Sukyo llamó a los guardias que estaban rondando por ahí cerca. Ellos llegaron inmediatamente y, por orden de ella, se llevaron al dueño del restaurante al calabozo. La pena mínima por haber saboteado la bebida e incluyendo que casi ella muere, eran diez años de cárcel. Ahora el restaurante estaba sin su dueño y solamente su esposa tenía que tomar su puesto. Para que así no se fuera a bancarrota.
—Lamento mucho que hayas tenido que pasar por eso. No te mereces que te traten así y mucho menos que intenten arrebatar tu vida —dijo Sukyo mientras iban por una calle.
—Nunca en mi vida me habían odiado tanto. De no ser por ti, yo ya estaría bajo tierra.
—Lo sé. ¿Qué puedo hacer para que me perdones?
—¿Por qué tendría que perdonarte?
—Porque son mis súbitos.
—Pero ellos son los culpables, no tú. Así que son ellos los que me tienen que pedir perdón, no tú.
Sukyo reflexionó.
—Tienes razón. Pero al menos déjame prepararte un pulpo azul con mis propias manos.
Aquellas palabras hicieron que la imaginación de Breist volara. Se vio en una mesa con los cubiertos en la mano. Al otro lado vio a ella con un delantal y un plato con el famoso pulpo.
«Cariño. La comida está servida». Seguido con un beso en la mejilla.
—Sería una estupenda idea. Pero ahora vayamos a comer algo. ¿Conoces otro restaurante?
—Sí. Pero temo a que te hagan lo mismo.
Breist se le ocurrió una idea.
—Entonces vayamos a una heladería.
A Sukyo se le brillaron los ojos.
—Excelente idea.
—¿Helado de chocolate?
—¡Sí! —exclamó feliz.
—Pero esta vez yo te invito.
—¿De verdad?
—Sí.
Sukyo sonrió.
—Muchas gracias. Entonces yo te invito la cena. Que será el pulpo azul que yo prepararé con mis propias manos.
Breist sintió adrenalina en su corazón. Ya que era la sonrisa más bella y pura que jamás había visto.
Las calles comenzaron a atestarse de gente. Debido a que ese día era el día en que había más pesca. Según la tradición de la isla, la diosa Najamura había designado un día específico en la semana en donde la cantidad de peces aumentaría y así los isleños no se morirían de hambre. Todo gracias a la intercesión de una antepasada de Sukyo.
Siguieron caminando por las angostas calles y Breist se seguía sintiendo intimidado. Pensaba que en la heladería también le pasaría lo mismo si entraba con Sukyo, pero al ver que en realidad la famosa heladería era solo un pequeño carro con techo que estaba en una esquina, se tranquilizó.
Llegaron a la esquina y el dueño, un joven con orejas y cola de gato, los atendió con mucha amabilidad. Breist pensó que a lo mejor no estaba al tanto de la situación. Así que pidió dos helados de chocolate y los pagó con dos monedas de cobre. Luego se acordó de que las monedas que tenía en su poder no eran las mismas que manejaba la isla, debido a que sus monedas venían directamente de su reino. Pero el joven solamente las aceptó. Preparó dos conos de helado con el chocolate y se los entregó. Caminaron hasta al frente, en donde se encontraba un malecón, y se sentaron en una de las bancas que se encontraba allí para apreciar el mar. Le entregó el helado y ella lo miró con una sonrisa.
—Desde que tengo memoria que siempre me ha gustado el helado de chocolate.—lo Lamió un par de veces—. Gracias Breist.
—No es nada. Solamente quería invitarte a comer algo. —lo Lamió también—. Por cierto. ¿Qué hay de tus padres?
Hubo silencio.
—¿Te ofendí con esa pregunta? —añadió.
—No. Es que estaba recordando. —Hizo una pausa—. Lo que pasa es que la antigua sacerdotisa murió cuando tenía cien años. Entonces, cuando pasaron cinco años desde eso, justo cumplí los quince años. La diosa Najamura llegó a la isla y me designó como su sucesora. A mis padres no les gustó, ya que quería que me desposara y que tuviera hijos. Así que sencillamente nos abandonaron a mi hermana y a mí y se marcharon.
—Es triste que tus padres no te apoyen, ¿pero qué tiene que ver tu hermana en esto?
—Mi hermana también quería hacerse sacerdotisa. Por eso no se la llevaron con ella.
—Está muy mal que tus padres hayan tenido que tomar esa horrible decisión.
—Lo mismo pienso. Pero no siento rencor por ellos. Que hagan su vida en otra parte del mundo. Mi hermana y yo estamos muy bien sin ellos.
—Donde yo vengo no aplica esa regla, pero veo que acá sí.
