Anne es una chica común: pelirroja, de ojos marrones y con una rutina sencilla. Su vida transcurre entre clases, libros y silencios, hasta que un día, al final de una lección cualquiera, encuentra una carta bajo su escritorio. No tiene firma, solo un remitente misterioso: "Tu luna". La carta está escrita con ternura, como si quien la hubiese enviado conociera los secretos que Anne aún no se atrevía a decir en voz alta.
Día tras día, más cartas aparecen. Cada una es más íntima, más cercana, más brillante que la anterior. Anne, con el corazón latiendo como nunca antes, decide dejar su respuesta: una carta pidiendo un número de teléfono, un pequeño puente hacia la voz detrás del papel.
Desde ese momento, las palabras ya no llegan en papel, sino en mensajes que cruzan el cielo entre la luna y la tierra. Entre risas, confesiones y silencios compartidos, Anne descubre que la persona tras el seudónimo no es un sueño, sino alguien real.
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Una semana sin verte
Era lunes y el asiento de Diana seguía vacío. Pasaron tres días. Luego cinco. Una semana. Y nada. Diana no volvía a clases.
Al principio, intenté convencerme de que solo era por el dolor, que necesitaba espacio. Pero cada día que pasaba sin verla, sin escuchar su voz temblorosa recitando poesía o ver sus ojos esquivando el mundo, mi corazón se hacía más pequeño. Le escribía mensajes a diario. Algunos largos, otros apenas unas palabras. Llamadas perdidas. Notificaciones que solo confirmaban el silencio.
Me acerqué a Maicol en el almuerzo, con los dedos entrelazados y los nervios dándome vueltas en el estómago.
—¿Sabes algo de ella? —pregunté, esperando, rogando.
Él negó con tristeza.
—No me responde tampoco —murmuró, bajando la mirada.
Esa noche, en la oscuridad de mi cuarto, abrí el chat y volví a escribir:
"Mi luna, estoy aquí. No importa si no puedes contestar. Solo quiero que sepas que aún orbito a tu alrededor. Te extraño."
La pantalla brillaba, indiferente. Mi corazón dolía como si cada día de su ausencia lo exprimiera un poco más. Me aferraba a las palabras que ella misma me enseñó, a la promesa que alguna vez tejimos bajo la luz de una lámpara: que incluso en la distancia, seguiríamos siendo Tierra y Luna.
Y aún sin señales de vida, sin respuestas, sin certeza, repetía mi promesa en silencio con cada amanecer: "Sigo aquí, amor. Esperándote."
Era jueves cuando tomé la decisión. No podía seguir esperando entre pasillos vacíos y mensajes sin respuesta. Mi cuerpo ya no podía sostener tanto silencio. Tomé el colectivo hasta el barrio donde vivía Diana, con el corazón latiéndome en la garganta. El cielo era claro, y los árboles florecían como si la primavera no supiera lo que dolía extrañar.
El trayecto fue largo. Cada calle que cruzaba me acercaba más a su casa, pero también al miedo. ¿Y si no quería verme? ¿Y si de verdad lo nuestro había terminado?
Frente a su casa, las ventanas estaban cerradas. El portón oxidado rechinó apenas lo empujé. Golpeé la puerta con suavidad, conteniendo la respiración. Pasaron segundos. Minutos. Hasta que el pestillo se corrió y un hombre apareció. Alto, de rostro áspero. Lo reconocí enseguida. Era el padre de Diana.
—¿Qué querés? —dijo con voz áspera, sin abrir del todo.
—Buenas tardes… soy Anne —dije con un nudo en la garganta—. Quisiera ver a Diana. Estoy preocupada por ella.
Él me miró. Me miró de verdad, como si hubiera confirmado una sospecha. Sus ojos se oscurecieron. Y antes de que pudiera decir otra palabra, escupió en el piso frente a mí.
—¡Fuera de esta casa! —gritó—. ¡Vos sos la razón de la desgracia de mi hija! ¡Fuera, degenerada!
Mi cuerpo se paralizó. La saliva sobre el suelo ardía más que cualquier insulto. Quise hablar, decirle que la amaba, que no le había hecho daño, pero el temblor en mis piernas no me lo permitió. Mis labios no se movían.
—No vuelvas nunca más —dijo cerrando la puerta con un portazo que estremeció la calle.
Me quedé allí, frente a la casa cerrada, con la primavera floreciendo a mi alrededor como una cruel ironía. El canto de los pájaros me pareció insoportable. Mis piernas me sostuvieron apenas mientras caminaba hasta la esquina, y cuando estuve segura de que nadie me veía, me derrumbé en una banca bajo un jacarandá.
Lloré. Lloré con bronca y amor. Lloré con miedo. Lloré porque sabía que Diana estaba atrapada ahí dentro, con esa violencia que la negaba, que la quería callar, esconder, borrar. Y yo afuera, inútil, sin poder alcanzarla.
Saqué el celular una vez más. Mis dedos temblaban. Le escribí:
"Tu tierra te vino a buscar. Pero el mundo nos escupe. Aun así, aquí estoy. Orbitando. No me voy a ir."
Ningún mensaje azul. Ninguna señal.
Pero juré quedarme cerca. Juré no alejarme.
Porque mi luna estaba herida. Y aún desde la distancia, yo sería su faro.
Esa noche, el viento olía a flores abiertas y a dolor contenido. Pero también a promesa. A constancia. A amor.
Y yo no iba a soltarla.
Nunca.