En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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No soy tuya
Las luces del pasillo parpadeaban, lanzando sombras raras en las paredes mientras Vincent me arrastraba sin el menor esfuerzo. Sus dedos se clavaban en mi muñeca como garras y cada paso que daba sentía cómo mi piel ardía bajo su agarre.
No aguanté más.
—¿Me ibas a vender a ese tipo? —solté de golpe.
—¿Por qué no lo hiciste? ¿Qué te detuvo? ¿Por qué me sacaste de ahí? ¿Por qué interrumpiste la prueba?
Vincent se detuvo tan bruscamente que casi choqué contra su espalda. Antes de que pudiera reaccionar, me giró y me estampó contra la pared.
—¡Ah! —solté un quejido cuando el impacto recorrió mi espalda, pero su mano grande se posó sobre mi boca, acallándolo al instante.
—¡Cállate!—espetó, su voz baja y grave.
Estaba demasiado cerca. Tanto que su aliento cálido chocaba contra mi piel y me envolvía ese maldito perfume amaderado que siempre llevaba.
Mi corazón latía desbocado, mientras me miraba con una intensidad que me dejó sin aire. No era solo enojo. Era otra cosa. ¿Quizás deseo? La verdad no quería averiguarlo y tampoco tuve tiempo de pensar más allá cuando su otra mano, libre, empezó a moverse.
Recorrió mi brazo. Luego mi hombro. Luego más abajo, hasta mi cintura, provocándome un escalofrío, que hizo que cerrará los ojos con fuerza, girando el rostro.
—Mírame —ordenó.
No lo hice.
—! Te dije que me mires!—gritó y su agarre en mi cadera se hizo más fuerte.
Hice una mueca de dolor girando la cabeza hacia él y abriendo los ojos, encontrándome con sus ojos oscuros, que miraban igual que aquel hombre al que estuvo apunto de comprarme, igual que esos hombres que me retuvieron. Me deseaba y mucho.
Saber aquella información no me alegro al contrario, solo hizo que mi agonía y desesperación aumentarán. Lo seguí mirando, hasta que al final, me soltó, aunque no sin antes reírse por lo bajo.
—Eres muy obstina, sin duda me gusta, pero no te ayudará aquí—murmuró, divertido.
Volvió a sujetarme por la muñeca y reanudó su camino como si nada.
Llegamos hasta la habitación. Vincent abrió la puerta, me empujó adentro y la cerró de un golpe seco. Mi respiración estaba agitada, pero no pensaba callarme.
—¿Por qué lo interrumpiste? —pregunté en voz baja.
Él me miró y una media sonrisa apareció en sus labios.
—No fue por compasión, si eso es lo que crees.
Sentí el estómago revolverse.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque sería un desperdicio venderte tan pronto.
Mi mente se quedó en blanco.
—¿Un desperdicio? —repetí, como si no hubiera escuchado bien.
Vincent se cruzó de brazos, apoyándose contra la pared con una expresión relajada.
—Eres una inversión, Isabella.
Mi cuerpo entero se tensó.
—¿Cómo sabes mi nombre?
No me contestó. Solo siguió hablando como si no hubiera dicho nada.
—Si te entrego ahora, puedo ganar una buena suma. Pero si espero y te entreno adecuadamente… bueno, digamos que tu valor se multiplicará.
La palabra "entreno" me cayó como un balde de agua fría. Mi garganta se secó.
—¿Y si nunca alcanzo ese valor? —pregunté, con la voz más frágil de lo que me habría gustado.
Vincent me miró de arriba abajo con una calma escalofriante. Luego, pasó la lengua por sus labios y sonrió.
—Si eso pasa… —susurró—. Me encargaré personalmente de que funcione.
Un frío paralizante me recorrió la espalda, pero se enderezó y caminó hacia la puerta, pero antes de salir, me lanzó una última mirada.
—Duerme bien, mañana empiezas a trabajar.
Mi pecho subía y bajaba con fuerza. Estaba a punto de relajarme, de al menos intentar pensar en un plan cuando se detuvo en el umbral.
—Oh, sí, se me olvidaba.
