Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Una Noche de Locura
La luz del amanecer se filtraba tímidamente a través de las cortinas de seda, dibujando patrones irregulares sobre el rostro de Julieta. Un martilleo incesante en sus sienes la obligó a abrir los ojos, solo para cerrarlos de inmediato ante el resplandor que inundaba la habitación. No era su habitación. El aroma a sándalo y cuero que flotaba en el aire era demasiado masculino, demasiado... desconocido.
—Mmmm... —Un gruñido a su lado la hizo dar un respingo.
Julieta giró la cabeza con la misma velocidad que un perezoso artrítico, cada movimiento enviando pequeñas punzadas de dolor desde su cuello hasta la base del cráneo. El tictac del reloj de pared resonaba como un martillo neumático dentro de su cabeza. Contuvo el aliento, no tanto por la cautela como por el temor a que el simple acto de respirar aumentara la sensación de que su cerebro estaba haciendo malabares dentro de su cráneo.
A su lado, un bulto bajo las sábanas emitía suaves ronquidos rítmicos. «Por favor, que sea guapo», rogó mentalmente mientras se aventuraba a mirar. Lo primero que vio fue una mata de cabello negro azabache, tan revuelto que parecía que un tornado hubiera jugado con él toda la noche. El desconocido dormía boca abajo, con un brazo musculoso colgando por el borde de la cama y la cara parcialmente hundida en una almohada que, a juzgar por su inmaculada blancura y suavidad, probablemente costaba más que todo su guardarropa.
Su perfil... Julieta tuvo que morderse el labio para contener un silbido de apreciación. Nariz recta, mandíbula cincelada, pestañas largas que proyectaban pequeñas sombras sobre sus pómulos. «Bueno, al menos tengo buen gusto cuando estoy borracha», se consoló.
—¿Qué demonios pasó anoche? —susurró tan bajito que las palabras apenas rozaron el aire.
Como si su cerebro hubiera estado esperando la pregunta, las imágenes comenzaron a desfilar por su mente igual que una presentación de PowerPoint mal sincronizada. Flash: ella en el bar de Malasaña, ese con las paredes cubiertas de pósters vintage y las luces de neón rosa. Flash: un grupo de desconocidos cantando "Living on a Prayer" como si les fuera la vida en ello. Flash: ella subida a la barra, con una diminuta sombrilla de cóctel detrás de la oreja, proclamando que el tequila era "básicamente agua con actitud".
«Oh, no. El tequila».
Las imágenes se aceleraron. Una ronda de chupitos. Otra más. El guapo desconocido —que ahora roncaba suavemente a su lado— retándola a un duelo de tequila mientras sus amigos coreaban "¡Fondo! ¡Fondo!". Ella ganando y haciendo un ridículo baile de la victoria. Y luego... ¿por qué recordaba el sonido de campanas?
Un destello captó su atención desde el rabillo del ojo. Algo brillante. Metálico. Julieta alzó su mano izquierda con la misma lentitud con la que uno levantaría la tapa de una caja potencialmente llena de serpientes. La luz matinal que se colaba por las cortinas hizo destellar el objeto en cuestión: un anillo de oro que abrazaba su dedo anular como una sentencia judicial.
Su cerebro, aún medio adormecido por la resaca, tardó tres segundos exactos en procesar la información.
Uno: «Qué bonito anillo».
Dos: «Espera, ¿por qué tengo un anillo?».
Tres: «OH. POR. DIOS».
El grito que amenazaba con escapar de su garganta se transformó en un chillido agudo que sonó como un globo desinflándose. Se llevó la otra mano a la boca, mordiendo su puño para contener el pánico mientras sus ojos permanecían fijos en el anillo, que parecía burlarse de ella con cada destello.
«Vale, Julieta, respira. Seguro que tiene una explicación perfectamente razonable. Quizás es un anillo de juguete. O un sueño. O tal vez has entrado en una dimensión paralela donde casarse con desconocidos guapísimos es lo normal. ¿No había una película así?»
—No, no, no... —susurró, incorporándose de golpe.
El movimiento brusco despertó a su compañero, quien abrió los ojos revelando unos intensos iris color avellana. Por un instante, ambos se miraron en silencio.
—Buenos días —murmuró él, con una voz ronca que hizo que algo se removiera en el estómago de Julieta.
