En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 10
"Mi querida madre…"
Después de todo, aquí estoy. Sentada junto al ventanal de mi aposento, mientras la brisa de la Alhambra acaricia las cortinas y perfuma el aire con olor a jazmín. El sol de la tarde se filtra con suavidad, dorando los muebles y tiñendo mi piel de nostalgia.
Mi bebé duerme plácidamente en su cuna de madera de nogal. Está tan hermoso, tan perfecto. A veces me acerco solo para escuchar cómo respira… como si fuera música que alivia mis dolores más profundos. Tiene la piel suave, como pétalo de rosa, y una expresión tan serena que me hace pensar que es un ángel que Dios me confió. Tiene mis ojos, dicen todos. Y cuando sonríe dormido, juro por mi alma que veo el reflejo de mi padre, tu rostro, y también algo de su padre… de Muley.
Es mi tesoro. Mi escudo. Mi legado.
Hoy por la mañana estuve en el harén, hablando con algunas concubinas. Las más jóvenes me escuchaban con atención mientras tejíamos en grupo. Les enseñé una puntada nueva que aprendí de niña, antes de todo esto. Les conté de las tierras verdes que me vieron nacer, sin dar demasiados detalles, pero las hice reír. Me gusta enseñarles. Me gusta guiarlas. Algunas me respetan. Otras me temen. Y algunas, las menos, aún me miran con desprecio. Pero ya no me duele. He aprendido que una reina no debe temer al juicio ajeno… sino a olvidar su propósito.
Y luego, madre… ocurrió lo incómodo. Mi cuñado entró a los jardines. Caminaba con ese aire de nobleza forzada que siempre lleva, fingiendo interés por las flores o por la poesía que recitan los bardos del patio. Pero no era eso lo que buscaba. No… sus ojos me buscaban a mí. Siempre lo hacen.
Se acercó con ese tono cortés y dulce que tanto usa cuando nadie nos mira. Hablamos unos minutos sobre el clima, sobre la música, sobre mi hijo. Pero entonces, sus palabras empezaron a volverse más densas, más intencionadas.
—“Zoraida, si las cosas hubieran sido distintas… tal vez el destino nos habría cruzado de otra forma.”
Yo solo sonreí, como suelo hacer. Di un paso atrás, fingí que debía revisar el bordado de una de las chicas, y cambié el tema con suavidad.
Él lo notó. Siempre lo nota. Pero no insiste. Sabe que yo no cruzo las líneas que definen la dignidad.
Y yo, madre, siempre pienso en ti… en cómo me enseñaste a mantenerme recta en los vientos más violentos.
Después de eso, regresé a mi aposento. Pedí que me trajeran mis telas y mis hilos. Bordé un poco mientras escuchaba las melodías suaves del laúd que tocaban en la galería. Me relaja coser. Es como si cada puntada cerrara una herida invisible. Después abrí un libro… uno de poesía andalusí. Me gusta perderme en esos versos. Me recuerdan que incluso en la prisión de la política, aún hay alma. Aún hay belleza.
Mi corazón late tranquilo esta tarde. Mi hijo duerme. Muley está en audiencia con sus visires. El palacio está en silencio… por ahora. Y yo, aquí, escribiéndote, soñando con tu voz, con tu regazo.
Estoy viva. Estoy de pie. Estoy resistiendo.
Y sobre todo, madre… soy madre. Y eso lo cambia todo.
Con amor eterno,
Zoraida
"Desde que soy madre, mi corazón tiene dos ritmos: el de mi hijo y el mío. Y ahora… uno más, que crece en mi vientre."
La mañana me recibió con el canto suave de los pájaros en el jardín de los arrayanes. Las fuentes murmuraban historias antiguas, y el aroma del pan recién horneado y del té de azahar flotaba por los corredores del palacio. Había dormido poco, pues mi niño lloró varias veces durante la noche. Aun así, me levanté con la frente en alto, como corresponde a una sultana.
