Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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capitulo 14
El sol emergía radiante, tiñendo el horizonte con un fulgor cálido y dorado. La luz se derramaba sobre las colinas como un manto de fuego suave, despertando brillos sobre el rocío matinal. El grupo de soldados avanzaba a galope tendido, sus caballos marcando un ritmo firme sobre la tierra, como tambores de guerra que anunciaban su llegada.
A medida que ascendían, el paisaje se transformaba en un lienzo vivo, un lago a lo lejos atrapaba la luz como si fuera un fragmento de cielo caído a la tierra, rodeado por finas cascadas cuyo murmullo acariciaba el silencio. A ambos lados del camino, árboles centenarios lucían coronas de hojas encendidas en tonos rojos, ocres y dorados, formando un mosaico que danzaba al compás de la brisa. El aire estaba impregnado de aromas silvestres, hierba fresca, flores de campo, y un leve toque de tierra húmeda.
Cuando las primeras torres aparecieron en el horizonte, el corazón de Riven latió con fuerza. Allí estaba su hogar. Se alzaba tras un pueblo apacible, un castillo de piedra oscura y almenas orgullosas que parecían acariciar las nubes.
Riven tiró suavemente de las riendas, deteniendo el galope en lo alto de una colina. Aria, sentada delante de él, permanecía rígida, con las mejillas encendidas por la cercanía de su cuerpo. Él inclinó la cabeza y susurró, con una voz grave que parecía contener promesas y advertencias a la vez.
—Mira… —su brazo se extendió hacia el horizonte—. Este será tu hogar desde ahora en adelante.
Las palabras la golpearon más hondo de lo que él imaginaba. Aria sintió un peso en el pecho, un nudo extraño entre incredulidad y vértigo.
—¿Mi… hogar? —repitió para sí, como si la idea fuera un espejismo. Nunca, ni siquiera si los dioses se lo hubieran mostrado en sueños, habría creído tener un lugar al que pertenecer.
—Es hermoso… —murmuró, apenas audible.
Riven sonrió, complacido, y reanudó el camino cuesta abajo hacia el pueblo.
El galope de los caballos y el ondear de las banderas negras de los caballeros oscuros despertaron a la villa. La gente salió a las calles, primero con sonrisas y vítores… hasta que sus miradas recayeron sobre la figura envuelta en negro que cabalgaba junto a Riven. Entonces, las sonrisas se apagaron. Un murmullo inquieto se extendió como fuego en paja seca.
Aria lo sintió en la piel antes incluso de escucharlo. Cada par de ojos era un peso sobre su espalda.
—Quiero bajar… —susurró, con la voz crispada—. Caminaré.
Riven la miró, desconcertado.
—Estamos cerca del palacio, pronto…
—Quiero bajarme aquí —lo interrumpió, con un temblor que no pudo ocultar.
Él descendió del caballo para ayudarla, pero apenas sus pies tocaron la tierra, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
—¿Estás bien? —preguntó Riven, viendo su temblor.
No hubo respuesta. El murmullo de la multitud se volvió más agudo, más penetrante. Y entonces, las voces del pasado irrumpieron como cuchillas en la mente de Aria:
"Monstruo… Está maldita… ¡Quemenla!… Es un demonio… Todo lo causó ella… Maldición… Maldición…"
El aire le faltó. Los recuerdos de Valtoria la envolvieron, con las mismas miradas llenas de odio.
—¡No… otra vez no! —gritó, llevándose las manos a la cabeza.
Riven la sostuvo por el brazo, intentando estabilizarla.
—¿Te duele algo? ¿Qué te pasa?
Pero Aria estaba atrapada en su propio abismo. La gente se cerraba en círculo, los dedos señalando, los labios moviéndose en condenas silenciosas.
—No me toques —dijo ella, con una voz tan baja y quebrada que parecía salir desde lo más profundo de su dolor.
Mita, alarmada, saltó de su caballo y corrió hacia ella. Sin embargo, antes de alcanzarla, Aria se desplomó, presa de violentos temblores. Riven, por instinto, la sostuvo, pero Mita se abalanzó contra él.
—¡Suéltala, no la toques! —gritó, estrellándose contra su pecho como si golpeara una muralla.
Riven no cedió hasta que la súplica de Mita lo atravesó como una daga.
—Déjala, o la lastimarás…
Con el corazón encogido, la depositó en el suelo. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de impotencia.
—No… está pasando otra vez… —susurró, pensando en fantasmas de su propio pasado—. No puede morir…
Mita lo miró con una sonrisa amarga, casi cruel.
—No lo hará… —susurró, su voz como un filo helado—. Pero usted ha desafiado a los dioses, Riven. — Dice Mita con desdén — Y ahora… deberás soportar las consecuencias.