Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
NovelToon tiene autorización de YRON HNR para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAP 8
UN ESPADACHIN HAMBRIENTO
De repente, la tierra se agitó, y una figura comenzó a alzarse lentamente, avanzando a gran velocidad en zigzag hacia el joven.
Al ver aquello, Ayanos tiró la carne seca que tenía en la mano y, sin perder la calma —solo apurado por la emoción de lo que estaba por ocurrir—, tomó un buen trago de agua de su cantimplora.
Sonriendo, dijo en voz alta:
—Así que tú debes ser el más grandote.
Mientras su expresión cambiaba de una sonrisa a una mueca seria, adoptó una postura firme: abrió las piernas siguiendo la línea de sus hombros y bajó su centro de gravedad inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante.
Entonces, sin dudar, salió disparado de frente hacia la criatura que se aproximaba.
Era un ser parecido a una serpiente de color blanco, pero con dos extremidades delanteras que parecían brazos musculosos, que parecían poder despedazar sin mucho problema a un hombre. Aquel monstruo era conocido como "meduza"; no petrificaba a sus presas, pero cualquiera que osara enfrentarlo quedaba paralizado de terror... excepto Ayanos, que avanzaba decidido, sin rastro de duda en su mirada.
En el momento del choque, el joven saltó ágilmente, esquivando el ataque, y cayó sobre el enorme cuerpo del monstruo —que fácilmente medía unos quince metros de largo—.
Sin perder un instante, su mirada se tornó fría, midiendo cuidadosamente a su oponente, y, con un corte preciso de su espada —como si fuese un cirujano con su bisturí—, la meduza perdió la cabeza. La arena se tiñó de rojo, y el silencio y la calma volvieron a ser parte del paisaje.
De repente, la tierra se agitó, y una figura comenzó a alzarse lentamente, avanzando a gran velocidad en zigzag hacia el joven.
Al ver aquello, Ayanos tiró la carne seca que tenía en la mano y, sin perder la calma —solo apurado por la emoción de lo que estaba por ocurrir—, tomó un buen trago de agua de su cantimplora.
Sonriendo, dijo en voz alta:
—Así que tú debes ser el más grandote.
Entonces, su sonrisa se desdibujó, dando paso a una mueca seria. Adoptó una postura firme: abrió las piernas siguiendo la línea de sus hombros y bajó su centro de gravedad, inclinando ligeramente el cuerpo hacia adelante.
Sin dudar, salió disparado de frente hacia la criatura que se aproximaba.
Era un ser parecido a una serpiente de color blanco, pero con dos extremidades delanteras como brazos musculosos, capaces de despedazar sin mucho problema a un hombre. Aquel monstruo era conocido como "meduza"; no petrificaba a sus presas, pero cualquiera que osara enfrentarlo quedaba paralizado de terror... excepto Ayanos, que avanzaba decidido, sin rastro de duda en su mirada.
En el momento del choque, el joven saltó ágilmente, esquivando el ataque, y cayó sobre el enorme cuerpo del monstruo —que fácilmente medía unos quince metros de largo—.
Sin perder un instante, su mirada se tornó fría, midiendo cuidadosamente a su oponente, y, con un corte preciso de su espada —como si fuese un cirujano con su bisturí—, la meduza perdió la cabeza.
La arena se tiñó de rojo, y el silencio y la calma volvieron a ser parte del paisaje.
Ayanos suspiró largo, como quien se quita un gran peso de encima, y bajó la vista hacia su espada. No era de diseño muy espectacular, parecía más bien una de esas piezas baratas que uno encontraría en cualquier herrería de pueblo. Y así había sido: recordó cómo un campesino de una aldea en la que estuvo de paso se la había entregado como pago por ayudarlo a cortar un gran árbol seco, que representaba un peligro en caso de tormenta.
La espada había estado guardada en un viejo baúl, olvidada, y el tiempo no había sido amable con ella. Ahora, con tanto uso, su hoja lucía mellada y deteriorada.
Mirándola con cierta melancolía, murmuró en voz alta:
—No durará mucho más... Es una lástima. En la capital del reino me dijeron que hay un excelente herrero. Usaré mana de aquí en adelante hasta que pueda solucionar el problema.
Guardó la espada en su vaina, sacó de un bolsillo un mapa mal doblado y lo giró un par de veces, buscando el lado correcto. Miró el mapa, luego al horizonte, y de nuevo al papel.
