El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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14. Elian
El sol poniente filtraba su luz ámbar a través de las persianas medio cerradas, dibujando franjas doradas sobre la cama de hospital donde mi madre se sentaba. El aire olía a flores marchitas.
Mis dedos, pálidos y delgados por la enfermedad, jugueteaban nerviosos con el borde de la sábana áspera mientras preparaba mis palabras. El monitor cardíaco a mi lado marcaba un ritmo constante, cada pitido sincronizado con el tictac del reloj de pared, como si ambos contaran los segundos que me quedaban de silencio.
— Mamá.. — Mi voz sonó más ronca de lo esperado. Ella alzó la vista de inmediato.
Le conté todo. Cada palabra salía de mi boca como un pedazo de vidrio que tuviera que escupir. El plan. La mentira. Cómo me alejaría lentamente de Damien, cómo actuaría el papel del Omega ingrato hasta que el vínculo se rompiera por completo.
Sus manos, calentitas y ásperas de tanto trabajar, se cerraron sobre las mías con fuerza. Noté cómo sus uñas, siempre cortas y limpias pero nunca pintadas, temblaban levemente contra mi piel.
— Siempre fuiste pésimo mintiendo, mi cielo — susurró, con esa sonrisa triste que hacía aparecer las arrugas en las comisuras de sus ojos.
Una risa ahogada escapó de mis labios, transformándose rápidamente en un sollozo contenido. El monitor pitó más rápido por un momento.
Fue entonces cuando su expresión cambió, sus ojos brillaron con algo parecido a la esperanza.
— Oye, ¿te acuerdas de Alexander?— preguntó, acomodándose en la incómoda silla de plástico que crujió bajo su peso. — El chico de los poemas horribles.
Un recuerdo vívido apareció en mi mente: Alexander, alto y desgarbado a los diecisiete, parado frente a mi casa con un ramo de margaritas medio marchitas que había tomado prestadas del jardín de la señora Turner. Sus manos llenas de tierra, su sonrisa torcida mientras recitaba esos versos terribles que hacían rimar "amor" con "dolor" y "corazón" con "pasión" en el mismo poema.
— Claro que lo recuerdo — respondí, y noté cómo mis mejillas se calentaban levemente. — El loco que juró que me esperaría aunque tardara cincuenta años en ser libre.
El monitor cardíaco aceleró su ritmo de nuevo. Piiit—piiit. Piiit—piiit.
Mi madre sonrió, esta vez con genuina diversión.
— Bueno, pues sigue igual de terco — dijo, apartando un mechón de mi cabello de mi frente con gesto maternal. — Se mudó de vuelta al barrio la semana pasada. Ha estado preguntando por ti... todos los días.
— Me hizo prometer que te hablara de él — confesó, pasándomelo con cuidado. — Dice que no espera respuesta... pero yo conozco a los alfas testarudos.
Fue una buena tarde, pero el reloj avanzaba, el doctor Velázquez hizo su entrada y su salida, al tiempo que marcaba mi salida del hospital.
El sol de la tarde caía a plomo sobre el estacionamiento del hospital, quemando el asfalto y haciendo brillar los capós de los coches como espejos cegadores.
Mi madre me apretó con fuerza entre sus brazos, tan fuerte que sentí los botones de su blusa marcándose en mi pecho.
—Volverás a casa pronto— susurró contra mi hombro, y su voz tembló apenas, como si contuviera más de una promesa en esas palabras.
Asentí contra su cabello. El reloj de pulsera que siempre llevaba, el de mi padre, me rozó la nuca, frío contra mi piel.
—Lo prometo— mentí, sabiendo que quizás nunca cumpliría esa promesa.
Cuando nos separamos, sus manos se quedaron un segundo más sobre mis brazos, como si no pudiera soltarme del todo. Noté cómo sus ojos brillaban más de lo normal bajo la luz del atardecer, pero no dijo nada. Sólo me empujó suavemente hacia adelante, hacia donde el coche negro de la familia Vázquez esperaba con el motor en marcha.
Y allí, junto a la puerta trasera, estaba Damien.
