Zona roja

No hubo ceremonia. No hubo discursos ni medallas. Ser promovidas a oficiales en formación fue casi como cambiar de uniforme. Sin embargo, todo era diferente. El silencio que nos rodeaba en la nueva zona del campamento era más denso, más tenso. Como si nadie respirara demasiado fuerte por miedo a romper algo.

La mañana comenzó con un comunicado: misión táctica real en Zona Roja. Un sector clasificado, al otro lado del valle, conocido por ser un nido de actividad rebelde. Habíamos oído rumores, pero nunca pensamos que nos enviarían tan pronto.

—¿Zona Roja? —preguntó Dalia, revisando su tableta táctica—. Apenas nos promovieron. Esto es demasiado rápido.

—O nos tienen fe o quieren ver si sobrevivimos —comentó Maya, afilando su cuchillo.

—No están jugando —añadió Eliza mientras revisaba su rifle—. Este nivel es diferente. Aquí mueren personas de verdad.

No hacía falta que lo dijeran. Ya lo sabíamos. Lo sentíamos en el ambiente.

El equipo al mando era mixto: nosotros cuatro y dos oficiales veteranos. Uno era el Teniente Gael Navarro, condecorado por varias operaciones encubiertas. El otro, la Sargento Ivana Ríos, una leyenda silenciosa dentro de la base.

Ambos eran estrictos, fríos y no estaban allí para hacernos sentir bienvenidas.

—No esperen que los tratemos como aprendices —dijo Gael, sin siquiera mirarnos directamente—. Están en una operación real. Si fallan, mueren. Y si mueren, nos arrastran con ustedes.

—Entendido, señor —respondimos al unísono.

Nos subieron a un helicóptero antes del amanecer. El zumbido de las hélices, las luces rojas de advertencia parpadeando en la cabina, el olor a metal, todo me hacía sentir que estaba entrando en otra dimensión. No éramos cadetes. Éramos soldados.

Durante el vuelo, repasamos la misión: interceptar un convoy de tráfico ilegal de armamento en las colinas de Laramar. Objetivo: asegurar la zona, detener al líder, recuperar información.

Parecía simple.

No lo era.

Al llegar al punto de descenso, la tensión era palpable. Gael nos repartió roles: Maya y yo íbamos al frente, Eliza y Dalia en cobertura, los oficiales cerraban la formación.

El terreno era denso, cubierto de maleza, con el cielo amenazando tormenta.

—No bajen la guardia —susurró Ivana por el comunicador—. Este tipo de misiones cambian en segundos.

Caminamos durante casi una hora en completo silencio. Solo el crujido de las botas sobre ramas secas rompía el aire.

Entonces, el primer disparo.

Una bala silbó junto a mi oreja y golpeó un árbol. Me lancé al suelo por instinto.

—¡Fuego enemigo! —grité.

El caos se desató. Disparos por todos lados. Maya rodó a la derecha, buscando cobertura. Dalia lanzó una granada de humo sin que nadie se lo pidiera. Eliza respondió fuego con precisión quirúrgica.

—¡Están rodeándonos! —avisó Gael.

Me arrastré hacia un saliente y vi movimiento entre los arbustos. Apunté. Disparé. Silencio.

Mi respiración era como un tambor en mis oídos. Todo se volvía más real de lo que jamás había imaginado.

—¡Necesito apoyo en la colina norte! —gritó Ivana.

Maya y yo nos movimos juntas, sin pensarlo. Coordinadas como si hubiéramos hecho esto mil veces.

El ascenso fue difícil, pero llegamos a tiempo. Un grupo de tres hostiles intentaba flanquear. Los abatimos sin vacilar.

Una vez asegurada la colina, la lucha comenzó a calmar. Poco a poco, los disparos cesaron. Uno de los rebeldes fue capturado con vida. Y con él, un maletín lleno de mapas, contraseñas, rutas.

—Objetivo cumplido —dijo Gael por el canal principal—. Prepárense para extracción.

Cuando el helicóptero aterrizó y subimos, el silencio volvió. Pero no era el mismo que al inicio. Era más pesado. Más cargado.

Habíamos sobrevivido. Habíamos ganado.

Pero algo se había roto en el proceso.

Esa noche, no dormí. Me quedé sentada en la litera, con las botas puestas, la mirada fija en la pared.

Las imágenes se repetían en mi mente: el disparo rozando mi oído, el enemigo cayendo por mi bala, la mirada del prisionero.

Matar no se sentía heroico. Se sentía… necesario. Pero no limpio. No valiente. Solo inevitable.

Maya entró en la habitación. Se sentó junto a mí.

—Lo hicimos bien.

—¿Sí?

—Sí.

—Pero matamos.

Ella me miró.

—Y si no lo hacíamos, moríamos. O alguien más moría. Así funciona esto.

—No sé si eso me consuela.

—No tiene que consolarte. Solo tienes que vivir con ello.

Eliza apareció después. Luego Dalia. Nos sentamos las cuatro, en círculo, sin decir mucho.

Hasta que Dalia murmuró:

—¿Y si la próxima no volvemos todas?

Silencio.

—Entonces haremos todo para que eso no pase —dije yo.

Nos quedamos así por un largo rato, hasta que amaneció.

Al día siguiente, nos llamaron a una reunión privada. El Consejo de Oficiales. Gael e Ivana presentes. También el General.

Nos felicitaron por la misión. Pero eso fue lo de menos.

—A partir de hoy —dijo el General—, ustedes cuatro serán parte del escuadrón Alfa. El equipo de respuesta táctica más joven en la historia de esta base.

—¿Escuadrón Alfa? —preguntó Maya, asombrada.

—Sí. Tendrán misiones de alta prioridad. Y entrenarán a otros más adelante. Pero lo que hagan a partir de ahora… será confidencial. Y cargará más peso del que puedan imaginar.

Nos miramos. No dijimos nada. Solo asintimos.

Habíamos cruzado una línea invisible.

Y ya no había vuelta atrás.

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