Me hice millonario antes de graduarme, cuando todos aún se reían del Bitcoin. Antes de los veinte ya tenía más dinero del que podía gastar... y más tiempo libre del que sabía usar. ¿Mi plan? Dormir hasta tarde, comer bien, comprar autos caros, viajar un poco y no pensar demasiado..... Pero claro, la vida no soporta ver a alguien tan tranquilo.
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Capítulo 14: Malos Amigos
El tiempo voló, y antes de que Adrián Foster se diera cuenta, ya había pasado una semana. Poco a poco se adaptó a la rutina de nueve a cinco en Lark Media Inc. Aunque a veces llegaba tarde o salía temprano, nadie se atrevía a decir nada: era el director general.
Adrián tenía sus quejas. Llegaba tarde porque su penthouse en Riverside Hills estaba lejos de la oficina. Y se iba temprano… porque no tenía nada que hacer.
Cada día era lo mismo: firmar documentos, asistir a reuniones o revisar informes. El resto del tiempo lo pasaba jugando videojuegos en su oficina. Tuvo la buena idea de equipar la empresa con varias consolas y un proyector, y se lo tomaba como una inversión en “bienestar corporativo”.
Aun así, había algo que lo frustraba: su relación con Claire Williams no avanzaba. Más allá de las reuniones, casi no tenían contacto. Ella pasaba la mayor parte del tiempo fuera, supervisando rodajes o grabando contenido con el equipo.
Claire era una empleada modelo, dedicada y profesional… pero para Adrián era también una fuente de frustración.
«Vine aquí a conquistarla, no a trabajar para ella», pensó más de una vez, suspirando.
A veces se preguntaba si estaba siendo demasiado impaciente. Apenas llevaban unos días trabajando juntos. Claire no tenía novio, así que no tenía prisa.
Mientras siguiera en la empresa, tarde o temprano tendría su oportunidad.
Pero luego se contradecía: “Esperar demasiado puede ser un error. El tiempo cambia las cosas.”
Claire tenía veinticinco años, ya no era una estudiante universitaria. Su familia probablemente la presionaba para tener pareja y casarse pronto.
Las relaciones no se podían dejar enfriar. Y si ella conocía a otro hombre, Adrián no tendría dónde esconder su arrepentimiento.Nunca había tenido novia. Era un completo inexperto en el amor. Pensaba demasiado y hacía muy poco.
Cualquier otro tipo ya se habría lanzado descaradamente a conquistarla, sin preocuparse por las consecuencias.
Pero él no. Solo podía mirar desde lejos, atrapado entre la arrogancia y la torpeza.
Esa tarde, al ver el reloj, sonrió satisfecho.
—Son las cinco. Oficialmente, he terminado por hoy —anunció mientras pasaba junto al mostrador de Emily Zhang, la recepcionista, que lo miró con una sonrisa cómplice.
—Que tenga un buen fin de semana, señor Foster.
—Lo tendré —respondió con un guiño, saliendo del edificio con paso relajado.
En el chat interno de la empresa, algunos empleados comentaban en tono de broma:
[Estaba esperando en recepción desde las 4:57. El señor Foster salió puntual a las 5:00. Tan perdedor como nosotros.]
[No compares. Él es un perdedor rico. Juega videojuegos en horario laboral. Nosotros trabajamos para sobrevivir.]
[¿Entonces por qué un millonario compraría una empresa solo para venir a trabajar?]
[Quién sabe. Tal vez los ricos se aburren en casa y necesitan un hobby.]
[ Mejor dejemos los chismes antes de que alguien nos escuche. ¡Hora de salir!]
Al llegar a casa, Adrián se dio una ducha larga y se sintió renovado.
Se puso una camiseta negra, unos shorts cómodos y zapatillas deportivas. Luego bajó al garaje subterráneo del edificio.
Entre los ascensores brillaban los reflejos metálicos de una docena de autos de lujo y algunos mas comunes: Chevrolet, BMW, Mercedes, Bentley, Aston Martin… y su Rolls-Royce Phantom negro, inconfundible.
Suspiró al verlo. “Cuando era más joven compraba cualquier cosa costosa sin pensar. Y al final, este coche no es ni la mitad de cómodo que mi Aston Martin”, murmuró para sí, sonriendo con ironía.