—Eh... hola —respondió ella, aferrándose a la sábana—. Soy Julieta.
—Marco —contestó él, y entonces sus ojos se posaron en el anillo que ella llevaba. Su rostro palideció—. Oh, Dios mío.
La realización los golpeó simultáneamente cuando Marco levantó su propia mano, revelando un anillo idéntico.
La memoria golpeó a Julieta con la sutileza de un elefante en una tienda de porcelana. Ahí estaba ella, con el vestido negro de cocktail torcido y los tacones colgando de una mano, mientras Marco —ahora recordaba su nombre gracias a haberlo gritado aproximadamente cincuenta veces durante sus votos improvisados— la cargaba escaleras arriba hacia una capilla que parecía sacada de una postal antigua de Madrid.
«¡Más alto!», se había reído ella, extendiendo los brazos como Kate Winslet en Titanic, mientras él trastabillaba en los escalones de piedra. Su corbata, ahora convertida en una improvisada banda para el pelo de Julieta, se balanceaba con cada paso.
—¡Cuidado con el vestido! —había advertido ella entre risas—. Es mi vestido de novia. Bueno, técnicamente es mi vestido de "salir de copas convertido en vestido de novia", pero los detalles no importan.
El oficiante, un hombre bajito con gafas de media luna y una sonrisa que sugería que no era la primera boda improvisada que presidía esa noche, les había recibido con un «¡Ah, más almas gemelas!» que sonaba demasiado entusiasta para las tres de la madrugada.
Los papeles sobre el escritorio de madera gastada habían bailado frente a sus ojos como si estuvieran escritos en arameo. Julieta recordaba haber garabateado su firma con la misma concentración que un cirujano en medio de una operación a corazón abierto, sacando la lengua por el esfuerzo y todo.
—Tu turno, futuro señor mío —había canturreado, pasándole el bolígrafo a Marco, quien lo había tomado con la solemnidad de quien firma un tratado internacional.
—¿Sabes que esto es legalmente vinculante? —había murmurado él, su voz mezclando preocupación con una risa contenida.
—¡Shhh! —ella le había puesto un dedo sobre los labios—. Menos legalidades y más romanticismo, señor abogado.
El recuerdo se disolvió como un cubito de hielo en un vaso de tequila, dejándolos a ambos mirándose en el presente con ojos como platos.
—Nos casamos —las palabras brotaron de sus bocas simultáneamente, como si hubieran ensayado el momento.
El silencio que siguió fue tan denso que Julieta casi podía oírlo zumbar. Empezó como un cosquilleo en la boca del estómago, subió por su garganta y, antes de que pudiera controlarlo, una carcajada escapó de sus labios. No una risita nerviosa, no una risa educada, sino una auténtica carcajada que sacudió toda la cama.
—¡Pfffft! —intentó contenerla tapándose la boca con ambas manos, pero fue inútil. La risa brotaba como una fuente, incontenible y contagiosa—. ¡Nos... nos casamos! ¡En una capilla! ¡Y yo llevaba tu corbata en el pelo!
Se dejó caer hacia atrás en la cama, su cuerpo temblando con espasmos de risa mientras las lágrimas amenazaban con arruinar lo que quedaba de su rímel de la noche anterior. La absurdidad de la situación la golpeaba en oleadas: el vestido negro convertido en improvisado vestido de novia, los votos matrimoniales salpicados de referencias a series de Netflix, el ramo improvisado hecho con servilletas de papel del bar...
—Y... y... —intentó hablar entre risas— ¡usamos un anillo de una máquina expendedora como anillo de compromiso! —logró articular, señalando el brillante círculo de plástico dorado que aún adornaba su dedo índice, testigo mudo de su compromiso pre-boda.
«Si Marina me viera ahora», pensó, imaginando la cara de su hermana mayor al enterarse de que su pequeña Jules se había casado en una ceremonia donde el "algo prestado" había sido una corbata de diseñador convertida en accesorio para el pelo, y el "algo azul" había sido el sello de entrada del bar estampado en su muñeca.
—Esto no puede estar pasando —Marco se pasó una mano por el rostro—. Yo no hago estas cosas. Soy abogado, por el amor de Dios.
—Pues felicidades, señor abogado —respondió Julieta, incapaz de contener una sonrisa traviesa—. Ahora también eres un marido.