Tras unos segundos, lo guardó de vuelta y dijo, sin demasiada convicción:
—Me iré por acá y preguntaré por ahí.
Y así, metiendo las manos en los bolsillos, comenzó a caminar tranquilamente, dejando atrás el cuerpo sin vida de los desafortunados monstruo.
Luego de caminar unos días, Ayanos llegó a una pradera que se extendía hasta un espeso bosque. El joven, con las manos en los bolsillos, se detuvo un momento en aquel campo donde las flores silvestres formaban una alfombra de colores vibrantes. Respiró hondo, como sintiéndose relajado, y, tras unos segundos, continuó su marcha mientras pensaba:
"Debería rodear el bosque. Cortar por él sería más rápido, pero si sigo el camino quizás me cruce con alguna carreta y pueda preguntar hacia dónde ir. Además, ayer se me terminó el agua y la comida..."
En ese momento, le rugió el estómago, recordándole la urgencia de su situación.
Un grito que parecia creado por la necesidad de ayuda, perturbó la paz de su caminata, y sin dudarlo un instante, el joven comenzó a correr en dirección al sonido.
Más adelante, los gritos provenían de una carreta rodeada por al menos diez goblins que amenazaban a un grupo de personas que no parecían ser capaces de defenderse. Los goblins, con garrotes en mano, miradas vacías y sonrisas salvajes, reían como hienas y eran tan despiadados como ellas.
Se abalanzaban sobre sus presas sin piedad. Los pobres desafortunados eran un mercader, su hija y su chofer, quien, temblando como una hoja, trataba de servir de escudo entre su patrón y los monstruos. Sus delgadas piernas apenas lo sostenían, y la pequeña daga que empuñaba parecía demasiado frágil como para cortar siquiera el viento más suave.
El delgado chofer reunió todo el valor que pudo y, con un grito desesperado pero valiente, exclamó:
—¡Señor, suba al carruaje con la señorita y escapen! ¡Yo los distraeré lo más que pueda!
Sin esperar respuesta, comenzó a correr para alejar a los goblins, pero apenas dio unos pasos, tropezó torpemente y cayó al suelo. Ahora, temblando, se había convertido en una presa aún más fácil para los monstruos, que no dudaron en abalanzarse sobre él.
Justo entonces, una roca voló por el aire y golpeó a uno de los goblins en la nuca. Aunque el impacto apenas le hizo cosquillas, fue suficiente para hacerlo voltear, furioso, en dirección a quien había osado desafiarlo: la hija del mercader.
La joven se mantenía firme, con una expresión desafiante. Tenía el cabello largo, ondulado y de un tono grisáceo que brillaba bajo la luz. Sus ojos verdes, igual que los de su padre, resaltaban intensamente en su rostro decidido. Su vestido, elegante y de aspecto costoso, acentuaba su figura agraciada, creando un contraste inesperado con su actitud valiente ante los monstruos. Sin embargo, por más coraje que mostrara, era evidente que no podría enfrentarse sola a un goblin.
Mientras pensaba que aquel sería su final, y mientras el chofer seguía suplicando por su vida, el mercader, lleno de desesperación, saltó sobre el goblin que atacaba a su hija. Forcejearon en una lucha desigual, tratando de protegerla, pero un zarpazo certero del monstruo rasgó su brazo, haciéndolo retroceder herido.
Todo parecía perdido.
Fue entonces que, de repente, como surgido de un parpadeo, apareció un joven de ropas extrañas. Portaba una espada precaria y se erguía tranquilo en medio del caos, con las manos aún en los bolsillos. Los goblins se detuvieron un instante, como si el instinto les advirtiera del peligro que esa figura representaba. Y sin pensarlo, todos se lanzaron sobre él.
El joven sacó lentamente las manos de los bolsillos y adoptó su postura de combate: piernas flexionadas en línea con los hombros, centro de gravedad bajo, el cuerpo inclinado hacia adelante. Rodeado por los diez goblins que se acercaban amenazantes, proclamó al tiempo que desenvainaba su espada:
—Estilo Demoníaco: Asesino.
En un destello casi imperceptible, y luego de un silbido metalico, todo quedó en silencio.
Un segundo después, los monstruos fueron despedazados en múltiples cortes invisibles, y una lluvia roja bañó el escenario... excepto al joven espadachín, que permanecía inmóvil en su postura de combate.
Al erguirse nuevamente, la espada, ya demasiado castigada, se quebró por la mitad con un sonido seco.
