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Yo Te Elegí.

Yo Te Elegí.

Status: En proceso
Genre:Amor a primera vista
Popularitas:3.7k
Nilai: 5
nombre de autor: Mel G.

Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.

NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

NO ERES UNA VERDADERA CORJAN.

...Romina:...

La casa estaba llena, pero él no hablaba con nadie.

Desde que terminó el entierro, no se había movido del balcón. El saco del traje seguía sobre su espalda, desabotonado, como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que lo llevaba puesto.

Me acerqué sin ruido, con cuidado, y me detuve junto a él.

—¿Quieres agua…? —pregunté, con un hilo de voz.

Ni siquiera sé por qué dije eso. Tal vez porque no sabía cómo romper su silencio.

Él negó con la cabeza, sin mirarme.

Pero no se alejó.

Me quedé junto a él, apenas un par de centímetros entre nosotros.

El aire estaba frío. O tal vez era él, que se sentía así.

—No tienes que hablar —le dije, con suavidad—. Solo… no te encierres tanto.

Entonces me miró.

No eran lágrimas, pero sus ojos… estaban rotos.

Como si ya no le quedaran fuerzas para sostener el peso de ese día. Como si en lugar de lágrimas, se le estuviera desgarrando algo por dentro.

—Estoy aquí —agregué, más bajo—. No por lástima. Lo sabes, ¿verdad?

Su mandíbula se tensó apenas. Asintió.

Pero en vez de volver a mirar hacia el horizonte, sus ojos se quedaron en mí.

Y entonces, de pronto, rompió el espacio entre nosotros. No con palabras. Con un gesto mínimo.

Su mano rozó la mía.

No la tomó, no me abrazó. Solo la rozó, como si necesitara comprobar que estaba allí.

Y yo, sin pensarlo, entrelacé mis dedos con los suyos.

Su palma estaba helada.

Nos quedamos así.

De pie.

En silencio.

Mientras el mundo continuaba girando dentro de la casa, entre pésames, incienso y café amargo.

En ese balcón, él no era el hombre frío ni el guardaespaldas calculador.

Era solo un hijo… roto.

Y yo, una mujer que, sin entender por qué, no podía dejarlo solo.

...****************...

El silencio en el auto era espeso. No por incomodidad, sino por algo más hondo. Ahora, de regreso, Victor apenas decía palabra. Pero su pulgar dibujaba círculos distraídos en el dorso de mi mano. Eso me bastaba.

Me parecia tan imposible que gestos tan simples me hicieran sentir tan bien.

Cuando supe que quería ir conmigo hasta casa, me negué con suavidad. Le recordé que tenía chofer. Pero él solo dijo: “Hoy no quiero soltarte.”

Y yo… tampoco quería soltarlo a él.

El auto se detuvo frente a la casa. No necesitaba mirar hacia adentro para saber que algo no estaba bien. Las luces del vestíbulo estaban encendidas, y aunque era tarde, la sombra de dos figuras se movía dentro.

—¿Seguro no quieres que me quede? —preguntó Víctor, con esa voz grave y contenida que parecía más una promesa que una duda.

Asentí despacio, sin decir nada. Quería ser fuerte, pero después del velorio, del agotamiento, de los silencios del día, lo único que necesitaba era no estar sola. Y él lo supo.

—Voy contigo —añadió simplemente. Y me siguió hasta la puerta.

La abrí con cuidado. No hice ruido. No porque tuviera miedo, sino porque las voces me detuvieron justo al cruzar el umbral. Me quedé quieta. Víctor se detuvo a mi lado, alertado por mi gesto.

—No puedo creer que Alonzo haya dejado de buscarnos —decía mi madre, con ese tono agudo que usaba cuando algo la contrariaba—. ¡Todo por culpa de ella!

—Te dije que fue un error criarla —respondió mi padre, con esa calma que cortaba más que un grito—. Nunca debimos traerla a esta casa. Si al menos hubiera aceptado el compromiso con Alonzo…

Me llevé una mano al pecho. No respiraba. No pensaba. Solo escuchaba.

—Nos ha traído más vergüenza que otra cosa. Su actitud, sus decisiones, su carácter… no parece una Corjan —continuó mi madre.

—No lo es. Y tú lo sabes. Solo la criamos para cubrir el escándalo. Nada más.

Sentí que algo dentro de mí se rompía en mil pedazos. Como si hubiera estado agrietado desde siempre… y ahora por fin se viniera abajo.

—Ni siquiera muestra gratitud —agregó mi padre—. Nos desprecia. No es como Sabina. No es como los demás. Ella siempre fue… otra cosa.

Una sombra se cruzó en mi vista. El dolor era punzante, pero también estaba la furia. No sabía que lloraba hasta que sentí el calor resbalar por mi mejilla.

