CADA DÍA

...[Stellina]...

El sol de la tarde se filtraba por las cortinas del penthouse, tiñendo la sala de tonos ámbar y dorado. Estaba sentada en uno de los sofás de Areu, con las piernas cruzadas y una copa de vino en la mano, mientras él hablaba por teléfono, caminando de un lado a otro, como solía hacerlo cuando esas llamadas aparecían de la nada.

Era algo en su postura: la espalda recta, el mentón ligeramente levantado, el ceño apenas fruncido. Su voz, aunque baja y en italiano, tenía un matiz de autoridad que no pasaba desapercibido. No era el tono de alguien que pedía favores. Era el de alguien que daba órdenes.

Y aunque eso solía despertar mis dudas, me recordé a mí misma que había elegido confiar en él.

Colgó la llamada, guardó el teléfono en el bolsillo con un gesto preciso, y su expresión cambió en un segundo. Era fascinante cómo podía pasar de esa seriedad impenetrable a mirarme con una calidez que derretía cualquier sospecha.

—Tutto bene, stellina? —preguntó con una sonrisa, usando ese apodo que me había puesto semanas atrás.

"Stellina." Su pequeña estrella. Al principio me había parecido cursi, pero de algún modo, cuando él lo decía con su acento italiano perfecto, sonaba como el halago más íntimo del mundo.

—Todo bien, —respondí, tomando un sorbo de vino.

Él asintió, acercándose con esa seguridad que parecía rodearlo como una segunda piel. Se sentó a mi lado, apoyando un brazo en el respaldo del sofá, sus dedos rozando distraídamente mi hombro.

—Asuntos del trabajo, —respondió, restándole importancia.

Asentí, aunque su trabajo seguía siendo un enigma para mí. Sabía que era dueño de la empresa en la que pronto trabajaría, pero había algo más. Algo que nunca decía en voz alta.

Decidí no pensar en eso. No hoy.

—¿Nerviosa por la graduación? —preguntó, cambiando de tema con esa facilidad que parecía dominar a la perfección.

—Un poco, —admití—. Es extraño pensar que en unos días todo cambiará. Ya no más clases, no más trabajos en grupo… ahora empieza la vida real.

Él sonrió de lado, esa sonrisa que parecía conocer más de la vida real de lo que estaba dispuesto a compartir.

—Estás más que lista, stellina, —dijo, sus dedos deslizándose por mi cuello de forma distraída, pero que lograban encender un cosquilleo en mi piel—. Eres brillante. Lo único que necesitas es creerlo tú también.

Sus palabras, simples pero cargadas de una seguridad que yo misma a veces no tenía, me hicieron sonreír.

Pasamos el resto de la tarde hablando de planes, riéndonos de anécdotas tontas de la universidad y soñando despiertos sobre viajes que podríamos hacer algún día. Era fácil imaginar un futuro con él, aunque no supiera cada detalle de su vida.

Más tarde, ya entrada la noche, estábamos en la terraza, mirando las luces de la ciudad. Areu estaba de pie, apoyado en la barandilla, con ese porte imponente que parecía natural en él. Yo me acerqué, rodeándolo por la cintura desde atrás, apoyando mi mejilla en su espalda.

—¿En qué piensas? —murmuré.

Tardó un segundo en responder.

—En ti, —dijo finalmente, girándose para mirarme. Su mano se deslizó por mi rostro con una ternura que contrastaba con la dureza que mostraba al mundo—. Y en lo fácil que es perderse contigo, stellina.

Me reí suavemente, aunque sus palabras me hicieron sentir un nudo en el pecho. Había algo en su mirada, en la forma en que sus ojos oscuros parecían sostener secretos que nunca se atrevería a decir en voz alta.

Y, aún así, lo amaba un poco más cada día.

No necesitábamos palabras esa noche. Solo el peso de su cuerpo junto al mío, sus labios en mi cuello, sus manos recorriéndome como si quisiera memorizar cada centímetro.

Esa era la forma en la que Areu hablaba cuando no podía decirlo todo. Con caricias, con miradas, con silencios llenos de significado.

Y yo, tonta o valiente, elegía escucharlo así.