Sukyo

Sukyo

Prólogo

Había una vez un rey llamado Breist IV, quien seguía la tradición de llamarse así desde su bisabuelo. Breist, de veinte años, asumió el poder después de la muerte de su padre en su cumpleaños número veinte, una semana después de la muerte de su madre por una enfermedad desconocida cuando él tenía quince años.

Después de varias semanas de reinado, la nobleza comenzó a presionarlo para que se casara y formara una familia. Sin embargo, el joven rey no estaba interesado en ninguna mujer, no porque se sintiera atraído por los hombres, sino porque tenía un profundo deseo de desposarse con una mujer en particular. Esta mujer era alguien que había conocido a los seis años de edad en un cuento para niños que le regaló su abuelo. Desde ese momento, supo que ella existía. Así que, un día antes de partir en su búsqueda, avisó a su consejero que a la mañana siguiente haría un viaje largo hacia el sur desde la capital, una ciudad portuaria, hacia el mar adentro junto con una tripulación.

La idea la tenía tan clara desde el día uno que supo de su existencia. Sabía que la historia era real porque lo sentía desde lo profundo de su ser. Así que su único anhelo era viajar a ese lugar y traerla a su reino para que juntos vivieran por toda la vida. Solamente estaba esperando el momento justo para ejecutarlo. Y cuando llegó esa fría mañana de invierno, sintió que era el momento de partir. De subirse al barco y emprender una travesía que desde pequeño quería hacer.

Una vez que se levantó y se preparó para su gran viaje, le dejó una escueta nota a su secretario diciendo que iba a ser un viaje y que volvería lo antes posible. Luego pidió a sus sirvientes que cargaran los víveres al barco. Por último, fue hasta la casa de Bax, su amigo y confidente, para que emprendiera un viaje con él. Bax, emocionado, junto con sus conocidos, viajarían con ellos.

—El viaje es peligroso e incluso mortal —dijo Breist a su nueva tripulación cuando estaban listos para zarpar.

—¿A dónde iremos, mi señor?

—A Yoruza.

—Con todo respeto, Su Majestad, pero tanto la isla como Sukyo, la reina, son puros cuentos de fantasía —dijo Praraux.

Los demás, excepto Bax, comenzaron a murmurar.

—¿Acaso creen que el rey, su rey, está loco? Si dice que existe la isla, es porque es así —dijo Bax, furioso.

—Pero se está oponiendo al decreto real, que dice que la isla y su reina no existen —dijo Praraux.

—Ese decreto queda nulo si el nuevo rey dice lo contrario —protestó Bax.

—Tranquilos, muchachos. Yo no les estoy pidiendo que me crean o no. Lo único que les pido es que me acompañen y ya.

Praraux y los demás cuchichearon entre sí. Bax volvió a enojarse.

—Está bien, Su Majestad. Iremos con usted. Pero antes necesitamos despedirnos de nuestras familias. No sabemos cuándo vamos a regresar.

—De acuerdo. Vayan y despídanse. Pero no se tarden mucho.

Los cuatro bajaron de la nave y se fueron.

—¿Tú no irás a despedirte de tu esposa? —preguntó Breist.

—No, mi señor. Cuando apenas me desperté, me despedí de ella.

—Eres un hombre muy sabio.

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