«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Inusitadas Ocurrencias
El reloj marcaba ya las once y media, y la fiesta había alcanzado ese punto donde las risas son más fáciles y las inhibiciones más ligeras. Marta, con las mejillas sonrosadas por el baile y quizás una copa de más, se dejó caer en uno de los sofás junto a Elvira. El ejercicio y el vino habían conspirado para convertir el aire acondicionado en un mero adorno decorativo.
—¡Madre mía, qué calor! —exclamó, abanicándose con una servilleta—. No recordaba que bailar fuera tan agotador.
Arturo, quien parecía haber desarrollado un repentino interés por esa zona particular del salón, se acercó con dos copas de sangría. Su camisa azul, ligeramente desabrochada por el ambiente festivo, le daba un aire casual que contrastaba con su habitual formalidad.
—¿Las señoritas necesitan refrescos? —ofreció, manteniendo una sonrisa que intentaba ser casual pero que Elvira catalogó inmediatamente como "sonrisa de lobo con intenciones".
—¡Mi salvador! —bromeó Marta, incorporándose ligeramente para aceptar la copa.
Fue entonces cuando sucedió. En un movimiento que pareció desarrollarse a cámara lenta para deleite de Arturo y diversión de Elvira, Marta cruzó las piernas para acomodarse mejor. Su falda, que hasta ese momento había mantenido una discreta compostura, decidió revelarse contra la gravedad. El tejido se deslizó como una cortina que se abre en el momento culminante de una obra, ofreciendo una vista fugaz pero inequívoca de una prenda íntima color naranja que brillaba como un atardecer prohibido.
Arturo, pillado completamente desprevenido por este espectáculo improvisado, se quedó paralizado con las copas en alto, como una estatua de la perplejidad. Su mandíbula pareció olvidar momentáneamente cómo funcionaba la gravedad, y el color de su rostro comenzó a competir con el de la sangría.
Elvira, observadora profesional de momentos incómodos, contuvo una carcajada al ver cómo Arturo intentaba simultáneamente mirar y no mirar, mantener la compostura y no derramar las bebidas, todo mientras su cerebro parecía estar ejecutando un reinicio de emergencia.
—¿Te encuentras bien, Arturo? —preguntó Elvira con fingida inocencia—. Pareces algo... acalorado.
—Yo... eh... las copas... es decir... —balbuceó él, mientras sus ojos realizaban una danza frenética entre el techo, el suelo y cualquier punto que no fuera el sofá.
Marta, ajena al caos que había desatado, ajustó su falda distraídamente, sellando aquel pequeño momento de revelación que había dejado a Arturo en estado de cortocircuito mental.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Marta, inclinándose hacia adelante con genuina preocupación, creando sin querer un nuevo ángulo que no ayudó en nada a la recuperación de Arturo—. Estás rojo como un tomate.
—Debe ser el calor —intervino Elvira, con una sonrisa que sugería que estaba disfrutando cada segundo de aquella pequeña comedia—. ¿Por qué no te sientas con nosotras, Arturo? Antes de que se te caigan las copas... o algo más.
Arturo se sentó mecánicamente, su mente todavía procesando aquella imagen que, estaba seguro, lo perseguiría en sus sueños. Elvira, maestra en el arte de la observación, notó cómo él intentaba mantener una conversación coherente mientras su memoria visual trabajaba horas extra.
—¿Sabes, Arturo? —comentó Elvira con malicia—. Dicen que el naranja es el color de la creatividad... y de los pensamientos inesperados.
La sangría en la copa de Arturo sufrió un pequeño tsunami.
Las tres de la madrugada llegaron sigilosas, como un ladrón de energías. La música había bajado a susurros y el salón de eventos comenzaba a mostrar las cicatrices de la celebración: copas medio vacías, servilletas arrugadas y el confeti que decoraba el suelo como estrellas caídas. Los últimos supervivientes de la fiesta se despedían entre bostezos mal disimulados y promesas de repetir la experiencia.
Marta y Ernesto iniciaron el ascenso por las escaleras, ella descalza con sus tacones en la mano —víctimas de demasiadas horas de baile— y él aflojándose la corbata como quien se libera de una condena. El vino había dejado en ambos esa pesadez placentera que hace que el mundo parezca moverse a cámara lenta.
Fue en el rellano entre el segundo y tercer piso donde se produjo el encuentro. Arturo bajaba con Karina acurrucada en sus brazos, la pequeña completamente rendida al sueño, con sus coletas deshechas y un peluche aprisionado contra su pecho. La luz mortecina de la escalera creaba sombras que bailaban en las paredes, como testigos silenciosos de lo que estaba a punto de suceder.
—Buenas noches —susurró Arturo, su voz ronca y suave como terciopelo gastado.
Sus ojos, al encontrarse con los de Marta, parecían contener todo un universo de posibilidades no dichas. La mirada se prolongó una fracción de segundo más de lo socialmente aceptable, el tipo de mirada que hace que el aire se vuelva espeso y el tiempo se detenga.
—Buenas noches —respondió Marta, y en esas dos palabras había más que una simple despedida.
El cosquilleo que recorrió su espina dorsal nada tenía que ver con el vino que había bebido. Era algo más primitivo, más peligroso, como electricidad estática antes de una tormenta. Sus dedos se cerraron con más fuerza alrededor de los tacones, buscando un ancla en la realidad.
Ernesto, a su lado, parecía estar en otro planeta. Sus pensamientos vagaban por los pasillos de la memoria reciente, reproduciendo una y otra vez la imagen de Rosario: el movimiento hipnótico de su falda al caminar, la forma en que sus labios se curvaban al sonreír, ese gesto desdeñoso que la hacía parecer inalcanzable y por ello mismo más deseable. En su mente, repasaba cada una de sus meteduras de pata de la noche, cada comentario torpe que ella había respondido con elegante sarcasmo.
El momento se estiró como caramelo caliente hasta que Karina, en sus sueños, murmuró algo ininteligible y se removió en los brazos de su padre. El hechizo se rompió como una pompa de jabón.
—Que descansen —añadió Arturo, sus ojos aún anclados en Marta como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro sonrojado.
—Igualmente —respondió Ernesto automáticamente, su mente todavía perdida en el recuerdo de una falda negra y una sonrisa sardónica de una jovencita.
Mientras continuaban su ascenso, el eco de sus pasos en la escalera parecía marcar el ritmo de los pensamientos no pronunciados. Marta podía sentir aún el peso de la mirada de Arturo sobre su piel, como una caricia fantasma que se negaba a desaparecer. A su lado, Ernesto seguía navegando en sus propias fantasías, ajeno al pequeño drama que se había desarrollado junto a él.