Su silueta era más delgada que antes de la enfermedad, pero seguía siendo la misma que había aprendido a amar años atrás. El viento jugueteaba con los flequillos de su pelo, y sus manos, esas manos que tantas veces me habían acariciado, estaban metidas en los bolsillos de su chaqueta, como si no supiera qué hacer con ellas.
Miré hacia delante, hacia el coche. Hacia mi vieja vida.
Y caminé.
Pasé a su lado sin volver la cabeza, aunque cada paso me dolía como si pisara cristales rotos.
La puerta del coche estaba fría bajo mis dedos cuando la abrí. El asiento de cuero crujió bajo mi peso. Y cuando el vehículo arrancó, no miré atrás.
No hacia Damien.
No hacia el hospital.
El cristal de la ventana estaba frío contra mi frente mientras apoyaba la cabeza, viendo cómo el paisaje urbano se desdibujaba tras el vidrio empañado por mi aliento. El olor a chocolate blanco, dulce y espeso, se colaba entre las moléculas del aire acondicionado, envolviéndome en un aroma que conocía mejor que mi propio reflejo.
Conté mentalmente las líneas amarillas que pasaban velozmente en la carretera. Una. Dos. Tres. Cualquier cosa para no girar la cabeza. Para no comprobar si sus ojos,seguían clavados en su teléfono como fingía, o si, como sospechaba, estaban quemando un agujero en mi perfil.
El asiento de cuero crujió cuando Damien se movió.
—No necesitas preocuparte por nada—, dijo, su voz más áspera de lo habitual, como si las palabras le rasparan al salir. —Yo me encargaré de todo. Solo... concéntrate en sanar.
Apreté los puños sobre mis rodillas . El chocolate blanco se volvió más denso, casi empalagoso. Damien estaba conteniendo sus feromonas, pero el estrés las filtraba igual que la luz se cuela por las persianas mal ajustadas.
—Está bien—, respondí.
Dos palabras. Las menos sinceras que había pronunciado en mi vida.
El silencio que siguió fue tan espeso que podría haberlo cortado con el cuchillo de untar mantequilla de esas mañanas de domingo que ya no existirían. Damien respiró hondo, como si fuera a decir algo más, pero se quedó callado.
Seguí contando líneas amarillas.
Cuatro. Cinco. Seis.
El automóvil se detuvo frente al imponente edificio de vidrio y acero, su fachada reflejando el sol de la tarde en mil destellos fríos. A través de la ventana del coche, contemplé la estructura moderna que nunca llegué a considerar hogar. Él chófer apagó el motor.
El aire acondicionado seguía soplando, mezclándose con el aroma a chocolate blanco que emanaba de Damien.
La primera vez que vine aquí, el edificio me intimidó. Damien, notando mi incomodidad, me tomó de la mano con esa sonrisa torcida suya.
—No te asustes, solo es cemento y vidrio— había dicho, mientras el portero nos saludaba con una inclinación de cabeza. —Lo que importa está dentro.
Y qué cierto fue. Su departamento entonces era un caos encantador: libros apilados en el suelo, tazas de café olvidadas en cada superficie, una manta arrugada en el sofá donde solíamos acurrucarnos los domingos por la mañana.
Ahora el edificio parecía más alto, más frío. Las manos de Damien se movían hacia la puerta del carro. Podía sentir su mirada de reojo, pero seguí mirando hacia adelante, hacia el lobby pulcro y perfecto que se veía a través de las puertas de vidrio.
—No tienes que preocuparte por nada— repitió Damien, su voz más suave ahora. —Yo me encargaré de todo.
—Lo sé— respondí, sin convicción.
El portero se acercó, listo para ayudarnos con las maletas. Damien finalmente abrió su puerta, pero yo seguí sentado, paralizado por la realidad de lo que estábamos a punto de hacer: entrar juntos a un lugar que ya nunca sería nuestro.
El aroma a chocolate blanco se intensificó por un momento, y supe que Damien estaba luchando contra sus propias emociones. Pero cuando abrí mi puerta y el aire fresco de la tarde me golpeó el rostro, solo atiné a respirar hondo y dar el primer paso hacia nuestro final.