En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
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03/04/2026
Anoche soñé con Madison. No sé cómo era su voz, pero en mi mente sonaba suave, firme… humana. Era una voz que atravesaba el ruido blanco del miedo, como si conociera mis pensamientos más oscuros y aun así no se apartara. En el sueño estábamos sentados en un parque de árboles verdes imposibles, los mismos que ahora solo existen en la memoria de los pocos que sobrevivimos. No había ruinas ni cenizas, solo vida.
Ella me miraba con una serenidad que dolía. Me dijo: "No te detengas, Joel". Luego, antes de que pudiera responder, se desvaneció en una ráfaga de viento que llevaba consigo el aroma de un mundo perdido.
Desperté temblando, con el eco de su voz aferrándose a mi mente como una promesa.
Hoy apenas me atreví a moverme. Permanecí horas enteras tendido en el rincón más oscuro del refugio, escuchando los sonidos del mundo en ruinas. Ruidos secos, pasos, gruñidos lejanos. No sé si eran humanos, animales... o algo peor. El miedo se ha vuelto una presencia física, un peso que aplasta mis pulmones. Me susurra que me quede quieto, que cada movimiento puede ser el último.
Mi refugio, este sótano húmedo y agrietado bajo una vieja tienda de electrodomésticos, se ha convertido en mi tumba anticipada. El techo gotea cuando llueve, llenando de agua sucia los charcos que intento evitar. He organizado un pequeño sistema: una esquina para dormir, otra para las pocas provisiones que aún no han sido saqueadas por las ratas, humanas o no.
Mi “riqueza” consiste en seis latas abolladas de conserva, un paquete de galletas rotas y media botella de agua estancada que cada vez sabe más a óxido. A veces me pregunto si moriré envenenado por ella antes de que algo peor me encuentre.
Durante horas seguí el recorrido de una grieta que serpentea por la pared, como un mapa hacia un lugar que nunca alcanzaré. Enciendo la radio que rescaté del polvo solo para escuchar su incesante estática, esa nada que llena la habitación cuando ya no hay voces humanas. Pero a veces…
A veces creo que entre los ruidos distorsionados oigo susurros. No palabras, sino retazos: promesas de un refugio, fragmentos de oraciones rotas. No sé si es real o si mi mente, cansada y sedienta de compañía, está fabricándolos.
Hoy, al caer la tarde, escuché pasos sobre mi cabeza. No eran pasos normales. Algo arrastraba los pies, como si caminara sin saber bien cómo. Me quedé inmóvil, aferrado al mango oxidado de un cuchillo que apenas serviría para cortar pan.
Los pasos se detuvieron justo encima. Un gruñido bajo resonó en el techo. Algo cayó pesadamente, como un cuerpo desplomándose. Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho.
Me quedé así, conteniendo la respiración, durante lo que pareció una eternidad.
Ahora escribo a la luz de una vela que se consume rápido, proyectando sombras que se estiran y bailan sobre las paredes agrietadas. Siento que cada chisporroteo de la llama es un suspiro del mundo muriendo un poco más.
No sé si veré otro amanecer.
Pero mientras pueda escribir, mientras pueda recordarme a mí mismo que existo, seguiré haciéndolo.