Sinopsis de Destrúyeme
Lucas Santori es un hombre marcado por el odio, moldeado por un pasado donde el dolor y la traición fueron sus únicos compañeros. Valeria Montalbán, una mujer igual de rota, encuentra en él un reflejo de su propia oscuridad. Unidos por una atracción enfermiza, su relación se convierte en un campo de batalla entre el amor y el deseo de destrucción. Juntos, navegan por un abismo de crímenes, secretos y obsesiones, donde la línea entre víctima y verdugo se desdibuja. En su mundo, amar significa destruir y ser destruido.
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CAPITULO 14
...Lucas....
La multitud me estorba. Me abro paso a empujones, golpeando a quien se cruce en mi camino sin perder de vista el maldito ring. Escucho risas, apuestas, gritos de emoción… pero todo se vuelve un ruido de fondo cuando la veo ahí arriba, descalza, con esa mirada de desafío que me enferma y me enciende a la vez.
—¡Muévete, imbécil! —gruño, apartando de un empellón a un tipo que se atreve a mirarme con fastidio. No tiene tiempo de reaccionar antes de que mi puño lo impacte en la mandíbula y lo mande directo al suelo.
Valeria. Maldita sea.
Golpeo la red con fuerza, haciéndola estremecer. Mis dientes crujen con rabia mientras la observo, completamente indiferente a mi furia.
—¡¿Qué mierda estás haciendo, Valeria?! —le grito, con la sangre ardiendo en mis venas.
Ella no titubea. Me mira con esa jodida seguridad que me dan ganas de romper.
—Dijiste que no podía conseguir el dinero para pagarte tu casa. Te voy a demostrar todo lo contrario.
Tuve que haberlo visto venir. Tuve que haber sabido que Valeria Montalban no se deja desafiar sin responder el golpe.
—¡Maldita sea, Valeria! —rujo, golpeando la red otra vez, pero ella ya se ha alejado, lista para enfrentar lo que venga.
La pelea comienza y mis manos se aferran a la red con tanta fuerza que mis nudillos se vuelven blancos, como si eso pudiera contener la rabia que me consume por dentro.
¿En qué mierda estaba pensando? ¿Acaso le pasó por la cabeza que podría morir ahí?
No. Claro que no.
Estamos hablando de Valeria. La mujer más terca, impulsiva y jodidamente ambiciosa que he conocido. Para ella, el peligro no es una advertencia, sino una provocación.
Ella me mira apenas un segundo, pero es suficiente para que su oponente lo aproveche. La hoja le abre el brazo, y su sangre comienza a deslizarse por su piel.
Aprieto los dientes con fuerza. Debería disfrutar la escena, como siempre lo hago. La sangre, la violencia, el caos... pero esta vez es distinto.
No hay satisfacción en ver cómo la herida se abre. No hay placer en ver la sangre brotar.
Hay algo más, algo que no sé cómo definir. Algo que me jode más de lo que quiero admitir.
—Apuesto a que tu rubia no dura ni cinco minutos, Lucas —la voz de Dominic me hierve la sangre.
—Vete a la mierda, Dominic.
—¿Tanto te importa? El gran Lucas Santori, muerto de miedo por una niñita tan…
No lo dejo terminar.
Mi puño se estrella contra su mandíbula, haciéndolo girar por la fuerza del impacto. El sonido seco del golpe resuena entre el bullicio, y por un instante, el cabrón queda aturdido.
No me molesto en decir nada más. Que saque sus propias conclusiones.
La ira me consume, un fuego abrasador que exige más violencia. Pero entonces, el rugido de la multitud cambia. Un murmullo de victoria se esparce como un veneno, helándome la sangre.
Mi cuerpo se niega a moverse, a girar y enfrentar lo que sea que ha ocurrido. No suelo dudar, no suelo temer, pero esta vez… Esta vez, el control se me ha escurrido de las manos.