Al ver que su espada se rompía, el joven la observó, y rompiendo la tensión y la seriedad del momento, se lamentó como si lo que acababa de hacer no fuese nada del otro mundo:
—¡Noo! Olvidé que tenía que usar solo maná... ¡Ya se rompió! —exclamó, suspirando luego con resignación—. Bueno... ya no hay nada que hacer.
Las miradas de sorpresa de los tres espectadores —que hacía apenas unos segundos eran presas, y ahora estaban bañados de la sangre de sus cazadores— no parecían borrarse. No podían creer lo que veían, ni la suerte que tenían.
La primera en hablar iba a ser la joven, pero el espadachín misterioso le robó el momento al preguntar con total naturalidad:
—¿Están todos bien?
Al observarlos mejor, notó la herida en el brazo del mercader y agregó:
—Bueno, parece que no están tan mal, dada la situación.
Sin perder tiempo, se acercó al hombre, se agachó y, arrancando un pedazo de la camisa del propio mercader, improvisó un torniquete para detener el sangrado. Fue extraño hacer eso, pero pensó que prefería romper la ropa de otro antes que dañar la suya propia. Además, les había salvado la vida; no deberían quejarse, concluyó mentalmente.
Sin detener los precarios primeros auxilios, el joven deseó pedir ayuda con algo y, mientras miraba de reojo a la señorita elegante pero empapada de sangre que permanecía de pie junto al hombre herido, pensó:
"No parece apropiado pedírselo a ella... o es de la realeza, o una niña muy mimada. Sea como sea, todavía está en shock, así que sería más útil..."
Entonces, dirigiéndose al chofer —que ya estaba de pie, atento, preocupado, y aunque aún algo tembloroso, parecía dispuesto a actuar— le habló:
—Oye, tú... ¿tienen alguna medicina?
El chofer, rápidamente pero tartamudeando, respondió:
—S-sí, sí.
Sin necesitar más indicaciones, corrió hacia el carruaje en busca de las medicinas. El joven terminó de ajustar el torniquete y se puso de pie mientras el chofer regresaba, trayendo agua y suministros básicos.
Siguiendo con la improvisada atención, el chofer limpió la herida con agua y comenzó a aplicar algunas medicinas. Fue en ese momento cuando la joven pareció despabilar. Se arrodilló junto a su padre herido —que, aunque no estaba herido de gravedad, siempre agradecería un cuidado inmediato— y le tomó la mano con visible preocupación.
—Papá, ¿cómo te sientes? —preguntó ella, con la voz temblorosa.
El hombre, mirándola, forzó una sonrisa para tranquilizarla:
—Estoy bien, hija... no te preocupes, no es para tanto —dijo, intentando aliviar su angustia mientras el chofer comenzaba a vendar la herida con firmeza para protegerla mejor.
Mientras la escena entre los tres continuaba, Ayanos se apartó discretamente para no intervenir en ese momento. Caminó hacia la parte trasera del carruaje, donde normalmente se colocaban las maletas, y se sentó, tratando de relajarse mientras esperaba.
Mientras tanto, pensaba: "Se nota que ellos son padre e hija... además, ese flaco, el chofer, tiene mis respetos. Lo dio todo por su jefe."
Pasaron unos minutos hasta que una voz femenina, dulce pero aún temblorosa por el reciente peligro, lo llamó:
—Oye... disculpa.
Al escucharla, Ayanos salió de su cómoda —aunque incoherente para el momento— postura, y se acercó tranquilo. Poniéndose frente a ellos, recibió un agradecimiento acompañado de una reverencia de parte de los tres.
—Muchas gracias por habernos salvado —se escuchó al unísono.
Algo avergonzado, Ayanos respondió:
—Tranquilos, no hace falta agradecer... Escuché gritos y actué sin pensar.
En ese momento, el estómago de Ayanos rugió con fuerza nuevamente, interrumpiendo el ambiente solemne. La joven dio un paso al frente, encarándolo sin la menor pizca de vergüenza.
—¿Quieres comer algo? —preguntó con naturalidad.
Ayanos, manteniendo su actitud despreocupada y dejando escapar una sonrisa algo cómica, respondió:
—Me encantaría... pero creo que sería mejor que se laven esa sangre primero.
La chica, que recién en ese instante parecía tomar consciencia de su estado —casi completamente teñida de rojo por la sangre seca—, abrió los ojos como platos. Aunque era difícil notarlo por lo manchada que estaba, era fácil imaginar que se había sonrojado hasta las orejas. Sin decir una palabra más, soltó un pequeño gritito y salió corriendo a toda velocidad hacia un estanque cercano.
