En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 15
El Silencio del Vientre, el Murmullo del Trono”
Granada despertaba envuelta en la fragancia de los azahares. Los jardines de la Alhambra susurraban con el viento, como si conocieran secretos que aún no se atrevían a gritar. Zoraida se sentaba cada mañana bajo la pérgola de mármol del jardín de los Arrayanes, con una túnica ligera de lino blanco y su cabello oculto bajo un velo bordado. Sostenía entre las manos un pequeño cuaderno donde escribía cada detalle de su estado: náuseas leves, sueños extraños, punzadas en el vientre. Nadie más lo sabía. Nadie, excepto Muley.
El emir había reaccionado con un silencio prolongado cuando ella, aquella noche en la habitación de los tapices, le susurró:
—Otra vida crece dentro de mí… de ti.
Él la abrazó sin decir palabra. Solo después de unos minutos le murmuró:
—Te protegeré. Pero esta vez... no te pondré en riesgo.
Muley lo sabía. Recordaba el parto anterior, su desesperación cuando creyó que la perdería. Esta vez, no se lo permitiría a la fortuna, ni a los médicos, ni mucho menos al harén.
Zoraida, sin embargo, no era una mujer que aceptara el miedo como compañero. Aunque las sombras de su primer parto seguían presentes, su determinación era más fuerte. Esta nueva vida no sería un secreto por vergüenza o debilidad, sino por estrategia.
El palacio aún no era seguro.
Aixa, como un veneno de lenta acción, deslizaba su lengua entre los corredores. Su figura oscura aparecía en los patios, observando con ojos agudos, siempre flanqueada por concubinas leales, algunas de las cuales llevaban brazaletes marcados por Zoraida para ser vigiladas. La tensión entre ambas era como una cuerda de laúd a punto de romperse.
Una tarde, mientras Zoraida tejía un tapiz junto a su hijo —el pequeño de la luna, como lo llamaban los sirvientes—, escuchó desde la fuente central del harén la voz de Aixa, fuerte y medida:
—El trono no es de quien pare más hijos, sino de quien está destinado. Que no se confundan vientres con coronas.
Zoraida, sin alzar la voz, respondió sin moverse de su sitio:
—Pero hay vientres que engendran más destino que muchas coronas vacías.
Las concubinas se miraron unas a otras, conteniendo la respiración. Aixa hizo un gesto con la mano y se retiró en silencio. Aquel día, la tensión no se quebró: se asentó más profundamente, como raíces enterradas bajo tierra fértil.
En secreto, Zoraida comenzó a reorganizar su red.
Convocó discretamente a la curandera mayor del palacio, quien juró por Allah mantener silencio. Se le prohibió a cualquier sirviente nuevo acercarse a sus aposentos sin supervisión directa. Las comidas eran probadas antes por su nodriza. Incluso sus ropas íntimas eran lavadas por ella misma.
Una noche, mientras Muley dormía con el brazo sobre su vientre, Zoraida lo observó a la luz de las velas.
—Si muero... —dijo en voz baja—, promete que nuestro hijo no caerá en las garras de esa mujer. Ni en sus manos, ni en sus mentiras.
Muley abrió los ojos, aún somnoliento, y besó su frente.
—No morirás. No esta vez. No te lo permitiré… ni el cielo, ni la tierra.
Mientras tanto, en las calles de Granada, los rumores comenzaban a agitarse como banderas al viento. Se hablaba de una segunda gestación. Se hablaba de presagios, de sueños con luna llena y de halcones sobrevolando la Alhambra. Algunos decían que el emir ya tenía su heredero legítimo. Otros, que el cielo protegería al hijo de una extranjera, mientras los descendientes de la verdadera sangre árabe eran ignorados.
Y en medio de todo eso, Zoraida tejía su red.
Con un hijo dormido sobre su regazo y otro en formación dentro de su vientre, gobernaba con el corazón dividido pero el alma templada como acero. Porque sabía que Granada no se ganaba con espadas... sino con paciencia, inteligencia y amor feroz por aquello que una vez le fue arrebatado.
Las noches en la Alhambra comenzaban a volverse más cálidas. Zoraida, con sus pasos suaves sobre los mármoles pulidos, salía cada noche al jardín del mirador de Lindaraja. El perfume de los rosales se mezclaba con el de los jazmines, y en lo alto la luna creciente parecía una hoz dorada suspendida sobre Granada.
