millones, Santacruz por tres y Rojas por dos.
Luca sabía que no era una compra menor, pero también sabía que estos jugadores eran clave para el futuro de Vittoria.
—Cierra el trato —dijo finalmente.
Carter no respondió de inmediato.
—¿Seguro? Es una inversión fuerte.
—Estoy seguro —respondió Luca sin dudar—. Con la venta de Federico aseguramos esto. No quiero perder tiempo.
Carter asintió al otro lado de la línea.
—Está bien. Lo haré ahora.
Luca colgó y dejó el teléfono sobre la mesa.
Por un lado, estaba satisfecho. Había asegurado talento joven para el equipo y estabilizado la economía del club.
Pero al mismo tiempo, sabía que el fútbol nunca se detenía.
Y él tampoco podía permitirse bajar la guardia.