Giré el rostro, en tensión.
—A partir de ahora, te llamarás Sienna.
Fruncí el ceño al instante.
—¿Qué? No. Me llamo Isabella y no pienso cambiarlo.
Mi voz salió firme, aunque mis brazos cruzados eran más un intento de ocultar mi nerviosismo que un acto de rebeldía.
Vincent suspiró, cerrando la puerta tras él con una calma inquietante que parecía envolver todo a su alrededor. Caminó hacia mí, sus pasos medidos, su presencia dominante.
—Tu nombre, tu vida, todo lo que eras, dejó de existir —dijo, su voz tan fría como su mirada.
—Eres otra persona ahora y será más fácil para ti si lo aceptas.
—¿Más fácil? ¿Para quién? —espeté, mis palabras llenas de frustración.
La rabia y el miedo volvían a mezclarme de nuevo.
—No voy a obedecer cada una de tus órdenes como si fuera una muñeca —le dejé claro, sintiendo cómo la presión aumentaba en mi pecho.
Vi el destello de irritación en sus ojos antes de que avanzara hacia mí con un paso decidido. Antes de que pudiera reaccionar, me agarró por las muñecas y me empujó contra la cama con tal fuerza que un jadeo escapó de mi boca cuando mi cuerpo se hundió en el colchón. Intenté zafarme, pero su agarre era firme, casi doloroso.
—Obedecerás, porque no tienes elección —susurró, acercándose más.
Su aliento cálido se mezclaba con la frialdad de su mirada, algo que me estremeció hasta los huesos.
—¡Me perteneces. Todo de ti lo hace!
Mi cuerpo se tensó, luchando por liberarme, pero él no me soltó. Su agarre era inquebrantable, como si ya estuviera decidido.
—¡Déjame ir! —grité, sintiendo el pánico que crecía dentro de mí.
Vincent no reaccionó de inmediato. En lugar de eso, su sonrisa se ensanchó, burlona. Bajó la cabeza lentamente hasta que sus labios rozaron los míos, un contacto fugaz, pero lo suficientemente cercano para dejarme sin aliento.
El aire en la habitación se volvió denso, como si todo se estuviera cerrando a mi alrededor. El perfume de Vincent, con su mezcla de madera y tabaco, me envolvía, agobiándome.
—Si quiero cambiarte el nombre, lo haré. Si quiero tocarte... lo haré —su voz era baja, tranquila, como si estuviera hablando de lo más natural del mundo.
—¿Y sabes por qué? ¡Porque todo de ti me pertenece ahora! Tu cuerpo, tu vida, hasta lo que piensas... nada de eso es tuyo ya.
Sacudí la cabeza, sintiendo cómo la desesperación comenzaba a apoderarse de mí.
—¡Eso no es cierto! —grité, aunque mi voz sonó más a una súplica que a una afirmación firme.
Vincent sonrió, pero sus ojos no reflejaban compasión, solo una calma peligrosa.
—Oh, preciosa… claro que lo es. Mírate. ¿Puedes irte? ¿Puedes decidir qué ropa ponerte? ¿Puedes negarte cuando ordeno algo?
Mi estómago se revolvió al escuchar sus palabras. Intenté moverme, intentar luchar, pero todo mi cuerpo estaba tenso, paralizado por el miedo. Entonces sus dedos se deslizaron hacia mi muñeca, levantándola con facilidad, como si no pesara nada.
—No puedes. Porque no tienes control. Yo lo tengo —dijo con una seguridad que me hizo temblar.
Mi voz se apagó. Intenté encontrar el coraje para responder, pero todo lo que conseguí fue un hilo de voz, casi inaudible.
—No... —fue todo lo que logré decir, mi mente aún luchando por encontrar una salida.
Vincent se inclinó hacia mí, su aliento cálido rozando mi mejilla.
—No hay nadie aquí que pueda salvarte. No hay nadie que te escuche. Nadie que te crea.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, porque sabía que, en el fondo, tenía razón.
—Puedes pelear, claro —continuó, divertido, como si todo esto fuera un juego para él.
—Puedes gritar, arañar, maldecir… incluso puedes intentar matarme si quieres.