—¿Qué regla?
—Que las sacerdotisas y Suma Sacerdotisa no pueden contraer matrimonio.
—Podemos hacerlo, pero eso significaría abandonar nuestro oficio. ¿Acaso en tu reino es diferente?
—Mi madre era Suma Sacerdotisa.
—¿Y por qué la diosa permitió eso?
—Porque esa regla del celibato entre las mujeres, solamente se aplica en Galería. Su ciudad santa.
—Ya veo. —Lamió un par de veces más—. ¿Y qué hay de tus padres? ¿Son buenos contigo?
—Lo fueron. Pero lamentablemente ya no están conmigo. Mi madre murió cuando tenía los quince y mi padre hace un par de meses atrás, cuando justo cumplí los veinte.
—Qué triste.
Breist se comió el helado y se comió el cono.
—Es parte de la vida.
Terminaron de comerse el helado, con el cono incluido y se levantaron.
—¿A dónde quieres ir ahora? —preguntó Sukyo.
A Breist se le había olvidado en dónde se encontraba la joyería. Y como quería hacerle una sorpresa, no le quedó de otra que improvisar.
—¿Te parece bien que caminemos sin rumbo alguno?
—Quieres que solamente deambulemos. De acuerdo. Me gusta tu idea.
Volvieron a caminar por las angostas calles. Se alejaron del malecón y fueron hacia el otro extremo de la calle. Llegaron hasta un cerro y doblaron para comenzar a subir. Breist miraba hacia todos lados. Estaba tan ensimismado que no se percató que Sukyo lo miraba con curiosidad.
—¿Qué buscas?
Breist volvió en sí.
—¿Perdón?
—Que qué buscas.
—Ah. Nada. Solamente estoy observando.
De pronto, cerca de una esquina, Breist encontró una florería. Se detuvo en frente y miró las flores blancas que estaban allí. Eran las mismas flores que estaban en la tumba de Sukyo. Agachó su cabeza un momento.
—¿Estás bien? —preguntó preocupada.
—Sí. Gracias. Espera un segundo.
Entró a la florería y habló con la dependiente. Una señora con orejas de koala. Segundos más tarde salió con un ramo de esas mismas rosas. Sukyo abrió los ojos como platos y se sonrojó.
—¿Son para mí?
Breist, con su rostro ruborizado, se lo entregó. Sukyo se lo entregó y le dio un beso en la mejilla. Sintió como que estaba en el cielo.
—Son muy hermosas, Breist. Nadie me había hecho este regalo. ¿Cómo supiste que eran mis favoritas?
—¿Intuición?
Sukyo rio alegremente.
—Pues tienes una muy buena intuición.
Con ese regalo que hizo, se prometió así mismo que siempre le haría ese regalo mientras ella viviera.
Una vez más volvieron a caminar cuesta arriba, doblaron por una calle y continuaron por ahí. Ya estaban cerca del palacio. Y como Breist creyó que ella pensaba que volverían a sus aposentos, estaba a contrarreloj para encontrar la joyería. Esta vez estaba buscando disimuladamente para no llamar la atención. Y cuando ya estaban cerca de la calle principal, que conducía directo al palacio…
—¡Ahí está! —gritó de emoción.
Sukyo dio un salto.
—¡Breist! Me asustaste. ¿Qué viste?
—Ven. —La Tomó de la mano y caminaron hacia la joyería.
Llegaron hasta el mostrador, pero la persona que atendía no se encontraba. Breist escuchó un ruido que venía detrás de unas cortinas y supo que allí estaba. Luego miró a Sukyo que estaba pegada en las hermosas joyas que tenía tras el cristal. Aretes, colgantes, anillos y otras alhajas. Breist con solo mirra una vez, ya tenía el regalo perfecto.
El dependiente, con la apariencia similar al de una cabra, salió y los atendió. No sin antes de mirar a Breist de reojo.
—Buenas tardes, Majestad. ¿Qué la trae a mi humilde joyería?
—Bueno, este… Breist… mi acompañante me trajo hasta acá, pero… este —dijo con nerviosismo, ya que sabía exactamente el porqué la había traído.
—¿Y usted, joven, qué desea comprarle a la Suma Sacerdotisa?
Breist estaba a punto de señalar con el dedo lo que quería cuando este lo interrumpió.
—Quisiera hablar a solas con usted, si no es mucha la molestia.
Breist se sintió confundido.
—Claro.
—Por favor, acompáñeme.
Sukyo, otra vez preocupada, jaló la camisa de Breist para que no entrara solo. Pero él le sonrío.
—Estaré bien. No te preocupes.
—Confío en ti.
Lo soltó y este entró.
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