Ayanos soltó una risa leve mientras los otros dos la miraban marcharse, un tanto confundidos pero aliviados de verla con energías para moverse de esa manera.
Una carcajada, al ver la reacción de la muchacha, deshizo toda preocupación y tensión entre los tres hombres. Ya todos limpios y cambiados, el chofer, Mauricio, encendió una pequeña fogata y, colocando una sartén sobre el fuego, comenzó a cocinar. En la sartén chisporroteaban papas, zanahorias, hongos y trozos de carne seca: una comida rápida y sustanciosa.
El espadachín, despreocupado y hambriento, se agachó en cuclillas frente a la sartén, observando fascinado cómo los alimentos se doraban. Más que nada, estaba hipnotizado por el aroma, pues llevaba más de un día sin probar bocado. El hambre y la impaciencia se notaban claramente en su rostro.
Mientras la comida seguía haciéndose, el mercader se acercó y, con una sonrisa, le preguntó:
—¿Cómo te llamas, muchacho?
Ayanos dejó caer su cuerpo desde su posición en cuclillas hasta sentarse frente al fuego, y respondió:
—Mi nombre es Ayanos.
El mercader extendió su mano de manera amistosa.
—Es un placer, Ayanos. Mi nombre es Herald Marson, soy mercader. Él es mi fiel asistente y chofer, Mauricio, y ella —añadió, señalando hacia la muchacha que se acercaba— es mi hija mayor, Carolain.
Carolain se unió al grupo, ahora vestida con un atuendo más cómodo: una blusa de manga larga blanca y un pantalón azul. Se secaba el cabello grisáceo, que brillaba intensamente bajo la luz de la luna que cubría el claro. Se sentó en un tronco junto a su padre.
Herald continuó, con gratitud en su voz:
—De nuevo, muchísimas gracias. Estoy en deuda con usted, joven Ayanos.
Ayanos agitó una mano despreocupadamente, negando.
—Nada de deudas. Con una comida y un poco de agua es suficiente para mí.
En ese momento, Mauricio le extendió un plato rebosante de comida caliente. Ayanos tomó el plato con los ojos brillando de alegría y, agradeciendo, comenzó a comer sin dudarlo.
Mauricio lo observaba atentamente, casi como esperando una crítica sobre su preparación. Ayanos, notándolo, levantó el pulgar con la boca llena en señal de aprobación. Mauricio sonrió, visiblemente aliviado y orgulloso.
Carolain, mientras se secaba el cabello y veía a Ayanos devorar su plato de comida con entusiasmo, no pudo evitar mirarlo más detenidamente. Ahora que lo veo bien... es muy apuesto, pensó, sintiendo cómo un leve rubor se extendía por sus mejillas. ¿Qué estoy pensando? ¡No es momento para eso!, se reprendió a sí misma, apartando la mirada.
Avergonzada por su reacción, aclaró la garganta de manera algo torpe antes de preguntarle, con una tímida curiosidad:
—¿De dónde vienes?
La pregunta surgió no solo para disimular su sonrojo, sino también por la extrañeza que sentía al observar el atuendo del joven. Ayanos vestía un pantalón holgado de color púrpura oscuro, una camiseta gris y un abrigo con capucha del mismo tono, prendas muy distintas a las que la gente solía usar en el reino. Pero lo que más llamaba la atención eran sus calzados negros y amarillos: no parecían botas, ni zapatos, ni ningún otro tipo de calzado que Carolain conociera.
Ayanos, con la boca llena hasta casi no poder hablar, tragó apresuradamente para no atragantarse y respondió:
—Vengo de un lugar muy lejano... Viví un tiempo en una pequeña aldea muy al sur del reino —sonrió levemente, como invadido por lindos recuerdos—. Y ahora simplemente viajo... —hizo una breve pausa, bajando la mirada hacia su espada quebrada—. Aunque en este momento, necesito hallar a un buen herrero.
Al oírlo, ella sintió un entusiasmo inesperado; parecía que, de alguna manera, podía agradecer a su galante salvador. La muchacha se volteó hacia su padre, quien comprendió al instante las intenciones de su hija y, moviendo la cabeza, le dio su aprobación. Entonces, Carolain, con un brillo ilusionado en los ojos, dijo:
—¿Entonces quieres venir con nosotros? Nos dirigimos a Nilsen. Es la mayor ciudad después de la capital real, y allí seguro encontrarás a alguien que repare tu espada.