Mi cuerpo ya no era el mismo de hace un año: mis caderas se habían ensanchado, mis pechos estaban llenos de leche, mi vientre otra vez abultado. Pero nunca me había sentido tan mujer, tan viva, tan dueña de mi destino.
Estaba sentada en una silla baja de marfil, con mi hijo acurrucado en mis brazos, envuelto en una manta color marfil bordada con hilos dorados. Le cantaba una melodía que Muley solía tararearme cuando aún no éramos más que un secreto bajo la luna. Él, pequeño príncipe de Granada, se dormía con una sonrisa, ajeno al mundo cruel que lo rodeaba.
—"Tiene tus ojos," —me dijo mi nodriza mientras me ofrecía un paño caliente para el cuello—, "pero el temperamento de su padre."
—"Tendrá el alma de ambos," —respondí—, "pero aprenderá de mí a ser justo."
Luego me acerqué a mi escritorio. Era una pequeña mesa tallada, decorada con marquetería de marfil y maderas nobles. Abrí mi libro de memorias y comencé a escribir:
"Hoy, mi hijo cumple cuatro meses. Ya me reconoce, se ríe cuando me ve y mueve sus manos como si quisiera tomar el mundo. Estoy embarazada otra vez… y a pesar del cansancio, siento que he sido elegida por Alá para algo grande. Granada me mira con desconfianza, pero también con esperanza. No soy de aquí, pero mi corazón sí lo es."
Después del desayuno, recibí a dos visires en el pequeño patio de mármol, donde colocaron cojines y nos sirvieron higos, pan de cebada y dátiles con miel. La conversación fue directa: hablaban sobre los nuevos tributos que exigían en el mercado, los rumores de rebeliones menores y la amenaza católica en las fronteras. Yo escuchaba en silencio, con las manos sobre mi vientre, y luego hablé con firmeza:
—“La opresión al pueblo no traerá obediencia, sino resentimiento. Si se les quita la paz de sus hogares, perderán la fe en nosotros. Si alguna espada se alza, será porque nosotros fuimos los primeros en romper el equilibrio.”
Me miraron con cautela. Yo sabía que algunos me consideraban una intrusa, una mujer extranjera con demasiada voz. Pero otros… otros sabían que yo no hablaba por ambición, sino por amor verdadero a Granada.
Por la tarde, recorrí el harén. Las concubinas me miraban con respeto, otras con celos escondidos. Aixa había vuelto a sembrar rumores sobre mí: que usurpaba el poder, que mi hijo era bastardo, que había embrujado a Muley. Pero yo no respondía con gritos. Me senté entre ellas con la frente en alto, les conté un cuento sufí, les pregunté por sus familias, les ofrecí perfume de rosas y frutos secos, y les hablé de dignidad:
—“Hoy, ustedes quizás sean esclavas… pero la esclavitud está en la mente. Ustedes pueden aprender, leer, crear, enseñar. Un hombre puede tener muchas mujeres, pero solo una es la madre de sus hijos. Y esa mujer… también puede ser su maestra.”
Vi ojos emocionados, otras bajaron la mirada. Aixa no estaba presente, pero yo sabía que sus oídos eran largos como serpientes.
Cuando cayó la noche, Muley vino a mis aposentos. Encontró a nuestro hijo dormido, y se sentó a mi lado mientras yo bordaba con hilos de seda. Su mano tomó la mía, su otra mano la apoyó con ternura sobre mi vientre.
—“¿Y si es niña?” —me preguntó.
—“Será la flor de la Alhambra. Bella, fuerte, libre. Como yo.”
Nos reímos juntos. Me besó la frente y me recitó un verso:
"Las estrellas se inclinan donde duerme tu sombra. Granada te honra, porque en ti encontró su luna."
Dormimos abrazados esa noche, entre luces tenues de velas y el murmullo lejano del Darro. Mi hijo soñaba tranquilo. Mi vientre latía con vida. Y yo… sentía que, por fin, había construido algo que ni el tiempo ni el odio de los hombres podrían borrar.
