El Corazón de la Diosa

—No puedo creer que, pese a que hayas ganado, el general no te aceptara como profeta —espetó Sukyo mientras se echaba un trozo de carne a la boca. Se lo comía con rabia.

—Eso se llama orgullo. Y es normal que reaccionara así. Después de todo, le quemé su ropa y rompí su espada.

El comedor del palacio, pese a que era grande, extrañamente para Breist le parecía que siempre estuviera desocupado.

El plato que tenían por delante era arroz con carne y verduras; para beber era jugo de uva servido en dos vasos metálicos y una jarra para seguir sirviéndose. Gihin lo había preparado.

—Hablando del modo en que lo venciste, ¿cómo pudiste crear ese fuego azul?

Breist terminó de comer un trozo de carne con las verduras.

—Desde generaciones en la familia Elvent llevamos en nuestro espíritu el fuego azul. Fue un regalo de la Diosa que le hizo a mi ancestro antes de que fundara la ciudad. Lo único que sé es que fue un gran héroe.

—Que saliera fuego azul desde lo más profundo de tu ser, me asombra. Pero al hacer que a nadie le afectara excepto a él, me asombra todavía más.

—Las llamas azules atacan solamente al objetivo específico.

—¿Y cómo logras eso?

—Simplemente, me concentro en mi objetivo.

Sukyo soltó una risa.

—Y lo dices así a la ligera.

—Es que me llevó años de entrenamiento. Pero, gracias al anillo que me regaló ella, pude llegar hasta él en menos de un parpadeo y romperle su espada. Lo mismo cuando dejé desnudo a su subordinado.

Sukyo volvió a reír.

—Eso fue chistoso.

De pronto, Sukyo miró a su plato con profunda tristeza.

—¿Qué te pasó?

—Es que, pese a que llegaste ayer, lo he pasado tan bien contigo que no me gustaría que te fueras.

—Yo no prefiero enfocarme en eso. Prefiero seguir disfrutando hasta que llegue el momento de irme.

Sukyo asintió.

—Hay algo que me gustaría mostrarte.

—¿Y qué es?

—Se podría decir que es el tesoro de la isla.

Después de almorzar, Breist se tomó la molestia de lavar los trastes. Se dirigieron al círculo para moverse de un lugar a otro. Sukyo cerró los ojos y musitó algo que ni Breist pudo escuchar. Apareció una luz y desaparecieron.

El lugar al que habían llegado era una sala circular hecha de piedras; unas cuantas antorchas iluminaban el lugar y un cilindro de piedra tallado con extrañas letras estaba en el medio; encima había una piedra de color ámbar con tonos rojos. A Breist le pareció familiar el lugar.

Ambos caminaron hasta colocarse al frente de la piedra.

—Te presento al corazón de la diosa —dijo Sukyo.

Breist la miró por unos momentos y luego por toda la sala.

—Yo ya estuve aquí antes.

—¿En serio?

—Antes de venir a este tiempo, yo llegué a este lugar. Y ahora que lo recuerdo, solamente estaba esta construcción. El palacio y las demás casas ya no estaban.

—¿Y la piedra también estaba?

—No. Pero estabas tú.

—¿Yo?

—Sí. Aquí fue donde te encontré. Estabas dentro de un ataúd de cristal con rosas blancas —dijo Sukyo, poniéndose melancólica—. Pero tranquila. Yo ya estoy aquí y no permitiré que eso ocurra.

—Eso no me pone triste.

—¿Entonces?

—Es que cuando tú llegaste, la piedra ya no estaba.

—¿Y por qué se llama así?

—La Diosa dijo que se llamaba así, ya que, por medio de ella, el mundo conocería el amor que tiene ella hacia su creación. Pero, si la piedra cayera en manos de personas que la odian o están en su contra, el mundo dejaría de creer en ella. Pero al parecer, cuando morí, la piedra fue arrebatada.

A Breist le pareció extraño esas palabras. Ya que la Diosa existía y todo el mundo iba a verla al menos una vez al año a Galaeria, su ciudad. Algo no cuadraba. De pronto, sus ideas se entrecruzaron y llegó a una conclusión. Así que, una vez más, sintió el deber moral de protegerla. Pero en su corazón también sintió la duda de lo que ocurriría después de cumplir su misión. Por un lado, quería estar para siempre con ella, pero, por otra parte, tenía que regresar a su época y continuar reinando. Sus pensamientos desaparecieron cuando Sukyo volvió a hablar.

—¿Sabes por qué te traje hasta aquí? —preguntó mirándolo a los ojos.

—No. ¿Por qué?

—Porque quiero que protejas esta piedra antes que a mí. Incluso si mi vida está en riesgo o llego a morir, no quiero que la piedra sea arrebatada de esta isla.

—Sukyo.

—Prométemelo.

—Lo siento. Pero no lo voy a hacer.

—Soy la reina y es una orden —dijo enojada.

Breist la tomó de los brazos.

—La Diosa me trajo a este mundo para protegerte a ti en vez de a la piedra.

—Pero la piedra es más importante que yo.

—No. Tú eres más importante. ¿Acaso no te has dado cuenta?

—¿Qué cosa?

—Sukyo. Tú eres el Corazón de la Diosa. Y como tal, debo protegerte de los colmillos de Nego.

—¿Cómo estás tan seguro de que soy yo y no la piedra?

—Porque si de verdad fuera la piedra, la Diosa ya me lo hubiera dicho. Además, cuando visité tu tumba, la Diosa sigue existiendo y sigue siendo adorada en Galaeria.

Sukyo lo miró extrañado.

—¿Entonces por qué entregó esa piedra?

—¿Cuándo la entregó?

—Bueno. La historia dice que la entregó cuando creó la isla. Al menos eso cuenta la leyenda.

—Ya averiguaremos bien acerca de ese asunto. Pero lo importante ahora es que sepas que tú eres el corazón de ella y que mi deber es protegerte a toda costa.

—Y ella te pidió eso porque tú quisiste hacerlo.

—Exactamente.

—Y si es tan relevante mi vida, ¿entonces por qué, estando muerta en tu época, las personas siguen creyendo en ella y la van a ver en persona?

Breist pensó unos momentos.

—Si tú estás muerta y ellos siguen creyendo, eso significa que el Corazón de la Diosa es tu cuerpo y no tu espíritu.

—Entonces no tiene sentido que me protejas para que viva.

Breist se dio cuenta de algo que había pasado por alto. Era algo muy simple de entender. Recapituló las palabras de la Diosa que le dijo antes de viajar al pasado y sacó una conclusión.

—¿Sabes por qué la Diosa me pidió que te salvara?

Sukyo negó con la cabeza.

—Por eso mismo. Para que vivieras.

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