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Cuando Era Joven, Me Convertí En Millonario

Cuando Era Joven, Me Convertí En Millonario

Status: En proceso
Genre:Romance / Comedia / CEO
Popularitas:422
Nilai: 5
nombre de autor: Cristián perez

Me hice millonario invirtiendo en Bitcoin mientras aún estudiaba, y ahora solo quiero una cosa: una vida tranquila... pero la vida rara vez sale como la planeo.

NovelToon tiene autorización de Cristián perez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 14: Malos Amigos

El tiempo voló, y antes de que Adrián Foster se diera cuenta, ya había pasado una semana desde que tomó las riendas de su nueva compañía. Poco a poco se fue adaptando a la rutina de oficina: horarios de nueve a cinco, juntas interminables, documentos que requerían su firma. Aunque, siendo sinceros, su vida laboral estaba lejos de ser convencional.

Adrián era el director general, el dueño, el hombre que había comprado la empresa por capricho más que por necesidad. A veces llegaba tarde sin preocuparse demasiado, otras veces se marchaba antes de la hora oficial. Nadie se atrevía a decirle nada: al final del día, todo aquel edificio le pertenecía.

—Para esto vine —pensaba mientras estiraba las piernas sobre su escritorio de caoba, con la consola encendida frente a la pantalla gigante—. No para ahogarme en papeles.

Era verdad: había equipado el piso ejecutivo con varias consolas de videojuegos y una colección completa de títulos. Cuando las reuniones se volvían insoportables o los reportes demasiado monótonos, escapaba a su pequeña sala privada para perderse en partidas de shooters o carreras de Fórmula 1.

Aun así, algo le molestaba.

No era la carga de trabajo, ni el peso de dirigir una empresa multimillonaria. Lo que realmente lo inquietaba era que su relación con Helen Montgomery, la joven influencer que había contratado como directora de marketing digital, apenas avanzaba.

Más allá de las reuniones corporativas y los saludos formales, casi no compartían tiempo. Helen viajaba constantemente, grabando contenido para sus redes, colaborando con marcas o asistiendo a eventos en Manhattan y Los Ángeles. Cada vez que Adrián intentaba acercarse, ella ya estaba tomando un vuelo o cerrando otro acuerdo.

—Vine aquí para conquistarla, no para que me dejara plantado con excusas de agenda —mascullaba mientras miraba el reloj de su oficina—. El dolor de ver pasar los días sin avanzar es indescriptible.

Adrián sabía que estaba siendo impaciente. Solo habían pasado diez días desde que la conoció en persona. Pero su carácter era así: decidido, directo, acostumbrado a obtener lo que quería.

—Si espero demasiado, alguien más podría aparecer… —se decía mientras jugueteaba con un vaso de whisky importado—. Helen es hermosa, talentosa y libre. No le faltan pretendientes.

Además, con sus veinticinco años, seguramente su familia ya la presionaba con citas a ciegas, compromisos, la idea de formar una familia. ¿Podía él arriesgarse a esperar indefinidamente? No.

Adrián nunca había tenido una relación seria. Aquella era la primera vez que perseguía de verdad a una mujer. Pensaba mucho, pero hacía poco, y eso lo frustraba.

—Otros en mi lugar ya habrían hecho algo más descarado, la habrían invitado, insistido, buscado una y otra vez… —reflexionó con un dejo de ironía—. Pero yo sigo jugando videojuegos en la oficina como un adolescente millonario.

A las cinco en punto, guardó la consola, apagó el monitor y se puso de pie. Caminó hasta la recepción, donde la joven recepcionista lo miraba con una mezcla de respeto y curiosidad.

—Hora de salir, Linda. Que tengas un buen fin de semana. —le dijo con una sonrisa ligera, mientras marcaba en su reloj la hora exacta.

Ella lo despidió amablemente, pero en cuanto salió por la puerta, los murmullos comenzaron entre los empleados que aún quedaban.

—Siempre está esperando a que marquen las cinco —comentó uno.

—Sí, pero no lo compares con nosotros. El Sr. Foster es un millonario que juega a ser jefe. Nosotros sí dependemos de esto para sobrevivir.

—Entonces, ¿por qué compraría una empresa si no piensa trabajar?

—Quién sabe. La gente rica está aburrida, supongo. Esto para él es un pasatiempo.