A su lado, su hijo corría con una capa ligera de seda. Reía sin miedo, y los sirvientes lo miraban con ternura y respeto. “El pequeño de la luna”, lo llamaban en voz baja. Y él respondía con gestos de nobleza heredada, aunque apenas tenía cuatro años.
Zoraida lo contemplaba con el corazón apretado: amaba a ese niño como solo una madre marcada por la sangre y el exilio podía amar. Pero también sentía, desde el fondo de su vientre, la presencia de otro ser que crecía. Lo sabía desde hace semanas, lo sentía en la forma en que su cuerpo respondía al olor del pan caliente, al primer rayo del sol sobre su espalda, a los suspiros involuntarios que dejaban escapar sus labios.
Esa noche no pudo callar más.
Esperó a que su hijo se durmiera. Muley llegó con su capa aún manchada de polvo del campo de entrenamiento. Dejó su cimitarra sobre el cofre de madera tallada y la miró en silencio. Ella lo abrazó por la espalda. Su voz era como agua serena:
—No estamos solos.
Él giró lentamente. —¿Lo estás?
Zoraida asintió.
—Y esta vez… lo llevaré sin miedo. Pero también sin ruido. Aixa no debe saberlo, ni sus serpientes. Al menos no aún.
Muley tragó saliva. Se sentó, tomándola de las manos. —¿Estás segura de que quieres seguir con esto? El primer parto casi...
—Sí. Estoy segura —interrumpió ella—. No permitiré que me arranquen esta felicidad. Este niño... será mi escudo y mi espada. Será otro amanecer para Granada.
Muley acarició su vientre con reverencia. No era un simple embarazo: era una señal. Una esperanza en medio del ruido del conflicto, los rumores del zoco, los planes que los reyes cristianos urdían al otro lado de las montañas.
Pero en el palacio… el silencio era traicionero.
Las concubinas empezaban a notar los cambios. Zoraida ya no comía con ellas al mediodía. Se retiraba temprano. Había reforzado su guardia personal. Y sus vestidos, aunque hermosos, caían con mayor amplitud en la cintura. Aixa, en cambio, no decía palabra. Solo miraba. Siempre miraba. Y sus ojos eran más filosos que cualquier daga.
Una tarde, mientras Zoraida bordaba en el patio con un grupo selecto de damas, una joven concubina se acercó y se arrodilló con una taza de agua de rosas.
—Para usted, mi señora… la flor del alba.
Zoraida sonrió con gentileza, pero no tocó la copa.
—¿Tú bordas también? —le preguntó, fijándose en sus manos delgadas y temblorosas.
—Sí, mi señora. Bordo oraciones.
—Entonces recítame una.
La joven tragó saliva. Vaciló. Y Zoraida entendió. Hizo una seña a una de sus damas, que tomó la copa y la entregó al maestro de curación en secreto. No dijo nada más. Pero esa misma noche, la joven desapareció del harén.
Los rumores estallaron como pólvora.
—Zoraida está otra vez encinta. Lo oculta porque teme por su vida.
—El emir planea nombrar heredero al segundo hijo, desplazando a Boabdil.
—Aixa ya prepara su venganza.
—Una infiel gobierna el trono de Granada…
Pero ella no se detuvo. Al amanecer, caminaba entre los árboles con su hijo, enseñándole a escuchar el viento, a distinguir el canto de los pájaros. Por las tardes, leía en voz alta versos del Corán y antiguos poemas de al-Ándalus. Por las noches, escribía cartas secretas que enviaba con palomas entrenadas a los nobles leales fuera del reino.
Zoraida estaba gestando algo más que una criatura. Estaba gestando un nuevo equilibrio.
Granada, rodeada por enemigos externos y serpientes internas, ardía en la incertidumbre. Pero la madre de la luna no temía. Porque ella misma era ya parte del cielo, del viento y de la historia que aún no se había escrito.
La noche caía con sigilo sobre la Alhambra, y las torres teñidas de rojo comenzaban a fundirse con la penumbra del cielo. No hubo pregoneros. No hubo canciones ni repiques de tambores. Y sin embargo, en uno de los patios más antiguos, protegido por cipreses altos y muros que no escuchaban, se preparaba un banquete.