Con el corazón acelerado, la joven esperó ansiosa su respuesta.
—Si no es una molestia para ustedes, los acompañaré —dijo, levantándose y extendiendo su mano frente a la joven. Cuando Carolain la estrechó, él continuó—: Los protegeré hasta la ciudad, ¿qué les parece?
Gustosamente, y con una alegría luminosa, Carolain aceptó.
La tranquilidad que Ayano transmitía hizo pensar a la joven: "Me siento segura al oírlo."
A la mañana siguiente, el mercader, su hija y Mauricio, el versátil asistente, continuaron el viaje de tres días, esta vez junto a un nuevo pasajero. Avanzaron una gran distancia aprovechando el buen tiempo. El día estaba algo nublado, pero sin señales de lluvia, prometía transcurrir sin contratiempos.
Sin embargo, los caballos se alteraron brevemente.
Desde dentro del carruaje, Ayano pareció sentir algo acercándose, algo grande. Sin dudarlo, le pidió a Mauricio que se detuviera.
A través de una ventanilla trasera, Ayano bajó del carruaje ante las miradas preocupadas de los otros dos pasajeros. Abrió la puerta y caminó unos metros alejándose del grupo. Respirando hondo, concentró su atención en la espesa vegetación, esperando enfrentar a quien se aproximaba.
El suelo comenzó a estremecerse en intervalos, sacudido por las pisadas de un ser enorme. Pronto, emergió de entre los árboles: un gigante de unos cuatro metros de altura, de piel blanca y una cabeza que parecía la de un hongo.
Ayano decidió salir. No había alternativa: enfrentaría al enemigo. Si intentaban huir apresurando a los caballos, el gigante blanco no tardaría en alcanzarlos, pensó, mientras movía su mano hacia su espalda buscando algo... sin suerte.
—Cierto... rompí la espada —murmuró, poniéndo una cara de tonto.
Desde el carruaje, la joven quiso salir, sin mostrar miedo ante la amenaza, pero su padre la tomó del brazo, y Mauricio, en un rápido movimiento, se plantó frente a la puerta, impidiéndole el paso. La muchacha, llena de valor pero carente de la fuerza necesaria, forcejeaba inútilmente. Ayano, al ver la escena, le dijo a Mauricio entre los reclamos insistentes de la joven:
—Muchas gracias.
Con paso firme y sin rastro de titubeo, Ayano avanzó hacia el particular adversario. Se detuvo a una distancia segura del carruaje. Con un movimiento en el aire, como si tensara un arco invisible, una luz azul en formas de particulas comenzó a tomar forma en sus manos. Era una manifestación de maná: un arma de energía pura, no un hechizo como tal, sino mas bien era una fuerza concentrada de mana puro.
El ambiente se volvió pesado, el aire giraba a su alrededor, vibrando amenazante. El gigante dudó en dar su siguiente paso, como si comprendiera que lo que tenía enfrente era la desgracia inminente. Cuando la criatura de piel pálida y cabeza de hongo comenzó a retroceder, Ayano añadió aún más poder y complejidad a su ataque.
Con voz apenas audible, proclamó:
—Impacto medio...
La flecha de energía, volando a una velocidad imposible de seguir con los ojos, atravesó un círculo mágico azul que apareció en su trayecto a mitad de camino entre el y el gigante, aumentando su tamaño y densidad. Pareció desaparecer del aire hasta que impactó al gigante por la espalda. El estruendo sacudió los árboles y resonsdo en todo el bosque silencioso y dejó un surco profundo en el suelo. Pero por un segundo, la flecha chocó contra una barrera mágica invisible la que se quebró fácilmente, dejando a Ayano pensativo, pese al logro.
"¿Y eso qué fue?"
No tuvo tiempo para seguir reflexionando. La puerta del carruaje se azotó abierta de una patada, lanzando a Mauricio de cara al suelo. De un salto, Carolain salió disparada y se lanzó sobre Ayano, abrazándolo con euforia, habia visto todo por las ventanas del carruaje.
—¡Eso fue asombroso, Ayano! —exclamó emocionada.
Nadie entendía de dónde había sacado tanta confianza para llamarlo simplemente por su nombre, pero al joven no le importó. Dejó que se expresara a su antojo; no le serviría de nada llevarle la contraria.