Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capitulo 17; Las reglas del juego
Moscú, 07:30a.m. – Clínica Aleksandrov.
El convoy se detuvo frente al edificio de cuatro pisos.
El edificio tenía fachada blanca, ventanales limpios, cámaras discretas. Por fuera, un centro médico privado de alto nivel. Por dentro, un punto más en el mapa de control de los Ivanov.
El vehículo de Nikolái se adelantó al resto. En cuanto la puerta se abrió, dos hombres de seguridad se movieron. No necesitaron instrucciones. Ya sabían el protocolo.
Uno de ellos era Igor, su jefe de avanzada. Treinta y siete años, ex fuerzas especiales, mirada seca. El otro, Kirill, su sombra desde hace seis. Callado, preciso, obediente. Ambos revisaban el entorno con discreción.
Nikolái salió del auto.
Entró directo al edificio sin mirar a nadie. El personal del primer piso bajó la cabeza al verlo pasar. No porque les diera miedo, sino porque sabían que es lo correcto. Él no necesita hablar para que se respete su presencia.
Una recepcionista se puso de pie. Solo hizo un gesto de reconocimiento.
El director médico lo esperaba frente al ascensor. No dijo nada. Solo inclinó la cabeza.
Sabía que la clínica era suya en los papeles, pero el control real no salía en ningún documento.
—Sr.ivanov lo esperan en la sala de reuniones, tercer nivel —informó El Director, ya delante de él.
Nikolái no respondió. No hacía falta.
Subió al tercer piso. A esa hora, la mayoría de pacientes aún no llegaban. Eso también estaba calculado. Él no hace reuniones cuando hay interrupciones.
La sala de juntas era amplia, sin lujos innecesarios. Mesa de vidrio, fondo neutro, una pantalla encendida mostrando un mapa de distribución de clínicas en Moscú, Sochi, Kazán y Vladivostok.
Dos hombres ya estaban sentados.
Uno de ellos: Iván Borodin, empresario de tecnología médica. Cauto, elegante, con la sonrisa justa.
El otro: Alejandro Valenko, un viejo conocido. Socio menor, útil, pero no lo suficiente como para confiarle nada más allá de la puerta.
Nikolái se sentó al frente, sin mirar a nadie en particular.
—Empecemos —dijo.
Iván habló primero. Tenía la voz de los que están acostumbrados a negociar, pero no a compartir el control.
—La expansión de la cadena de clínicas privadas nos permitiría entrar en el corredor sur de la ciudad. Inversión inicial: veinte millones. Recuperación en dos años. Ya tenemos proveedores cerrados.
Nikolái no lo interrumpió. Lo dejó hablar. Escuchó todo. Cuando terminó, deslizó la mirada hacia Alexéi, que estaba de pie tras él con una tablet.
Alexéi le mostró los datos. Uno por uno. Sin decir una palabra.
—¿Quién recomendó al arquitecto principal? —preguntó Nikolái, sin emoción.
Iván dudó un segundo.
—Fue sugerencia del grupo de inversores de Viena.
—Sáquenlo.
—¿Hay algún problema? —preguntó Iván, todavía con tono profesional, pero ya más cauto.
Nikolái alzó la vista por primera vez.
—Ese arquitecto fue investigado por sobreprecios hace dos años. Infló tres licitaciones estatales en 2022.No lo quiero cerca de mis estructuras.
Iván parpadeó. Dos veces.
Sergei no supo si mirar a su socio o quedarse mirando la mesa.
—Podemos encontrar otro esta misma semana.
Nikolái se recostó levemente en la silla, como si acabara de decir que estaba lloviendo.
—Lo vas a buscar hoy.
Sergei carraspeó.
—El proyecto sigue siendo viable. La zona está limpia.
—La zona la limpiamos nosotros —corrigió Nikolái—. No me repitas lo que yo ya sé.
Iván volvió a asentir. Más contenido esta vez.
Alexéi se acercó y le tendió un papel.
—La propuesta modificada estará lista esta noche —intervino él, cortando la tensión.
Nikolái se levantó. Nadie más se movió.
—Si esto se aprueba, firmamos en tres días. Si no, el proyecto se congela y busco otro grupo.
Miró a Iván.
—Y traé sócios que no duden. No me gusta perder el tiempo con este tipo de personas.
Se retiró. Sus hombres lo siguieron sin hablar.
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[POV' Anastasia]
Mansión Ivanov – Área privada de las mascotas – 12:00 p.m.
Las tardes aquí eran distintas. No se escuchaban bocinas, ni gritos de fondo, ni el ajetreo habitual de Moscú que solía colarse por las ventanas de mi antigua vida. Solo el murmullo lejano de los guardias haciendo rondas, el roce de los pasos de los empleados cumpliendo su rutina... y a veces, el sonido de las hojas moviéndose con el viento.
Bajé las escaleras sin apuro. Había estado encerrada en mi habitación más tiempo del que me gustaría admitir, pero a estas alturas ya era parte de mi día a día. Mi rutina últimamente se había vuelto casi automática: enviaba informes del trabajo de la clínica desde la oficina privada que me asignaron. Y hacerme cargo del cuidado de las mascotas. Esa es, honestamente, mi parte favorita de este lugar.
Desde aquella noche en la subasta, rara vez me cruzaba con Nikolái o Dmitri.
