Capítulo 13

Afuera ajenos al caos mental de Raquel, Carlos García y compañía se enfrentaban a su propia guerra, negociando la vida de su hijo con Rinaldi.

—Baja el arma —exigió sin importarle demostrarse indefenso.

—Aquí las órdenes las doy yo. Les especifique que no lastimaran a esta mujer. Estaba dispuesto a pagar lo que pidieran; la única condición fue no tocarle ni uno solo de sus cabellos, ¿y qué cree? Su estúpido hijo cumplió el acuerdo. Por eso le volaré los sesos.

—Podemos llegar a un acuerdo… Ahora baja el arma. —García deshecho todo atisbo de soberbia.

—Tomaré una decisión, cuando mis hombres lleguen al pueblo —le informó con una sonrisa de lado, su mano firme apuntando el arma sin titubear ni un poco.

—Entendido… —asintió con frente sudoroso, sus líneas de expresión más marcadas que de costumbre.

Dentro de la casita adobe, Raquel estaba llena de dudas, se debatía si sacar a su hijo de la canasta donde lo había escondido. De pronto, una imponente figura masculina apareció en la puerta. El miedo se apoderó de ella hasta tal punto que comenzó a temblar. Con un esfuerzo, se puso de pie, aun temblando, mientras el hombre se acercaba.

En la mente de Aziel Rinaldi retumbaban pensamientos oscuros de venganza; su padre siempre le repetía que la traición se pagaba con la muerte, en su mundo, la lealtad lo era todo. Sin embargo, al encontrarse con la mirada de la mujer, sus ojos grandes y marrones, brillantes como la miel, algo en él cambió. A pesar de todo el rencor y las enseñanzas de su pasado, no pudo evitar sentirse cautivado por ella como la primera vez que la vio. ¿A quién trataba de engañar? Fue hasta ahí y pasó por todos esos problemas por la posibilidad de volver a verla.

Avanzó con pasos mesurados, hasta que finalmente, se arrodilló ante ella, bajando la mirada al suelo. Tomó el borde de su falda entre sus manos, en un gesto de súplica.

—Perdóname —dijo, su voz quebrándose por la emoción—. No tengo excusas para lo que hice, te causé dolor. Me considero el peor de todos, pero te suplico, perdóname.

Raquel estaba confundida, incapaz de entender la situación. Las lágrimas comenzaron a inundar sus ojos ante la visión del hombre que, como un fantasma del pasado, le rogaba perdón.

—Aziel... ¿realmente eres tú? —preguntó, su voz temblorosa casi tan perceptible como el temblor de sus manos. Con cautela, extendió su mano hacia él, rozando su cabello, temerosa de que aquel momento, que parecía un hermoso sueño, pudiera desvanecerse en el aire.

Aziel levantó su rostro, sus ojos brillando por sus lágrimas derramadas.

—Nada de lo ocurrido importa ya —afirmó, poniéndose de pie con determinación—. Te necesito. Cualquier cosa que te haya llevado a este punto, juntos podemos superarlo.

Raquel se encontró sin palabras, confundida y temerosa.

Observándola con una mezcla de amor y desesperación, Aziel no podía apartar la vista de ella, capturado por la belleza natural que irradiaba su rostro, aún más radiante que en su último encuentro. Las diminutas pecas que salpicaban su nariz le parecían detalles de una obra de arte.

—Dime cualquier cosa, aunque sea la mentira más ridícula, te creeré —suplicó él, su voz cargada de una sinceridad desgarradora—. Solo te pido que no vuelvas a huir de mí.

Aziel rodeó a su esposa con sus brazos, apretándole contra su cuerpo, sus emociones contenidas durante tanto tiempo. Sin embargo, ella permaneció quieta, incapaz de devolver el abrazo, con las lágrimas recorriendo su rostro. El doloroso recuerdo de la canasta oculta en una esquina de la casa la abrumó, impulsándola a empujar a Aziel, creando una distancia física entre ellos.

—¿Qué sucede? —preguntó, confundido y preocupado al sentir la súbita resistencia de su mujer.

Con voz temblorosa, apenas audible entre sus sollozos, Raquel murmuró un nombre que para ella significaba el mundo entero.

—Alán —su voz, frágil pero llena de amor, hizo eco en la estancia, cargando el aire con un significado profundo y desconocido para Aziel.

—¿Quién es Alán? —inquirió él, su ceño fruncido denotaba su confusión y una creciente preocupación.

Raquel vaciló, su mirada oscilando entre Aziel y el rincón donde reposaba la canasta, debatiéndose internamente sobre si revelar su secreto más preciado.

—¿Quién es Alán? —insistió Aziel, su voz teñida de impaciencia y desconcierto.

Aziel se quedó petrificado, incapaz de procesar la revelación de Raquel. La habitación se llenó de un silencio tenso, interrumpido sólo por los suaves sollozos del niño. Con un gesto tierno, Raquel descorrió los trapos que cubrían la canasta, revelando a Alán, cuyas pequeñas lágrimas brillaban en sus mejillas.

—Él es Alán —dijo ella, su voz temblorosa pero llena de amor. Sus ojos, reflejando un torbellino de emociones, se fijaron en Aziel—, es nuestro hijo.

Aziel, sorprendido y confundido, apenas logró articular unas palabras.

—¿Nuestro hijo? —repitió, mientras una sensación abrumadora comenzaba a apoderarse de él.

Antes de que pudiera profundizar en sus pensamientos y emociones, la voz de Irán se coló en la habitación, anunciando que Carlos García deseaba hablar con él. Este abrupto recordatorio del mundo exterior lo obligó a posponer el torbellino de preguntas que asaltaba su mente.

Antes de salir para atender la llamada, Aziel acarició con suavidad el cabello de su mujer. Aquel que hace unos momentos había sido tirado con violencia.

—Volveré pronto, no me tardaré —prometió, mirándola a los ojos.

Ella, entendiendo la gravedad del momento y los desafíos que se avecinaban, tomó la mano de Aziel con una firmeza que transmitía tanto miedo como esperanza.

Irán y los demás hombres no querían ni imaginarse lo que le esperaba a Marco. Sin duda, la muerte sería lo mejor, pues el señor Rinaldi lo torturaría, lento y sin piedad. El muy maldito escondió a su mujer y la dio por muerta.

Las mujeres en la casa rodante se encontraban aterradas pecho tierra, incrédulas de ver a aquel hombre amordazado, desangrándose.

—¿Lo dejarán morir? —preguntó, temerosa Lina.

—Es nuestro pase de salida, así que deben ingeniárselas para sanar su herida.

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