Entre risas y susurros, Adrián ya había tomado el ascensor privado hacia el estacionamiento subterráneo.

En el garaje, rodeado de Lamborghinis, Ferraris, Aston Martins y Bentleys, su Rolls-Royce Phantom dominaba el lugar como un rey en su trono. Negro profundo, con detalles cromados impecables, parecía más una obra de arte que un automóvil.

Al verlo, Adrián sonrió con ironía.

—En su momento lo compré solo porque era el más caro. Y ni siquiera es cómodo de manejar. —Pasó la mano por la carrocería reluciente y añadió—: Debí quedarme con el Aston.

Subió al vehículo y encendió el motor con un rugido elegante. Las calles de Nueva York lo recibieron bañadas por una puesta de sol que pintaba el cielo de naranja y dorado. Entre el tráfico de la Quinta Avenida y la luz que se filtraba por los rascacielos, su coche era un espectáculo. Los demás conductores mantenían distancia: nadie quería arriesgarse a rozar un auto de millones de dólares.

Mientras conducía, rechazó una llamada entrante de una rubia espectacular que había conocido en una fiesta exclusiva en Central Park. Ni siquiera se molestó en contestar.

—Lo siento, preciosa, ya tengo alguien en mente.

Entonces sonó otra llamada, esta vez de un número guardado. Contestó con una media sonrisa.

—Hermano Adrián, ¿dónde andas? —preguntó una voz masculina, un poco chillona, casi divertida.

—Estoy en camino. —Adrián miró la ruta en el GPS—. Diez minutos y llego.

—Perfecto, avísame cuando estés afuera. Te recibo en la entrada.

Colgó y aceleró un poco. Al doblar en Riverside Drive, llegó frente a una mansión estilo neoclásico, una joya arquitectónica en pleno Manhattan. Fachada de piedra, ventanales altos, un jardín cuidado al detalle y un portón de hierro forjado que hablaba de siglos de riqueza y poder.

La puerta se abrió y apareció un hombre de su edad, sonrisa traviesa, cejas arqueadas como una luna creciente, piel clara y complexión delgada. Era Derek Hamilton, su compañero de universidad y, quizá, el único amigo de verdad que Adrián había hecho en aquellos años.

—¡Al fin llegaste, cabrón! —exclamó Derek con una carcajada mientras lo abrazaba.

—No me insultes en la puerta de tu propia casa, imbécil —respondió Adrián, devolviendo la risa—. Me haces quedar mal con tus vecinos.

Ambos entraron en la mansión, caminando sobre mármol negro pulido y bajo arañas de cristal que reflejaban la luz como estrellas artificiales. El lujo era evidente en cada rincón: cuadros, esculturas, sillones importados, todo exudaba riqueza.

En el salón principal los esperaba un hombre de mediana edad, complexión fuerte, cabello corto, mirada penetrante. Vestía ropa deportiva sencilla, pero su porte imponía respeto.

—Buenas noches, Sr. Hamilton —saludó Adrián con respeto—. Está usted cada día más joven.

Richard Hamilton, padre de Derek, empresario inmobiliario y uno de los hombres más influyentes de Manhattan, dejó el libro que tenía en las manos y sonrió ampliamente.

—Adrián Foster… cuánto tiempo. Cada vez que vienes traes un regalo, ¿eh? —dijo estrechándole la mano con firmeza—. Con tu sola presencia ya tengo suficiente.

Adrián le ofreció una caja de madera con discreción.

—Me enteré de que andaba buscando un Château d’Yquem de 1787. Tenía una botella guardada. Pensé que aquí sería más apreciada que en mi bodega.

Los ojos de Richard brillaron con sorpresa y satisfacción.

—Esto es demasiado, hijo. Ese vino vale una fortuna.

—Para mí sería polvo acumulado. Para usted será un placer. —replicó Adrián con una sonrisa segura.

Richard aceptó el obsequio, comprendiendo que aquel joven no solo tenía dinero, sino también visión y respeto. En silencio, pensó que Adrián era distinto a la mayoría de los herederos malcriados que había conocido: tenía ambición y carisma.

Y Derek, a su lado, lo miraba con complicidad. Porque aunque el título de “malos amigos” les quedaba, lo cierto era que ambos sabían que juntos podían causar más de un terremoto en Nueva York.

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