«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Subiendo las Escaleras
El botón rebelde no fue el único percance. Mientras Don Pepe se inclinaba para recoger una maleta, su walkie-talkie se enganchó en el picaporte de la garita, y al girarse bruscamente, el aparato salió volando, aterrizando directamente en el bolso abierto de Marta.
—¡Mi comunicador! —exclamó Don Pepe, lanzándose dramáticamente hacia el bolso.
—¡Mi intimidad! —respondió Marta, abrazando su bolso protectoramente.
El forcejeo resultante provocó que el walkie-talkie comenzara a transmitir:
—Aquí Don Pepe, repito, Don Pepe en una situación comprometida con la nueva vecina del 3ºB, cambio.
La voz resonó en todos los walkie-talkies del edificio, incluyendo el de María Alejandrina, que se escuchó desde algún piso superior:
—¡PEPE!
El ascensor, como si fuera cómplice de las intenciones de Don Pepe, eligió ese momento para estar fuera de servicio. Un cartel escrito a mano rezaba: "Averiado por causas técnicas (y románticas)". La última parte estaba tachada, pero aún era legible.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el vigilante, con un entusiasmo sospechosamente exagerado—. Tendremos que subir por las escaleras. Yo iré delante para... marcar el camino. Aunque quizás sería más seguro que vaya detrás, por si alguna maleta se cae hacia atrás, claro.
—Vamos a organizarnos —dijo Ernesto, consultando su reloj por enésima vez—. Marta, cariño, tú delante para que marques el ritmo. Don Pepe en medio con las maletas, y yo detrás para... supervisar.
El vigilante contuvo una sonrisa mientras sus ojos brillaban con anticipación mal disimulada. La disposición no podía ser más perfecta si la hubiera planeado él mismo.
Los tacones de Marta comenzaron su ascenso rítmico por los escalones de mármol. Su falda lápiz rosada, esa que Ernesto había insistido que se pusiera esa mañana ("Es lo más adecuado para dar una buena primera impresión", había dicho), se tensaba con cada escalón conquistado. Don Pepe, estratégicamente ubicado en medio de la comitiva, se encontró de pronto con una vista que ningún calendario de su garita podría igualar.
—Cuidado con ese escalón, está un poco... resbaladizo —advirtió Don Pepe con voz entrecortada, aunque el escalón en cuestión estaba tan seco como su garganta en ese momento.
Marta subió el siguiente escalón con especial cuidado, provocando que la tela de su falda se estirara aún más. Un destello de encaje color crema se insinuó por un segundo, como un relámpago de tentación en una tarde de verano.
Don Pepe tropezó con sus propios pies, casi dejando caer la maleta.
—¿Todo bien ahí? —preguntó Ernesto desde su posición, ocupado con su propio equipaje.
—¡Per-perfectamente! —respondió Don Pepe, ajustándose el cuello de la camisa—. Solo estaba... admirando la... arquitectura.
—Es verdad que el edificio tiene unos acabados preciosos —comentó Marta inocentemente, inclinándose para acariciar la barandilla modernista.
Don Pepe ahogó un gemido que intentó disfrazar como tos. La "arquitectura" que estaba admirando no tenía nada que ver con el estilo modernista del edificio.
—La... la verdad es que cada escalón ofrece una perspectiva única —balbuceó, mientras sus ojos seguían el hipnótico vaivén rosado que ascendía delante de él.
Un rayo de sol atravesó la vidriera del rellano, proyectando un caleidoscopio de colores sobre la figura de Marta. La tela de su falda, ahora semi transparente bajo la luz, revelaba el contorno de una diminuta prenda interior que parecía más sugerir que ocultar.
*Bendito sea el arquitecto que diseñó estas escaleras*, pensó Don Pepe, *y bendito sea Ernesto por su brillante idea de la formación*.