Dominic mira antes que yo. Sus ojos se abren con asombro. Y eso solo hace que la ansiedad que intento sofocar se vuelva insoportable.
El rugido de la multitud se siente lejano. No escucho más que el zumbido de la furia en mis oídos mientras la veo ahí arriba, ensangrentada pero de pie. Su oponente yace en el suelo, inerte, y Valeria respira con dificultad, con la navaja aún firmemente sujeta en su mano.
—Me la debes, Santori —espeta Dominic antes de darse la vuelta y marcharse. Sabe que este no es el momento ni el lugar para saldar cuentas.
Mis puños siguen cerrados con tanta fuerza que siento los nudillos a punto de reventar. Quiero entrar ahí y sacarla a la fuerza, quiero gritarle por haber hecho esta jodida estupidez, pero sobre todo, quiero arrancarle esa sonrisa de victoria que apenas curva su boca.
La red se abre y ella baja del ring. No tropieza, no duda, no titubea. Camina con la misma maldita seguridad de siempre, como si acabara de cerrar un trato de negocios y no de arrancarle la vida a alguien.
Se planta frente a mí, cubierta de sangre y mugre, con esa expresión altanera que me saca de quicio. Cada corte en su piel, cada rastro de violencia en su cuerpo me hierve la sangre. Y lo peor es que sigue ahí, con la maldita cabeza en alto, como si esto fuera un simple juego.
La observo de arriba abajo, con el ceño fruncido.
—Te ves hecha un desastre.
Lo digo sin suavizarlo, sin ocultar el desprecio que me provoca verla así. Porque odio que se haya metido en esto, odio que haya apostado su vida como si no valiera nada… y más que nada, odio que no me haya dejado detenerla.
Abre la boca para soltar alguna estupidez, lo veo en sus ojos, en la forma en que su lengua empuja contra el interior de su mejilla. Pero no le doy la oportunidad.
Antes de que pueda decir algo, la sujeto.
Mis brazos la rodean sin pensar, con la fuerza de alguien que acaba de salvar lo único que le importa pero no lo quiere admitir. Mi mano se aferra a su espalda, la otra a su nuca, impidiéndole moverse.
No le digo que estuvo bien. No la regaño. No le pregunto si le duele.
Pero mi agarre lo deja claro.
Jódete, Valeria. Jódete por hacerme sentir así.
Respiro contra su cabello, mis músculos tensos. Quiero insultarla, sacudirla hasta que entienda lo cerca que estuvo de no salir de esta. Pero cuando hablo, mi voz es baja, ronca, cargada de algo que no me gusta admitir.
—No lo hagas otra vez.
No es una súplica. Es una orden. Y lo sabe.
Pero la maldita sonríe, una curva insolente en sus labios ensangrentados, y recarga la frente en mi pecho antes de alzar la mirada.
—¿Y si lo hago?
Maldita. Me está desafiando. Otra vez.
Mi mandíbula se tensa, contengo la respuesta que realmente quiero darle, la verdad cruda de lo que haría si vuelve a ponerme en esta situación. En lugar de eso, hago lo único que puedo para no dejar que vea cuánto me jodió esto.
La suelto.
De golpe.
Lo suficientemente rápido como para verla tambalearse.
—Entonces asegúrate de que no tenga que verte hacerlo.
Mi voz es fría, mi rostro impasible. Y sin esperar respuesta, me giro y me alejo, como si no acabara de sostenerla como si fuera lo único que me mantiene en pie.
Sé que viene tras de mí. Puedo sentirla. Sus pasos son débiles, pero constantes. No quiero mirarla, no quiero escucharla. Lo único que deseo es arrancarme de encima este maldito peso que su sola presencia me deja.
Pero entonces...
—Lucas.
Mi nombre deja sus labios por primera vez con un tono que no reconozco en ella. Dulce. Suplicante. Algo dentro de mí se crispa. Me obligo a no reaccionar, a seguir caminando como si no hubiera escuchado.
