En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 12: El Reino de los Tres Ecos
Capítulo 12: El Reino de los Tres Ecos
I. El Ritual de Sal y Sangre
La noche después de dejar la isla maldita, Artemisia no pudo dormir. El Espejo de Oricalco, guardado en su camarote, vibraba como si respirara. El aire estaba espeso, cargado de electricidad, y cada ola golpeaba el casco con una cadencia extraña, como un tambor fúnebre.
Selene entró en silencio, portando un cuenco de arcilla.
—Majestad —dijo con voz baja—. Las ruinas te marcaron. Tu reflejo ya no es solo tuyo. Debemos sellar lo que viste, o los ecos se derramarán sobre ti.
Artemisia la observó sin miedo.
—¿Qué propones?
Selene encendió un círculo de lámparas y colocó sal marina alrededor del lecho.
—Un rito de sangre. No para invocar, sino para escuchar. Esta noche soñarás con aquellos que aún no han nacido, pero que ya viven en tu sombra. Tus descendientes. Tus ecos.
La reina aceptó sin vacilar. Cortó su palma y dejó que la sangre cayera en el cuenco. El Espejo de Oricalco, al contacto con la ofrenda, estalló en un resplandor plateado. El mundo giró. Artemisia cerró los ojos.
Y cuando los abrió, ya no estaba en el barco.
II. El Reino de los Ecos
Se hallaba en un desierto de agua. El suelo era un espejo inmenso, líquido y sólido al mismo tiempo. El cielo no tenía estrellas, solo reflejos de sí misma multiplicados hasta el infinito.
De pronto, tres figuras emergieron del horizonte. Eran mujeres, cada una distinta, pero unidas por un mismo aire solemne. Artemisia comprendió al instante: no eran diosas, no eran fantasmas. Eran su linaje, las hijas de sus hijas, portadoras del juramento.
La primera tenía los brazos cubiertos de cicatrices y llevaba una espada partida. Su voz era grave:
—Soy tu eco de hierro. Lucharé mil guerras en tu nombre.
La segunda vestía un manto de sombras, con ojos que brillaban como cuchillas. Hablaba despacio, con veneno en cada sílaba:
—Soy tu eco de astucia. Gobernaré con engaño y sonrisa.
La tercera era la más joven, envuelta en silencio. Sus labios nunca se movían, pero su voz resonaba dentro de la mente de Artemisia:
—Soy tu eco de silencio. Yo callaré lo que debe olvidarse.
Artemisia las contempló con asombro. Eran distintas y, sin embargo, todas llevaban en el cuello la marca roja de su juramento.
III. El Mandato de la Reina
La reina se adelantó, el manto ondeando en un viento inexistente.
—Si sois mi descendencia, entonces lleváis mi sangre y mi deber. Escuchadme: el juramento no es plegaria, es espada. Debéis sostenerlo incluso cuando el mar se vuelva contra vosotras.
La guerrera del hierro levantó la espada rota.
—Lo sostendré con sangre, aunque la espada se quiebre.
La astuta sonrió apenas.
—Lo sostendré con mentiras, aunque todos me llamen traidora.
La del silencio bajó la cabeza.
—Lo sostendré con olvido, aunque nadie recuerde tu nombre.
Artemisia frunció el ceño.
—¿Olvido? Mi nombre debe resonar en mil años.
El eco de silencio alzó los ojos. Sus pupilas eran como mares oscuros.
—Reinarás mil años, como fue dicho. Pero después… el eco se romperá. El amor destruirá tu reflejo.
Artemisia sintió un escalofrío. La profecía de Erasmo Serpente volvía a perseguirla.
IV. El Futuro en Fragmentos
El espejo bajo sus pies se agrietó, mostrando escenas fugaces. Artemisia las vio con claridad:
Una reina de hierro que vencía ejércitos, pero moría joven, traicionada por los suyos.
Una reina de astucia que gobernaba envenenando a todos sus rivales, hasta morir sola en un palacio vacío.
Una reina de silencio que apagaba su voz, entregando la corona a un extraño.
Cada eco llevaba el juramento en la frente, pero todos terminaban quebrados.
Artemisia cerró los puños.
—Si mi linaje está condenado a repetir la caída, entonces yo seré la primera en romper el círculo.
La guerrera de hierro la miró con orgullo.
La astuta arqueó una ceja, como dudando.
La silenciosa bajó la mirada, con una tristeza infinita.
V. El Último Eco
El suelo se partió, y del abismo surgió una cuarta figura, inesperada. Era Artemisia misma, pero envejecida, con el rostro lleno de arrugas, los ojos apagados y la corona oxidada.
La anciana habló con voz temblorosa:
—Yo soy tu último eco. El que olvidarás, pero siempre existirá. No serás tú quien reine mil años… será tu sombra.
Artemisia avanzó hacia ella, desafiándola.
—Si mi sombra reina, es porque yo la forjé. No temo ser eco: temo no dejar huella.
Las palabras retumbaron, y las figuras se deshicieron en bruma.
VI. El Despertar
Artemisia abrió los ojos en su camarote. Selene estaba a su lado, pálida y agotada. El círculo de sal estaba roto, y el Espejo de Oricalco brillaba con una grieta nueva en su superficie.
Irina entró con prisa.
—Majestad, gritaste en sueños como si te arrancaran el alma. ¿Qué viste?
Artemisia respiró hondo.
—Vi lo que vendrá. Vi que mi juramento no termina conmigo. Somos una cadena, cada eslabón más fuerte o más débil que el anterior. Y aunque todas caigan, el eco seguirá sonando.
Selene se inclinó.
—¿Y qué hay del precio?
Artemisia miró la grieta del Espejo. En su reflejo, por un instante, vio de nuevo a la guerrera de ojos claros que le tendía la mano.
—El precio… aún no está cobrado.