Nueva
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Capitulo 11:
—Señorita Casas, eres de las que le gusta madrugar —
la voz del Decano López resonó firme, pero con un dejo de ironía, apenas cruzó la puerta.
Levanté apenas la mirada, lo justo para que nuestros ojos se encontraran por un segundo.
—No me gusta llegar cuando hay tanta gente —
respondí con calma, y luego agaché la cabeza de inmediato, refugiándome en mis apuntes como si fueran un escudo.
Él no insistió.
Caminó con pasos seguros hasta su escritorio, donde comenzó a sacar de su maletín lo que parecía ser un arsenal personal de herramientas de trabajo:
portaminas, escuadras, un laptop delgado y elegante.
Su organización era casi hipnótica.
Uno a uno, mis compañeros fueron entrando.
El murmullo en el salón creció hasta convertirse en un zumbido constante, y al fin, la clase comenzó.
Yo esperaba algo rutinario, aburrido quizá, pero lo que sucedió me dejó sin aliento.
El Decano encendió su computador, proyectó en la pantalla un plano y lo empezó a trabajar en AutoCAD con una destreza que me pareció casi sobrehumana.
Sus dedos se deslizaban con una velocidad endiablada sobre el teclado y el mouse, pero no había torpeza en sus movimientos:
cada línea, cada comando, todo era exacto, preciso, milimétrico.
Lo observaba fascinada, casi conteniendo la respiración.
¿Cómo puede alguien hacer que algo tan técnico se vea tan simple… incluso elegante?
Yo había practicado en casa, por supuesto, pero lo mío eran apenas intentos torpes en comparación con la seguridad y confianza que él transmitía.
Era obvio:
no se trataba solo de práctica, sino de experiencia, de una mente que pensaba en planos como si fueran su propio lenguaje.
En ese momento comprendí por qué lo llamaban Magíster.
Su nivel no estaba en discusión.
La clase terminó mucho más rápido de lo que esperaba.
Antes de despedirnos, nos dejó una serie de indicaciones:
ejercicios para diseñar nuestros primeros planos en el programa y, como si fuera poco, nos compartió un tutorial grabado por él mismo.
Mientras recogía mis cosas, levanté la vista y lo noté:
varios compañeros se habían quedado alrededor de su escritorio.
Chicas, sobre todo, aunque también algunos chicos.
Todos sonreían, hacían preguntas que a mí me parecían triviales, pero que ellos aprovechaban como excusa para alargar la conversación.
Me descubrí observando aquella escena con un dejo de sorpresa.
Claro, era inevitable…
pensé mientras ajustaba las gafas y guardaba mis apuntes.
López era joven, atractivo, de esos hombres que parecían inconscientes de su propio magnetismo.
No solo era su físico
—la línea marcada de su mandíbula, la intensidad de sus ojos—,
sino la forma en que se movía, cómo hablaba, incluso la seguridad con la que corregía un detalle en el plano de algún estudiante.
Puedo tener un trauma con los hombres, puedo sentir miedo cada vez que se acercan demasiado…
pero no soy ciega.
Lo veía claro:
era guapo, interesante, y además tenía una personalidad que irradiaba una sensualidad difícil de ignorar.
Me mordí el labio, incómoda con mi propio pensamiento.
No lo hace a propósito, así es él.
Natural.
Y quizás…
quizás eso es lo más peligroso.
Me levanté de mi asiento, recogí mi bolso y ya iba de salida cuando escuché su voz, clara y firme:
—Señorita Casas, ¿puede darme un minuto de su tiempo?
Me detuve en seco.
Miré mi reloj:
aún me quedaban diez minutos antes de la próxima clase.
Solté un suspiro y giré hacia él.
—Tengo poco tiempo, pero dígame, señor, ¿en qué le puedo ayudar? —
pregunté con cortesía, aunque por dentro mi estómago se apretaba.
—No tardaré mucho —
respondió, y de inmediato buscó en su escritorio algo que parecía ya tener preparado.
Tomó un carnet y me lo extendió.
—Toma.
Lo recibí con cierta desconfianza.
Al observarlo, mi confusión aumentó:
estaba a mi nombre, con el sello de la facultad y un número impreso.
Zona de parqueo 07.
—¿Qué es esto? —
alcancé a preguntar, levantando la vista para encontrarme con su mirada.
Él sonrió, apenas un gesto, pero cargado de intención.
—Es mi disculpa. Conseguí que me dieran una zona de parqueo exclusiva, y quiero dártela a ti. He notado cómo sufres cada mañana buscando dónde estacionar tu auto.
Me quedé muda.
Abrí la boca para responder, pero no salió nada.
Un calor incómodo me subió por el cuello hasta las mejillas.
¿Él… de verdad hizo esto por mí?
—Pe-pero… yo ya estoy acostumbrada, además… esa tarjeta se la dieron a usted —
balbuceé, incapaz de ocultar mi sorpresa.
—No te preocupes —
replicó con naturalidad—.
Ya tengo la mía. Pedí dos, y cuando expliqué de quién se trataba, me concedieron el otro lugar sin ningún problema.
Lo dijo como si no tuviera mayor importancia, como si fuera lo más sencillo del mundo.
Pero para mí no lo era.
Mis manos temblaban ligeramente sosteniendo aquel carnet.
—¿De quién… se trataba? —
pregunté en un susurro, queriendo saber qué había dicho de mí.
Sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad que me obligó a apartar la mirada.
—De mi mejor estudiante —
contestó sin dudar.
Una mezcla de orgullo y vergüenza me golpeó en el pecho.
Una sonrisa involuntaria se escapó de mis labios, tímida, apenas perceptible.
—Gracias, señor… —
alcancé a decir, con la voz un poco quebrada.
Guardé la tarjeta en mi bolso como si fuera un tesoro, y salí del salón apresurada, intentando no pensar demasiado en lo que eso significaba, pero sabiendo que había algo en sus gestos…
algo que iba más allá de la simple cortesía.