En un mundo donde zombis, monstruos y poderes sobrenaturales son el pan de cada día... Martina... o Sasha como se llamaba en su anterior vida es enviada a un mundo Apocaliptico para sobrevivir...
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capítulo 20
Rebeca, quien poseía una habilidad inusual para oír y ver a través de las paredes, no tardó en captar la conversación clandestina entre algunos de los recién llegados. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia mientras procesaba cada palabra. No lo dudó ni un segundo. Se reunió de inmediato con Steven y Mike en la sala de control para contarles todo.
—Están cuestionando el liderazgo —dijo, cruzándose de brazos, con una expresión sombría—. Hablan de cómo fue un error venir aquí, de cómo deberían organizarse entre ellos para tomar decisiones. Incluso dijeron que no se puede confiar en dos niños.
Mike apretó los puños. La rabia subió por su cuerpo como un fuego traicionero.
—¿Mi hermana casi pierde la pierna por rescatarlos y aún así se atreven a hablar así? ¡Desagradecidos!
El joven golpeó la mesa con el puño, provocando un leve temblor en las pantallas. Rebeca no dijo nada, sabía que la furia de Mike solía ser explosiva pero fugaz. Steven, en cambio, mantuvo la calma.
—Cálmate, Mike —pidió con un tono sereno pero firme—. No sabemos por lo que han pasado. Han vivido en carne propia lo peor de este nuevo mundo. Tal vez solo necesitan tiempo para confiar… y una pequeña demostración de que este lugar funciona porque hay orden.
—¿Orden? ¿Y si intentan tomar el control? —Mike lo miró con desconfianza.
—Entonces sabremos actuar. Pero antes… creo que deberían ver con sus propios ojos lo que hemos construido. Aún no han hecho el recorrido completo por las instalaciones, y eso puede estar afectando su percepción. Mostrémosles la verdad, pero bajo nuestros términos.
Al día siguiente, Mike se ofreció a guiarlos por el refugio con una amabilidad tan falsa que hasta un niño podría haberlo notado. Detrás de él, Steven y un par de soldados armados observaban todo con cautela, sin intervenir, pero preparados ante cualquier señal de peligro.
El grupo de recién llegados caminaba con expresión desconfiada. Susurraban entre ellos, observando las paredes, los dispositivos de seguridad, las cámaras. Karl, un hombre de unos cincuenta años con aspecto recio y mirada penetrante, fue el primero en atreverse a decir lo que todos pensaban:
—¿Dónde está la comida?
Mike y Steven intercambiaron una mirada. Luego, sin decir una palabra, los guiaron hacia una pesada puerta de acero que descendía hacia el sótano. Mike colocó su mano sobre un lector biométrico. Un haz de luz escaneó su retina, seguido por una voz mecánica que solicitó una contraseña.
—Alfa tres, unidad protectora —pronunció Mike con voz clara.
La puerta se abrió lentamente, revelando una sala impresionante. Cientos de estantes perfectamente organizados estaban repletos de alimentos no perecederos. Más al fondo, enormes refrigeradores industriales almacenaban carnes: pollo, cerdo, pescado. También había frutas y verduras conservadas por procesos especiales, semillas, agua potable en galones, e incluso medicamentos de largo vencimiento.
Los visitantes se quedaron boquiabiertos. Era más comida de la que habían visto en meses. Pero antes de que pudieran acercarse, un ruido metálico los sobresaltó. De golpe, la puerta se cerró detrás de ellos con un estruendo.
—¡¿Qué fue eso?! —exclamó una mujer, su voz cargada de pánico.
Una voz automatizada habló desde los altavoces:
**Sistema de oxígeno desactivado. Modo de contención activado.**
Steven se adelantó tranquilamente y explicó:
—Es un sistema de seguridad. Esta habitación y algunas otras zonas estratégicas no requieren oxígeno. En caso de intento de saqueo, se inundan con dióxido de carbono para neutralizar amenazas sin dañar la mercancía.
—¡¿Qué?! —gritó Karl—. ¡Eso podría matarnos!
Mike asintió, frío como el acero.
