Marcas invisibles

Dalia se quedó en observación por cinco días. La visita al hospital era obligatoria para nosotras, pero yo iba sin que me lo pidieran. Sentía que era lo mínimo que podía hacer. Me sentaba junto a su cama, esperando que abriera los ojos. Cuando lo hacía, siempre decía la misma frase:

—Lo hicimos bien, jefa.

Eso me rompía un poco por dentro cada vez.

No se quejaba. No mostraba dolor. Solo sonreía, como si el agujero en su abdomen fuera un recuerdo lejano y no una herida reciente. El personal médico decía que su recuperación era excepcional. Pero lo que más me sorprendía era su actitud: tranquila, sin rencor, sin miedo.

Yo no podía decir lo mismo de mí.

Después de la misión, algo había cambiado. El campo de entrenamiento ya no se sentía igual. Ya no era un lugar para aprender; ahora se sentía como una especie de prisión mental. La gente me miraba distinto. Algunos con respeto, otros con miedo. Había quienes evitaban cruzarse conmigo. Incluso los instructores.

—Se corre la voz —me dijo Eliza una tarde mientras entrenábamos—. Salvar a tu equipo te convierte en leyenda. Pero asusta. Hay quienes ya no te ven como una cadete. Te ven como… otra cosa.

—¿Como qué?

—Como alguien capaz de tomar decisiones difíciles. No todos quieren estar cerca de alguien así.

Suspiré. No me gustaba esa idea. No había hecho nada buscando fama o miedo. Solo había hecho lo que debía.

Los días siguientes fueron extraños. El entrenamiento continuaba, pero algo en mí se resistía. En las prácticas de combate, me distraía. En las simulaciones, fallaba pequeños detalles. Hasta Maya lo notó.

—Estás apagada.

—Solo estoy cansada.

—Mentira —dijo ella, mirándome directo a los ojos—. Tienes la cabeza atrapada en esa misión. ¿Estás reviviendo cada segundo?

Asentí.

—Cada noche. Escucho los disparos. Siento el peso de Dalia en mis brazos. Pienso qué habría pasado si…

—Luna, hiciste lo que tenías que hacer. La trajiste viva. Todos salimos vivos. No puedes seguir castigándote por eso.

—Pero si hubiéramos fallado…

—No fallamos. —Maya puso una mano firme sobre mi hombro—. Tú lideraste. Y lo hiciste bien. El dolor es parte del precio. Pero no puedes dejar que te consuma. O perderás todo lo que ganaste.

Sus palabras fueron como un golpe suave al pecho. Cierto. Duro. Pero necesario.

Esa noche, no fui al hospital. Me fui al acantilado del lado norte. El lugar estaba prohibido para los cadetes, pero ya nadie me decía nada. Me senté allí, mirando las estrellas, sintiendo el viento frío en la cara.

Saqué una hoja y escribí.

"Querida mamá:

Hoy cargué a alguien herido en brazos.

Hoy tomé decisiones que podrían haber matado a mis amigas.

Hoy me miré al espejo y no supe quién era.

Pero también… hoy entendí que no soy la misma chica que dejó la ciudad escapando.

No sé si soy mejor. Pero sí sé que no volveré a permitir que me aplasten.

No más."

Guardé la hoja en mi bolsillo. No la enviaría. No tenía dirección. Pero necesitaba escribirlo.

Al día siguiente, me llamaron a la oficina del General.

Entré en posición firme, pero por dentro temblaba.

—Cadete Luna —dijo, sentado tras su enorme escritorio—. Siéntese.

Obedecí. Me observó por unos segundos, como si analizara cada gesto.

—Su informe fue excelente. Pero lo que más me interesa es cómo está usted.

Eso me tomó por sorpresa.

—Con el debido respeto, señor… estoy manejándolo.

—¿Y está durmiendo?

—Lo suficiente.

Él entrecerró los ojos.

—¿Se arrepiente de algo?

Tragué saliva.

—Sí.

—¿De qué?

—De no haber previsto esa emboscada. De no haber corrido más rápido. De haber creído que tenía todo bajo control.

Él asintió lentamente.

—Eso es lo que hace un buen líder. Dudar. Aprender. Pero no puede permitir que eso la paralice. Si quiere seguir en este camino, tendrá que enfrentar cosas peores. ¿Está dispuesta?

Me quedé en silencio unos segundos. Pensé en Maya, en Eliza, en Dalia. Pensé en mí misma.

—Sí, señor.

El general se levantó, caminó hasta una repisa y sacó una carpeta sellada.

—Hay una nueva misión en desarrollo. No es para cadetes. Es para oficiales en formación. Y yo quiero que usted sea parte del escuadrón que lo prepare.

—¿Me está promoviendo?

—Le estoy ofreciendo una oportunidad. No es oficial aún. Tendrá que ganárselo. Pero si acepta… será evaluada por el Consejo.

Mi estómago se contrajo. Eso era un salto gigantesco.

—¿Y qué pasa con mi escuadrón?

—Maya y Eliza están siendo consideradas también. Dalia… tardará, pero tiene un lugar asegurado si se recupera. ¿Acepta?

Lo pensé. Lo sentí. Y supe que sí.

—Acepto.

Salí de la oficina con un torbellino en la cabeza. Apenas cerré la puerta, Maya estaba esperándome.

—¿Y bien?

—Nos acaban de abrir una puerta.

—¿Una puerta?

—A algo mucho más grande.

Maya sonrió. Por primera vez, fue una sonrisa sincera. Sin sarcasmo. Sin desafíos.

—Vamos por todo, entonces.

Y ahí lo supe.

El juego había cambiado.

Y yo ya no era solo una nerd escapando de su pasado.

Era una militar. En formación. Pero militar al fin.

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