Y para ser sincera… me venía bien. Evitarles era más sencillo que enfrentar ese revoltijo de emociones que todavía no sabía nombrar.
La casa de los animales estaba al extremo este del terreno, justo donde el césped comenzaba a perder su orden perfecto y los árboles altos ocultaban parte de la vista.
Un bloque de cemento elegante, silencioso, rodeado de sensores que encendían luces suaves al cruzar la línea invisible que delimitaba su territorio.
No hacía falta un cartel. Ese lugar dejaba claro que no era para cualquiera.
Titán ya estaba ahí, como siempre.
Acostado sobre su alfombra de algodón, con la cabeza entre las patas y los ojos clavados en la puerta… incluso antes de que yo entrara.
No se movió. No gruñó. Solo me observó en silencio. Casi como si me reconociera por el sonido de los pasos.
—Hola, guapo… —le dije en voz baja, dejando la caja de acero sobre la mesa metálica—. ¿Me estabas esperando, eh?
Movió la cola una sola vez. Lenta. Casi con desgano, pero ahí estaba.
Le gustaban los halagos. Creo que se parece demasiado a su dueño.
Apoyé la caja de acero sobre la mesa, me coloqué los guantes y empecé a organizar su comida. Carne cruda, trozos de hígado, corazón. Ya no me daba impresión. Después de un mes haciendo esto, se vuelve parte del día. Como lavarse los dientes. Uno deja de pensar en lo que es raro cuando vive rodeada de cosas que no lo parecen.
Noir tardó en aparecer. Como siempre.
Jamás era la primera en llegar. Se tomaba su tiempo. Bajaba solo cuando lo decidía, como si observarme fuera más interesante que acercarse.
—Vamos, hermosa... no te hagas la difícil —murmuré, sin apuro—. Hoy hace fresco. Te va a gustar. Aunque con esa actitud... empiezo a creer que tú también te pareces a él.
Se acercó despacio, sin quitarme los ojos de encima. No bajó la cabeza hasta que su comida estuvo servida. Entonces, como si al fin me diera su aprobación, empezó a comer.
Me senté en el banco de concreto junto a la pared, estirando las piernas. Titán vino directo y se acomodó a mi lado, apoyando la cabeza contra mi pierna con el mismo gesto de siempre. Ya no me sobresaltaba. Ya no tensaba los músculos.
De hecho, casi se sentía… cómodo.
Deslicé la mano, aún enguantada, detrás de su oreja.
Él gruñó suave, aprobando el gesto.
—¿Por qué eres tan guapo, ah? —susurré con una sonrisa leve—. Eres como un oso... pero uno que podría arrancarle la cabeza a alguien sin pensarlo.
Los minutos pasaban lento ahí dentro.
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La puerta se abrió sin apuro, como si el silencio del lugar le diera permiso de entrar. Dmitri no hizo ruido. Su sombra cruzó el umbral antes que su voz. Se detuvo ahí, de pie, con una calma ensayada que contrastaba con la energía inquieta que se respiraba en la habitación.
Anastasia estaba sentada aún en el banco de madera, con las piernas cruzadas y los dedos entrelazados en el pelaje oscuro de Titán. El rottweiler parecía hipnotizado por sus caricias. Ella ni siquiera se giró al escuchar la puerta. Solo lo supo. Lo sintió en la piel antes que en los oídos.
—Así que... este es tu escondite —murmuró Dmitri, con esa voz baja que sabía exactamente dónde golpear—. No esperaba encontrarte aquí, Ángel.
Ella alzó la mirada sin apuro, sin disfrazar el pequeño sobresalto que le provocaba su presencia. Lo miró por encima del hombro, con una expresión serena, pero con los ojos ligeramente tensos. No era miedo. Era otra cosa. Algo más visceral.
—Tal vez los animales me inspiran más confianza que los humanos —respondió, con una voz clara, sin necesidad de subir el tono. Lo dijo como quien lanza una ficha en una mesa de juego.
Dmitri ladeó la cabeza, entretenido. Sonrió con esos labios que no dejaban ver si se burlaba o si aprobaba. Dio dos pasos dentro, sin apurarse. Sin quitarle los ojos de encima.
—Eso fue un golpe bajo… —dijo él—. Pero merecido.
Dmitri curvó los labios en una sonrisa sutil. No era amplia, ni simpática. Era la sonrisa de quien disfruta el doble sentido de una frase y el triple sentido de una mirada.
—Vaya… así que no eras tan ingenua como aparentabas. —Dio dos pasos al frente—. Me gusta. Estás empezando a mostrar los colmillos, Ángel.
Ella lo miró fijo, sin parpadear.
—¿Y eso te molesta?
Dmitri dio un paso más, tan cerca que si ella estiraba la mano podría tocar la tela de su camisa.
—No, Ángel. Me encanta. No hay nada más aburrido que una presa fácil.
Hubo un segundo de silencio. No incómodo. Uno de esos silencios que vibran en el aire como una cuerda tensa a punto de romperse. Los ojos de ambos se midieron, sin moverse.
Titán bostezó.
Dmitri se giró sin apuro. Ya se iba. Pero antes de cruzar la puerta, sin siquiera mirarla, soltó la frase. Tranquilo. Descarado. Como si nada.
—Tranquila, Ángel… se te nota que ya no sabés a quién estás intentando evitar.
Y salió como si no acabara de decir algo que la dejó sin una sola palabra.