—Exactamente. Este sistema nos mantiene seguros a todos. Solo mi hermana o yo podemos acceder a esta área. Si alguien más lo intenta, la habitación se bloquea automáticamente y los intrusos... mueren.
Los murmullos se elevaron entre el grupo. El miedo y la indignación crecían como espuma.
—¿Y ustedes permitieron que toda la comida esté bajo el control de dos niños? —acusó Karl mirando directamente a los soldados que los acompañaban—. ¿No es eso... peligroso?
Steven se dispuso a contestar, pero no tuvo oportunidad. Martina, que hasta hacía unos minutos observaba las cámaras desde la sala de control, había escuchado toda la conversación. Ignorando las recomendaciones de Diego, bajó al sótano con pasos decididos.
—¿Dijeron que somos niños peligrosos? —preguntó con voz firme y serena—. Bueno, nadie los obliga a quedarse si no quieren. Ya lo dije antes, y lo repetiré tantas veces como sea necesario: esta es mi casa. Si se quedan, son bienvenidos a convivir en armonía y a trabajar por el bien colectivo. Caso contrario, pueden marcharse a donde deseen. De hecho, si así lo deciden, podemos prepararles bolsos con provisiones para algunos días. No somos inhumanos.
—¡Nos están echando! —acusó una mujer, con los ojos abiertos por el horror.
—¿Acaso dije eso? —Martina arqueó una ceja—. Solo estoy dando opciones. Este no es un refugio militar ni una prisión. Es una comunidad, y como tal, se construye sobre la confianza y el respeto.
Mike, preocupado por su hermana, se acercó a ella.
—Martina, deberías estar descansando…
—Sí —admitió ella—, pero vi algo en las cámaras que no me gustó. Y vine a aclarar cómo son las cosas en nuestro hogar.
Karl frunció el ceño.
—¿Nos vigilan?
Esta vez fue Steven quien intervino.
—Por supuesto. No por desconfianza, sino por seguridad. Somos buenas personas, pero no somos ingenuos. Si se quieren quedar, deberán trabajar como todos. Algunos cultivan, otros limpian, cocinan o patrullan. Cada quien aporta su grano de arena.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Los niños no están obligados a trabajar, pero sí a estudiar. Por eso los verán con los agricultores, mecánicos, médicos, cocineros y otros profesionales. Cuanto más aprendan desde pequeños, mejor estarán preparados para el futuro.
Martina añadió:
—Este es, por lo que sabemos, el único lugar seguro. Pueden preguntárselo a cualquiera de las cuarenta personas que estaban aquí antes de su llegada. Verán que jamás faltó comida, ni se trató a nadie con desigualdad. Llevamos tres meses viviendo en paz, y nadie vendrá a romper esa paz. Nadie.
El silencio se hizo denso como el humo. Los visitantes no supieron qué decir. Aquellos niños, a quienes habían subestimado, no solo hablaban con la seguridad de adultos, sino con la experiencia de sobrevivientes.
De pronto, una de las mujeres, de unos treinta años, dio un paso al frente. Llevaba a una niña de la mano.
—Yo... —dudó, pero luego enderezó la espalda—. Lo siento. Perdimos tanto... y nos cuesta creer que aún pueda haber algo bueno. No queríamos causar problemas. Solo... miedo.
Martina la miró con compasión.
—Lo entiendo. Todos tenemos miedo. Pero aquí aprendimos a no dejar que el miedo nos gobierne.
Steven hizo una seña a uno de los soldados, quien reactivó el sistema de oxígeno y desbloqueó la puerta.
—Vamos arriba. La comida sigue estando aquí, intacta. Pero ahora ustedes saben por qué lo estará mañana también.
Mientras subían por las escaleras metálicas, muchos de los nuevos miraban a Martina y a Mike con respeto renovado. La seguridad no estaba en las armas, ni siquiera en las cámaras: estaba en la convicción con la que esos hermanos protegían lo suyo, en su organización, en su lealtad a los demás.
Y por primera vez desde que llegaron… sintieron que quizás, solo quizás, ese lugar sí podría ser un verdadero hogar.