—Entonces lamento tanto haberles arruinado la vida —dije, alzando la voz desde la puerta.

Los dos se giraron. Mi madre soltó la copa que llevaba en la mano. Se hizo un silencio tan grande que dolía.

—Romina… —musitó mi madre.

—No. Ya no. No se atrevan —respondí, avanzando con paso firme—. ¿Saben qué es lo peor? Que ya lo sabía. Siempre lo supe. Pero no deja de doler que lo digan con tanto desprecio. Que ni siquiera en privado puedan decir algo bueno de mí. Que nunca hayan sentido… algo.

—No es tan simple —murmuró mi padre.

—No, claro que no. Ustedes me criaron… pero como a una carga, no como a una hija.

—Romina —intervino mi madre, dando un paso al frente.

Me retiré. Víctor se acercó, no dijo nada, pero se mantuvo a mi lado, como una muralla. Ellos lo miraron entonces, quizás buscando en él una alianza. Pero solo encontraron la firmeza que les faltaba.

—No tienen que preocuparse más —dije, con voz seca—. Me iré. No volveré a ser una carga para ustedes.

—¿Y a dónde irás? —preguntó mi padre, casi con burla—. ¿Con él?

No respondí con palabras. Solo giré y caminé hacia la puerta.

Víctor la abrió antes de que pudiera hacerlo yo. Sus dedos rozaron mi espalda como si me recordaran que estaba ahí, que me tenía.

Antes de salir, me volví por última vez.

—Gracias por la verdad. Aunque hayan tardado toda una vida en decirla.

Y sin mirar atrás, salí con Víctor.

Él no me dijo nada. Solo abrió el auto y me ayudó a subir. Luego, en silencio, tomó el volante y condujo.

No hizo preguntas. No necesitó respuestas.

Esa noche, solo su silencio me sostuvo.

...****************...

El departamento era amplio, silencioso… como si estuviera hecho a medida para alguien que, como él, sabía mantenerse al margen del mundo. El piso de mármol pulido brillaba con las luces indirectas que encendió al entrar. Todo estaba perfectamente ordenado: el mobiliario moderno, los ventanales enormes que daban a la ciudad iluminada, la madera oscura del comedor, el aroma tenue a cuero y whisky.

Lujoso. Pero no ostentoso. Ese lugar hablaba de poder, sí, pero también de control. De alguien que construyó su espacio para mantener fuera el caos.

Yo entré detrás de él, arrastrando los pies. Sentía los ojos secos de tanto contener el llanto, pero no tenía fuerzas para más.

Víctor dejó las llaves en una bandeja de plata sobre una consola de mármol y se quitó el abrigo, colgándolo con una lentitud que sólo tenía sentido si uno también cargaba con una noche pesada.

—¿Quieres algo? —preguntó, sin mirarme del todo—. Un té, café… algo más fuerte.

Negué con la cabeza. El silencio volvió a llenar el espacio. Era cómodo, aunque cortante, como si ambos supiéramos que si uno hablaba, algo dentro se rompería.

—Pasa —murmuró, señalando el enorme sofá de lino claro que dominaba la sala.

Obedecí sin palabras. Me senté y me abracé las piernas. Él se sentó a mi lado, no tan cerca, pero sí lo suficiente para hacerme sentir su presencia.

—Yo sabía que no me querían —murmuré de pronto—. Desde niña… lo sabía. Lo sentía en cada gesto, en cada mirada que no decían nada, en cada palabra que evitaban decir.

Víctor no respondió. Solo se quedó en silencio, como si respetara el peso de lo que estaba por salir de mí.

—Pero hoy… hoy lo escuché. De su boca. “Nunca fue nuestra”, dijeron. Como si yo hubiera sido un problema que se quedaron por compromiso. Como si mi existencia solo tuviera sentido para cubrir su vergüenza.

Mi voz tembló, y apreté con fuerza los brazos sobre mis rodillas. Sentí cómo su hombro rozaba el mío. No me miró, pero no se apartó. Ese leve contacto era más contención que mil palabras.

—Romina… —dijo, en voz baja.

—No me digas que va a pasar —lo interrumpí, girando hacia él con la garganta hecha un nudo—. No quiero que me digas que estaré bien. Solo… no me dejes sola esta noche. ¿Puedes hacer eso?

Se quedó observándome. En sus ojos no había condescendencia. Había algo más crudo. Una mezcla de respeto, dolor y otra cosa… algo que no me atreví a nombrar.

—No te dejaré —respondió.

Entonces me recosté contra su hombro. Al principio tensa. Luego, lentamente, lo permití. Sentí cómo su brazo rodeaba mis hombros. Con cuidado. Como si supiera que podía romperme, pero no lo haría. Porque estaba ahí. No para darme respuestas, sino simplemente para sostenerme.

Y yo… lo permití.

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