La escalera del edificio era un laberinto vertical de mármol gastado y barandillas modernistas que serpenteaban hacia arriba como una invitación a la aventura. Cada rellano tenía una pequeña ventana con vidrieras de colores que proyectaban manchas de luz como confeti sobre las paredes de papel pintado vintage. El eco amplificaba cada sonido, cada suspiro, cada tacón contra el mármol, convirtiendo la subida en una sinfonía de intenciones no declaradas.
Mientras iniciaban el ascenso, una voz estridente resonó desde el primer piso.
—¡Nuevos vecinos! ¡Qué maravilla!
Era Elvira, que apareció en el rellano vistiendo una bata de peluquería tan llamativa que habría hecho parecer discreto a un árbol de Navidad. Su sonrisa brillaba tanto como los rulos dorados que coronaban su cabeza, y su escote competía en profundidad con el Gran Cañón del Colorado.
*Al menos no seré la única que llame la atención*, pensó Marta con cierto alivio.
—Soy Elvira, del 1ºA —se presentó, gesticulando con tanto énfasis que uno de sus rulos amenazó con convertirse en un proyectil—. ¡Tenemos que tomar un café! Conozco todos los secretos del edificio. Como por qué el ascensor se "avería" misteriosamente cuando hay mudanzas de vecinas guapas.
Don Pepe, que había conseguido subir tres escalones con la maleta, se detuvo para recuperar el aliento y defenderse.
—Los ascensores tienen... criterio propio... —jadeó, mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Como mi corazón, que late más fuerte en presencia de la belleza.
—Tu corazón va a latir en urgencias como sigas subiendo escaleras con esa barriga, Pepe —respondió Elvira con una carcajada.
La peluquera se acercó a Marta con la confidencialidad de quien está a punto de revelar un secreto de estado:
—Querida, en este edificio las paredes no solo oyen, ¡toman notas! ¿Ves esas manchas en el papel pintado? —señaló unas marcas que parecían manchas de humedad—. Son mapa de todos los romances que han florecido aquí. Ese corazón borroso del tercero es de cuando la señora del 4ºA se fugó con el repartidor de bombonas.
—¡Elvira! —interrumpió Don Pepe, que seguía jadeando dos escalones más arriba—. No asustes a los nuevos vecinos con historias...
—¿Historias? —Elvira alzó una ceja perfectamente delineada—. ¿Como la vez que te quedaste encerrado en el ascensor con la profesora de yoga del 2ºC y "casualmente" se fue la luz?
—¡Fue un problema técnico! —se defendió Don Pepe, aunque su rostro había adquirido el color de los geranios del patio.
—Tan técnico como tu repentino interés por el yoga... —murmuró Elvira con una sonrisa maliciosa.
En el segundo piso, Rogelio asomó la cabeza desde su puerta, aparentemente ocupado en arreglar una cerradura. Sus ojos se detuvieron en Marta como si hubiera encontrado la tuerca que llevaba buscando toda su vida. El destornillador bailaba nerviosamente entre sus dedos manchados de grasa.
—Si necesitan... cualquier cosa... —murmuró, antes de que un ruido metálico delatara que había dejado caer su herramienta—. Especialmente si el grifo gotea, o la cama rechina, o... cualquier cosa que necesite un hombre con... herramientas.
Marta sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado del pasillo. *¿Es mi imaginación o en este edificio todo suena a doble sentido?*
El taller improvisado de Rogelio en el pasillo era un caos organizado de herramientas y deseos no expresados. Mientras fingía concentrarse en la cerradura, una llave inglesa se deslizó de su caja de herramientas, rodando directamente hacia los pies de Marta.
—Yo... eh... la recogeré —se ofreció, agachándose al mismo tiempo que Don Pepe, resultando en un choque de cabezas que resonó por todo el edificio.
—¡Ay! —exclamaron al unísono.
—Los únicos tornillos que tienes sueltos están en la cabeza, Rogelio —comentó Don Pepe, frotándose la frente.