“La maternidad me cambió… pero también me reveló la soledad. Entre estas paredes doradas, entre sedas y alabastros, aún hay huecos que ni el oro ni los perfumes pueden llenar.”
Ese día el cielo estaba despejado, con el azul intenso que solo Granada sabe pintar sobre nuestras cabezas. Las golondrinas volaban bajo, y el murmullo de los patios, siempre aromatizados por el azahar, me acompañaban como un canto lejano de mujeres que me antecedieron. Me desperté temprano, con el canto del almuédano llamando al rezo. Ya no era sólo una esposa. Ya no era solo una extranjera. Ahora, era madre. Y esa palabra me sonaba a destino y responsabilidad.
Mi hijo ya tenía cuatro meses. Lo cargaba entre mis brazos, envuelto en un manto bordado con hilos de oro. Era una réplica en pequeño del emir: su piel trigueña y suave, sus ojos de un verde aceitunado que heredó de mí, pero con una intensidad que me recordaba a mi padre. A veces, cuando lo miraba fijamente, me parecía ver el rostro de aquel hombre que me enseñó a leer y a montar caballo, que ahora descansaba en el seno de Dios.
—“Abuelo está con Alá, mi amor…” —le susurré mientras lo acunaba en mi regazo—. “Él te conoce ya, y seguro te ama como yo… aunque nunca te haya tenido en brazos.”
Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no por tristeza. Era una emoción profunda, ancestral, como si miles de madres antes que yo me tocaran el hombro y me dijeran: “lo estás haciendo bien”.
Las criadas trajeron una bandeja de desayuno: pan de cebada caliente, mermelada de membrillo, dátiles rellenos de almendras, leche tibia y frutas de estación. Me senté en la terraza interior, rodeada de columnas labradas con versos del Corán. Mientras mi hijo jugaba con mis dedos, comí con lentitud. A mi lado, una de mis criadas de mayor confianza, Lamis, me observaba en silencio.
—“¿Crees que algún día sabrá todo lo que sufrí antes de tenerlo?” —le pregunté, sin apartar la vista del niño.
Lamis bajó la mirada y respondió suavemente:
—“Lo sabrá, señora. Pero no por sus palabras… sino por su fortaleza. Usted le enseña sin hablar.”
Más tarde, me vestí con una túnica azul índigo, bordada en los bordes con pequeñas granadas en hilo rojo. Me recogí el cabello rubio castaño y me coloqué el velo blanco que me cubría la cabeza, sostenido por una media luna de oro que Muley me regaló el día que el niño nació. Dejé mi rostro al descubierto, salvo cuando debía pasar por los pasillos centrales. La etiqueta era estricta: la esposa del emir debía mostrarse recatada… pero su mirada debía ser firme. Yo lo cumplía.
Ese día decidí escribir. Le pedí a Lamis que me pasara mi cuaderno de piel. Tomé la pluma y, mientras el niño dormía en su cuna, escribí:
> “Mi niño duerme. Hoy no estoy embarazada otra vez, como creí, pero tengo la certeza de que mi vientre ha sido santificado por una vida. Alá me lo dio. Y mientras lo tenga, mientras respire en mis brazos, viviré cada día como si fuera el primero. Granada aún me odia… y aún me ama. Pero yo no he venido a rogar amor. He venido a sobrevivir, y en esta cuna está mi victoria.”
Poco después llegó Muley. Entró en silencio, con su paso firme y elegante. Llevaba el rostro tenso, preocupado por los rumores de Castilla. Pero al verme, y al ver a nuestro hijo durmiendo, su expresión se suavizó. Se inclinó junto a mí y tomó mi mano.
—“¿Cómo está nuestro príncipe?” —me preguntó.
—“Soñando con estrellas… como su padre” —le dije, sonriendo.
Él me besó la frente, y durante un largo rato, nos quedamos los tres en silencio. No hacía falta decir nada. La vida hablaba sola, entre pañales perfumados, libros escritos y corazones que aún sanaban.