Era una celebración pequeña. Íntima. El emir Muley, rodeado únicamente por sus visires más leales, uno o dos jueces, un par de jefes militares y tres sabios, se había sentado a la mesa. Frente a él, Zoraida, cubierta con un velo de gasa blanca que apenas dejaba ver su sonrisa tranquila.
Había aroma a cordero especiado, a almendras tostadas y miel. El vino de granada no se sirvió en copas ruidosas, sino en jarras de cerámica silenciosa. Todo hablaba de alegría contenida. El motivo, oculto aún al mundo: Zoraida estaba embarazada por segunda vez.
Muley alzó su copa de agua con azahar y dijo sin rodeos:
—Esta noche celebramos sin ruido… pero con el alma. Porque el reino aún tiene esperanza.
Nadie preguntó más. Todos lo sabían. Pero todos sabían también que no debía hablarse de ello fuera de ese patio. Porque Boabdil, el hijo de Aixa, el heredero oficial, rondaba los pasillos con el alma en sombras. Porque la madre del príncipe aún no descansaba, aún tejía su propia red de traiciones.
Muley no quería guerra en su propia casa. Por eso, ordenó el silencio. Por ahora, solo la luna y Allah sabían que Granada esperaba otro corazón noble.
Durante los días siguientes, Zoraida no descansó. Embarazada, sí, pero no detenida.
En los salones de consejo, entre mapas y documentos, era ella quien corregía los decretos que saldrían con el sello del emir. Su letra, fina y elegante, marcaba los edictos como si trazara la historia misma. Leía cada línea con detenimiento. Sugería términos más firmes, más justos, más políticos.
—Estas palabras abrirán puertas o las cerrarán —le dijo una vez a Muley—. No gobiernes con la espada si puedes hacerlo con el verbo.
El emir la escuchaba. A veces, con asombro. A veces, con admiración contenida. Y en más de una ocasión, visires y emisarios que subestimaban a la sultana, terminaban saliendo con la cabeza gacha, sorprendidos por su agudeza.
En el ala oeste del palacio, Zoraida organizó a escondidas un pequeño cuerpo de escribas y mujeres sabias, muchas de ellas antiguas prisioneras o esposas olvidadas del harén. Les enseñó a redactar, a estudiar tratados, a copiar mapas y cartas cifradas. Algunas fueron luego enviadas como emisarias disfrazadas a los pueblos de la frontera.
—Un reino no se sostiene solo con lanzas —dijo una noche—. También con ojos atentos y oídos discretos.
Muley lo sabía. Por eso, cuando se hablaba de embajadores o nuevas alianzas, preguntaba a Zoraida primero. Le confiaba el nombre de los hombres que debían ir a Fez, a Túnez o a los valles de la Axarquía. Y ella elegía, basándose no en fidelidades pasadas, sino en lealtades demostradas.
Zoraida era su sombra y su luz. Su guardiana y su espada sin filo.
Pero fuera del palacio, los rumores crecían. Algunos decían que la sultana tenía poderes de adivinación. Otros que el emir había caído bajo su hechizo. Los más atrevidos, desde las calles empedradas del Albaicín, la acusaban de "mandar más que un hombre" y de "deshonrar el trono con su pasado cristiano".
Zoraida los ignoraba. Se concentraba en su deber. En su hijo. En el pequeño que venía. Y en mantener vivo el corazón de Granada… aunque estuviera rodeado por fuego.
La noticia se deslizó por la Alhambra como un perfume venenoso: Zoraida estaba embarazada otra vez.
Fue una sirvienta nueva, ingenua y demasiado habladora, quien lo dejó escapar entre susurros a otra criada del ala de las concubinas. Dijo que había visto a la curandera salir con una sonrisa temblorosa, murmurando oraciones de protección a media voz. Dijo que escuchó a la sultana pedir silencio absoluto, que ni siquiera sus damas más cercanas lo sabían aún. Pero los muros en Granada eran de piedra… y las piedras también hablaban.
En menos de una mañana, el secreto se volvió sombra. Y la sombra voló hasta el lugar más oscuro: los aposentos de Aixa, la madre de Boabdil.
