Idealizado

La semana pasó como un suspiro.

Entre paseos por la playa, cenas compartidas, carcajadas espontáneas y fotografías improvisadas, Elena vivía una burbuja de felicidad que no había sentido en mucho tiempo. Lucas y ella se veían más unidos que nunca. Cada día, caminaban tomados de la mano, se robaban besos al atardecer y se sentaban a mirar el mar sin decir palabra, como si el silencio hablara por ellos. Aun así, había algo que Elena seguía sin poder dar: aún no se animaba a dormir con él. Lucas no insistía, y ella valoraba eso, aunque podía notar en su mirada ese deseo que todavía quedaba en pausa.

La madre de Elena, por su parte, intentaba mantener la sonrisa. Participaba con naturalidad en las actividades, sacaba fotos de los jóvenes, les hacía bromas, cocinaba. Pero su mirada tenía esa sombra. Una que Elena empezaba a notar.

Una tarde, mientras acomodaban las toallas y se preparaban para bajar a la playa, Elena se acercó a su mamá.

—¿Está todo bien, ma? —preguntó suavemente.

La mujer la miró, contuvo un suspiro y forzó una sonrisa—. Claro, solo estoy un poco cansada. Ya sabes, la playa agota más de lo que parece.

Elena no insistió. Pero no se lo creyó.

Llegó el último día. Y el aire se sentía distinto, como si la brisa supiera que estaban por irse. Los tres caminaban por la costa. Elena iba descalza, con los pies en el agua, su madre a su lado, y Lucas más atrás lanzando piedritas al mar. Reían, hablaban de cualquier cosa: del desayuno de mañana, de la arena que se les pegó por todos lados, de una sombrilla rota que vieron.

Pero luego, su madre se detuvo.

—Voy subiendo a terminar las maletas —dijo. Su mirada se posó en Elena unos segundos, como si quisiera decirle algo más—. Ustedes disfruten su último rato.

Lucas la saludó con un beso en la mejilla. Elena se despidió también, y al quedarse a solas, él rompió el silencio:

—Es nuestro último día —dijo con una media sonrisa, sin mirarla directamente.

Elena bajó la vista, entendiendo lo que quería decir. Apretó los labios, pensó dos segundos y, con voz suave, respondió:

—Esta noche… voy a tu habitación, mientras mi mamá duerme —le dijo con una tímida sonrisa, y luego, con un brillo travieso en la mirada, salió corriendo.

Lucas, entre sorprendido y emocionado, corrió tras ella riendo como un niño.

Terminaron tirados en la arena, uno junto al otro, mirando el cielo teñido de púrpura y oro.

—¿Sabés algo? —dijo Lucas, entrelazando sus dedos con los de ella—. Si tuviera que elegir un lugar para quedarme atrapado con vos, sería este. Justo este momento. Así, acostados, sin que el tiempo nos moleste.

Elena giró la cabeza y lo miró, con una ternura inmensa, pero en vez de responderle, lanzó sus palabras al viento.

—El amor debería ser eso… libertad, no presión. Debería sentirse como el mar: profundo, pero sin miedo… sin ruidos que incomoden. Debería hacerte sentir más liviano, no como si le debieras algo a alguien por amar.

Lucas tragó saliva. Su sonrisa se tensó un poco, como si algo dentro suyo se removiera. Pero no dijo nada. Solo asintió con un gesto leve y miró de nuevo al cielo.

Después de un rato, se levantaron y emprendieron el regreso al hotel. Al llegar, su madre los esperaba con una cena sencilla pero servida con amor. Había preparado pasta con salsa casera y pan recién horneado. El ambiente era cálido, casi mágico.

—¿Quién tiene hambre? —preguntó su madre con una sonrisa.

Los tres comieron entre bromas, charlas sobre qué empacar y chistes tontos. Luego, Lucas se levantó con su plato vacío.

—Bueno, voy a mi habitación —dijo. Miró a Elena con complicidad—. Hasta mañana, princesa.

Elena sonrió con un leve rubor. Se acercó, lo abrazó, y en voz baja le susurró:

—Gracias por hacerme feliz.

—Gracias por elegirme —respondió él.

Se despidieron y Lucas se fue.

La cena quedó en silencio unos segundos. Elena y su madre se miraron y sonrieron. Luego, Elena fue a ducharse, y cuando regresó, ambas comenzaron a organizar las maletas.

Nada parecía fuera de lugar. Todo era perfecto.

O al menos, eso creía Elena.