Su mano bajó lentamente hasta mi cintura, rodeándola con una facilidad escalofriante.
—Pero al final del día, seguirás aquí. Y yo seguiré decidiendo qué hacer contigo, justo como ahora.
Las lágrimas amenazaban con salir, pero me negaba a darle esa satisfacción. No iba a llorar frente a él.
—No me vas a romper —musité con todo el coraje que me quedaba.
Vincent ladeó la cabeza, su sonrisa creciendo mientras me observaba con una calma perturbadora.
—¿De verdad? —preguntó, con algo en la voz que no supe identificar.
Y sin más, sus labios se apoderaron de los míos en un beso feroz, sofocando todo intento de resistencia. Un beso que no pedí, que no quise, pero que él no dudó en tomar, sin preocuparse por lo que yo pensara o sintiera.
Mientras me besaba, su mano se deslizó sin ninguna delicadeza por mis muslos, tocando como si todo mi cuerpo le perteneciera. Sus dedos ásperos se deslizaron por mi tanga que tiró provocándome un fuerte dolor, grité con todas mis fuerzas, lo que pareció darle aún más placer. Siguio tirando hasta que el elástico del tanga dio de si y se rasgó.
Intenté liberar mis manos o girar mi rostro para que dejara de besarme, pero a duras penas logré nada, era más fuerte que yo y todo su peso estaba sobre el mío.
Pero no me rendí, y continué luchando, aunque sabía en el fondo de mi ser que era inútil, así que en un último esfuerzo intenté cerrar mis piernas para evitar que siguiera pero él fue más rápido y colocó su rodilla para impedirlo.
—De eso nada, preciosa—murmuró en mi oído tirando de este.
—Por favor... por favor.... No...—Murmurré sintiendo las lagrimas deslizarse por mis ojos.
—¿Ya estás suplicando?—Preguntó con sorna.
—¿Y qué pasó con la chica que decía que no se iba a romper? —su voz sonó burlona, tan cerca de mis labios que casi sentí su aliento.
Su mirada me taladraba, oscura y hambrienta, como si disfrutara verme así, temblando.
Sentí un nudo en la garganta. Rabia. Miedo. Frustración. Vergüenza. Todo junto, chocando dentro de mí, haciéndome sentir atrapada. No quería suplicarle. No quería darle la satisfacción de verme derrotada. Pero sus manos… su maldito tacto me quemaba la piel.
—No… —murmuré, intentando apartarme.
Él sonrió, divertido, como si mi resistencia fuera solo un juego para él.
—Vamos, Sienna —pronunció mi supuesto "nuevo nombre" con burla.
—¿No estabas muy valiente hace un momento?
Apreté los dientes, odiando la forma en que me llamaba. Yo no soy Sienna. No soy suya, pero cuando su mano volvió a moverse, supe que no tenía opción.
—Por favor… —mi voz salió rota, ahogada—. Haré lo que quieras, pero… no hagas esto.
Y entonces, se detuvo. Soltó un suspiro pesado y, de repente, me soltó como si le hubiera quemado. Me quedé ahí, paralizada, mientras mi cuerpo intentaba entender qué acababa de pasar.
El pánico seguía anclado en mi pecho cuando me apresuré a cubrirme con las sábanas, alejándome de él lo más que podía en esa cama enorme.
Él se quedó ahí, mirándome. No con lástima, no con culpa. Solo con ese mismo brillo oscuro en sus ojos que me revolvía el estómago.
—¿Por qué…? —mi voz apenas era un susurro.
Vincent sonrió de lado, con ese aire de autosuficiencia que tanto odiaba.
—Porque me gusta jugar contigo —respondió simplemente.
Se pasó la lengua por los labios y se giró hacia la puerta con su maldita calma de siempre. Pero antes de salir, se detuvo.
—Y deja de pensar que tienes opción —dijo sin volverse—. No la tienes.
El sonido de la puerta cerrándose resonó en la habitación como un golpe seco. Me quedé ahí, abrazando las sábanas con fuerza, sintiendo cómo todo dentro de mí se rompía en mil pedazos.