Estaba sentada en su diván de brocado rojo, sorbiendo dátiles con agua de rosas cuando la noticia le fue entregada, sin adornos. Se congeló. Por un instante, no respiró. Luego, con los ojos encendidos de odio, lanzó la copa contra el muro. El cristal reventó como un relámpago sordo.
—¡Otra serpiente en el nido! —bramó con una voz que erizó la piel de sus esclavas.
Aquella mujer, madre de un príncipe, olvidada por su esposo, apartada de las decisiones de Estado, había soportado en silencio la humillación de ver a una cristiana convertida en sultana. Pero ahora, con otro embarazo, todo se salía de control. No era solo el poder, era la sangre. Era la posibilidad de que Granada tuviera un heredero rival con derecho legítimo.
Aixa no perdió tiempo. En la misma noche envió cartas encriptadas a antiguos aliados, viejos visires y comerciantes influyentes. Los reunió en su ala bajo el pretexto de oraciones nocturnas. Sembró dudas. Dijo, entre suspiros y lágrimas calculadas, que Zoraida no era de fiar, que su corazón no era musulmán, que sus hijos serían el fin de la dinastía. Que estaban en peligro. Les hablaba con astucia, como una loba disfrazada de madre dolida.
—¿Queréis ver Granada en manos de una extranjera? —preguntaba—. ¿Queréis ver al nieto de un infiel sobre el trono?
Lejos de ahí, en los altos balcones donde la brisa de Sierra Nevada aún era fresca, Zoraida tejía en silencio. Bordaba un pequeño turbante para su hijo mayor, decorado con hilos de oro y azafrán. El pequeño dormía cerca, con un libro de versos a medio abrir en su regazo. El eco de los rumores no le era ajeno. Pero no temía. Había aprendido que las verdaderas batallas no se daban con espadas, sino con silencios, con palabras, con gestos que parecían inofensivos.
Esa tarde, Muley entró con pasos apurados. Venía del consejo, con los visires confundidos y los nobles inquietos.
—Aixa lo sabe —dijo, mientras se sentaba junto a ella.
Zoraida no levantó la vista de su bordado.
—Lo esperaba —susurró—. Ella huele los cambios como las fieras huelen la sangre.
Muley tomó su mano, buscó su mirada.
—No quiero que te arriesgues otra vez. Este embarazo... no lo anuncies. No aún.
Zoraida levantó lentamente el rostro. Su mirada era firme, sin temor.
—Tú me llamaste tu columna, Muley. Y una columna sostiene aun cuando tiemble el suelo. Este hijo nacerá sabiendo que su madre no se dobló ante nadie.
Él se inclinó y posó la frente sobre su vientre, como en plegaria.
—Tú me das equilibrio. Tú me das visión.
Ella le acarició el cabello. Por primera vez en semanas, sonrió.
—Entonces abre bien los ojos, mi sultán… porque el veneno ya corre en la corte.
Esa misma noche, una reunión secreta tuvo lugar en el hammam vacío del harén. Zoraida convocó a sus damas más fieles, entre ellas una esclava etíope que había estado con ella desde su primer día, y la vieja mujer que curaba con hierbas y mirra. Les habló con serenidad, pero con la voz de una reina:
—Aixa querrá sangre antes de que este hijo vea la luz. No respondan a las provocaciones. Pero si algo ocurre, sabed que ya he enviado cartas a las montañas… a los jueces antiguos. A hombres que no venden su palabra. Granada no es solo palacio. Granada es pueblo… y el pueblo empieza a hablar.
Mientras tanto, los rumores crecían como fuego bajo la alfombra. Algunos decían que Zoraida quería suplantar al heredero. Otros que la sultana tenía tratos con cristianos y que ofrecía información en secreto. Incluso había quien juraba haberla visto orando con un rosario escondido. La verdad no importaba. Lo que importaba era el miedo. Y Aixa sabía sembrarlo.
Pero Zoraida no se dejó sacudir. Continuó como siempre: visitando los mercados con su velo bajo, ordenando mejoras en los baños públicos, entregando limosnas en las mezquitas. Y por las noches, cuando el palacio dormía, ella ayudaba a Muley a redactar cartas de guerra, a seleccionar mensajeros, a elegir diplomáticos. Conocía el lenguaje de la política… y el de los venenos.
Y en lo más hondo de su corazón, una certeza crecía como su hijo: el fuego que la rodeaba no la destruiría… la forjaría.