El auto seguía impecable, brillante como nuevo. No lo había usado en meses, pero el servicio de mantenimiento del complejo era impecable —lo que justificaba las exorbitantes cuotas de propiedad—.
Mientras conducía hacia el atardecer neoyorquino, el cielo se encendía en tonos dorados y rosados. Las nubes parecían pinceladas de luz flotando sobre el río Hudson.
Su Rolls-Royce se deslizaba por las avenidas de Manhattan, atrayendo miradas de curiosidad y respeto. Los autos a su alrededor mantenían una distancia prudente; nadie quería arriesgarse a rozar un coche de más de 400 mil dólares.
En el estéreo, sonaba una canción suave y nostálgica.
“Admito que todo es culpa de la luna… su luz me hace pensar que quiero quedarme contigo para siempre…”
El sonido de su teléfono interrumpió el ambiente.
—¿Dónde estás, hermano? —preguntó una voz al otro lado, con tono ligero y un poco burlón.
—Casi llego —respondió Adrián, mirando el GPS—. Diez minutos, como máximo.
—Perfecto. Llámame cuando estés aquí, y bajó a recibirte.
—De acuerdo, nos vemos en un rato.
El auto giró un par de veces y finalmente se detuvo frente a una mansión de estilo colonial en las afueras de la ciudad. Eran casas con historia, joyas arquitectónicas imposibles de encontrar hoy.
Una propiedad así en Nueva York no bajaba de los diez millones de dólares. Un lujo reservado para unos pocos.
Un hombre joven salió a recibirlo con una sonrisa.
—¡Hermano Foster! Te estaba esperando —dijo, abriendo los brazos.
Tenía una sonrisa fácil, las cejas marcadas y los ojos siempre un poco divertidos, como si nada pudiera tomarse en serio. De complexión delgada y piel clara, irradiaba un aire de eterno bromista.
Adrián sonrió al reconocerlo y le dio una palmada en el hombro.
—Cuánto tiempo sin verte, idiota.
—Ey, no me insultes en mi propia casa —replicó con fingida indignación—. Además, antes tú no eras mejor que yo.
Ambos rieron mientras entraban al interior.
Era Ethan Morgan, su antiguo compañero de universidad y uno de sus pocos amigos verdaderos.
Durante la carrera, su amistad había sido inseparable. Los dos provenían de familias ricas, compartían dormitorio y hasta competían en quién gastaba más en tonterías. Pero lo suyo iba más allá del dinero: eran casi hermanos.
Dentro, el mármol negro brillaba bajo las lámparas de cristal. El diseño interior mezclaba lo clásico con lo moderno, con paneles de madera oscura y muebles europeos importados. El lujo era evidente.
Desde el salón, apareció un hombre de unos cincuenta años, con porte elegante, cabello gris corto y mirada firme. Vestía un sencillo conjunto deportivo, pero su sola presencia imponía respeto.
—Buenas noches, señor Foster —dijo con voz grave y cordial.
Adrián se acercó inmediatamente y estrechó su mano.
—Encantado de verlo, señor Morgan. Se ve tan bien como siempre.
El hombre sonrió.
—Adrián, hacía mucho que no te veía. Me alegra tenerte en casa. ¿Y eso de traer regalos? Tu visita ya es suficiente honor.
Era George Morgan, padre de Ethan y un exitoso empresario inmobiliario.
Durante años había invertido en desarrollos urbanos por todo el estado de Nueva York y, aunque el mercado ya no era tan lucrativo, seguía teniendo una visión impecable para los negocios.
Admiraba la inteligencia y la discreción de Adrián, un joven que, pese a su fortuna, mantenía siempre los pies en la tierra.
Adrián sonrió, levantando una caja de madera.
—Escuché que buscaba un Château d’Yquem 1787, así que le traje una botella.
George abrió los ojos con asombro.
—¡Por Dios, muchacho! Ese vino cuesta una fortuna.
—No se preocupe. He dejado de beber. Prefiero que esté en buenas manos antes que acumulando polvo en mi cava.
Aunque protestó al principio, George terminó aceptando el obsequio con gratitud. Sabía que aquel detalle venía del corazón… y entre hombres de su nivel, los gestos valían más que las palabras.
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