Pero fallo.
Cuando me giro, la encuentro en el suelo. Pálida. Destrozada. Y odio la forma en que mi cuerpo se mueve solo hacia ella.
Mierda. La rabia regresa con más fuerza.
Valeria está sobre el piso, inconsciente, con la sangre empapando su brazo y escurriéndose entre sus dedos. La observo desde arriba, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
Idiota. Terca de mierda.
La escena debería darme igual. Ella decidió meterse en esto, ¿no? Nadie la obligó. Pero aquí estoy, sin apartar la vista de su cuerpo desplomado, sintiendo un jodido ardor en el pecho que no quiero analizar.
Respiro hondo, tratando de convencerme de que no es mi problema. Que si la dejo ahí, Dominic terminará lo que su chica no pudo. O peor, cobrará su deuda de una forma que no me conviene.
Eso es. Solo es un maldito movimiento estratégico.
Me agacho y la tomo en brazos, sintiendo lo ligera que es. Tan frágil y tan malditamente estúpida.
—Me las vas a pagar, Valeria —murmuro, avanzando con pasos pesados.
No lo hago por ella. No es compasión. Es control. Es recordarle que no puede hacer lo que se le dé la gana… porque su vida, aunque aún no lo sepa, ya es mía.
La saco de la multitud sin decir una palabra, con los músculos tensos y la mandíbula apretada. La gente se aparta a mi paso, algunos con miradas curiosas, otros con sonrisas de satisfacción, como si ya supieran en qué va a terminar esto.
Idiotas.
Cruzo el pasillo hasta una de las habitaciones traseras, un lugar donde normalmente los peleadores se preparan antes de subir al ring… o donde algunos terminan después de perder. La dejo sobre una camilla vieja, rechinante, y observo su rostro pálido, su respiración pesada.
Jodida cabeza Dura.
Busco un botiquín en uno de los armarios. No hay mucho, pero servirá. Empujo la tela de su camisa de tiras para apartarla de la herida. La sangre sigue brotando, caliente y espesa, y aunque he visto cosas peores, algo en esto me jode más de lo que debería.
Empapo un trapo con desinfectante y lo presiono contra la herida sin la menor delicadeza.
—Despierta de una vez —gruño, como si realmente esperara que me obedeciera.
Pero Valeria sigue inconsciente, su rostro tenso incluso en ese estado. No se rinde ni en sueños.
Aprieto los dientes y continúo limpiando la herida, vendándola con movimientos firmes, sin perder tiempo. No lo hago por ella. No lo hago porque me importe.
Solo me aseguro de que no muera… porque si alguien va a acabar con ella, no será este maldito lugar, seré yo.
-No imaginé que pudieras ser tan diligente, Santori- su voz áspera y algo ronca se abre paso como siempre para provocarme.
-No te acostumbres. No pienso hacer de niñera otra vez… y menos de una que casi se mata por un puñado de billetes. Si querías hacer el ridículo, al menos hubieras terminado el show de pie.
Valeria luce pálida, casi traslúcida, como si toda la sangre se hubiera drenado de su cuerpo junto con su maldita imprudencia. Aun así, me mira con ese desafío intacto en sus ojos, negándose a ceder.
—Eres un verdadero imbécil, Santori. Me curas con una mano y con la otra intentas hacerme pedazos.
Su voz suena más débil de lo que le gustaría admitir, pero su orgullo la obliga a levantarse. Un solo paso y ya está tambaleándose como un maldito cadáver ambulante. Resoplo con fastidio, y cuando la veo a punto de desplomarse, la sujeto antes de que se estrelle contra el suelo.
—Si vas a jugar a ser indestructible, al menos hazlo bien. Me repugna ver a alguien arrastrándose.
La levanto sin cuidado, como si fuera un trapo sucio. No porque no pueda hacerlo con más delicadeza, sino porque no pienso darle el lujo de creer que me importa más de lo necesario.