Las Tarántulas De Calabria

Las Tarántulas De Calabria

Capítulo 1: A la semana siguiente

 

 

Luego del complejo evento del fallido atentado al Papa, ocurrido al tercer día de su vuelta a la Argentina, en noviembre del año anterior, Joe Edward Casey tuvo una semana, que ni el diablo en persona la podría haber diseñado más complicada y absurda. Tuvo que declarar ante fiscales que no entendían absolutamente nada: ni quién era él, ni por qué había hecho lo que hizo su grupo. Sin embargo, nada fue peor que tratar de explicar por qué la comitiva papal se había llevado consigo a los frustrados magnicidas para juzgarlos según las leyes del Vaticano, cuando en realidad era un delito cometido en la Argentina. Los fiscales enardecidos e indignados, mandaron docenas de peticiones a la Cancillería Vaticana, para que los homicidas en grado de tentativa fueran devueltos y entregados a la justicia argentina.

Jueces nacionales y jueces federales se disputaban la causa, que no tenía demasiadas vueltas por haber sido televisada y registrada en 8k. Solo la muerte de Rentero fue a un Juzgado Nacional de la Ciudad de Buenos Aires. El único que declaró fue el médico de la ADC y el expediente fue a dormir la siesta por siempre jamás.

Uno de los jueces federales de los tribunales de la Avenida Comodoro Py, cercana al puerto de Buenos Aires, citó a los principales actores a una reunión especial en su despacho para esclarecer el tratamiento que se le debía dar. Los invitados eran jueces de distintas cámaras federales, el Nuncio Apostólico en Buenos Aires, el Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado Argentino, el ministro de seguridad Esteban Moretti, Roberto Martínez, Jefe de la ADC, el Coronel de Luca, miembros de la cancillería y el extraño e incatalogable Joseph Edward Casey, para que hablaran y explicaran lo ocurrido, lo más secretamente posible, antes que se enfrentaran a las intimidantes declaraciones testimoniales o indagatorias.

La reunión, a contrapelo de cualquier procedimiento habitual, fue llamada a las 10 de la mañana. Raramente comenzó puntual y se extendió hasta el anochecer, sin interrupciones ni descansos. Algunos fiscales, que entendieron cómo había ocurrido todo, se apasionaron por la investigación y el operativo. Tanto los menos experimentados como los más radicalizados, querían, sin ninguna apoyatura legal, sino decididamente política, detener e imputar a Casey, que soportó dar y repetir multitud de veces las mismas explicaciones.

Uno de los fiscales, demasiado joven, inexperto y el más politizado de los allí presentes, especialmente para estar al frente de una fiscalía federal, se había empeñado en imputar a Casey por «estrago doloso». Ni siquiera los jueces presentes lo pudieron convencer que nadie podía ser juzgado por ese delito, que en realidad no había existido, y que se lo rechazarían de plano. La ideología insistía, ignorando al derecho, la sabiduría y la razón. Durante las diez horas, Casey se mostró imperturbable y contestó de buena gana y sin cambiar su tono cordial, lo que exasperaba aún más a los fiscales dueños e impulsores del proceso acusatorio.

Joe se excusó para ir al baño. Uno de los fiscales más belicosos fue con él, alucinando que Joe podría tener un arma escondida y se suicidaría, o peor, intentaría fugarse. Lo que más le llamó la atención a Casey fue el deplorable estado de desaseo y dejadez de los sanitarios, que se suponía eran para uso de los magistrados en un tribunal tan importante. Tomó su celular y le escribió a Pablo Moroni que le alcanzara seis carpetas que estaban sobre el escritorio en la casa de Barracas de Casey, hasta el despacho donde estaban reunidos. Le individualizó los números de cada carpeta.

Viendo que las discusiones se alargaban, los fiscales insistieron en las acusaciones, haciendo paseos tentativos por todo el Código Penal, lo que era metódicamente desarmado por los jueces, que no tenían ninguna intención de meterse en un litigio que no les dejaría nada positivo por sus inconsistencias. Malhumorados, los invitados se fueron yendo uno a uno. El magistrado anfitrión le pidió a Casey que lo acompañara a fumar. El Irlandés aceptó gustoso aunque detestaba el tabaco.

En la escalera de la planta baja, el Juez Marcelo Giacobe, habló como para sí mismo.

— Tener que aguantar a estos chiquilines soberbios en cada caso resonante, porque quieren que los inviten a un programa de televisión… Y todavía me faltan diez años para jubilarme. No sé cómo voy a aguantar sin cagar a trompadas a alguno...

Casey le hizo señas que esperara y lo llamó a Moroni que estaba esperándolo a Casey en la casona de Barracas.

  — Haceme un favor, Negrito, antes de traeme las seis carpetas que te pedí, hacé una copia de los archivos de todas las carpetas de esa categoría. Lo ponés en un pendrive ciego, que no diga de qué PC se copió… ¡Bueno! ¡Vos lo sabés más que yo…! Otra cosa, en la cocina de casa, tiene que haber una cajita con las medialunas que me traen todas las tardes. Calentalas un poquito y guardá el pendrive allí adentro. Las carpetas me las entregan a mí y la caja con las medialunas con el pendrive, a otra persona, al juez, Doctor Marcelo Giacobe.

— En veinte minutos estoy.

— Te esperamos.

Giacobe lo miró con asombro y preocupación.

— ¿Se puede saber que me van a entregar?

— Doce medialunas recién horneadas. Exquisitas. ¡Debe tener hambre! Usted va a abrir la caja para que se sienta el olor y nadie sospeche. Adentro le adjunto un informe de con quién está tratando usted, incluyendo a todos sus colegas fiscales. Ese pendrive, para abrirlo tiene un password.

— ¿Cuál es? – preguntó el magistrado entusiasmado.

— Su letra y número de su pasaporte, y, sin espacio, el segundo nombre de su mamá con la «D» en mayúscula. Le queda lugar de sobra para lo que usted quiera guardar. Si se lo roban, al tercer intento de abrirlo, todo el pendrive se formatea absolutamente. Si tiene información sensible me avisa cuánto espacio necesita en la nube y le doy su acceso privado, gratis obviamente, al que ni los hackers del Vaticano han podido acceder, por lo menos hasta ahora.

Giacobe, de barba prolija, calvo, de mediana edad, bajo y ligeramente gordo, lo miró con los ojos muy abiertos.

— ¿Qué contiene?

— Le gusta el whisky de una sola malta – le preguntó Casey como si no hubiera oído nada.

— ¡Sí…! ¡Por supuesto! ¡Me vuelve loco!

Casey llamó a Moroni nuevamente y le preguntó si ya habían salido. Pablo contestó que estaban calentando las medialunas.

— Pablito, traé también, para el Doctor Giacobe, una de las botellas de Glenlivet de 18 años. Están envueltas en papel negro en la bodega. Dejala así, envuelta, como está.

Casey miró al Juez Giacobe con una sonrisa enigmática que le era habitual.

— En un rato me traen todo. Estamos acá nomás. Lea todo lo que le voy a pasar, mientras se toma un whisky y lo disfruta, Doctor. Cuando sea necesario, viene a mi casa y allí, va a ver en vivo y bailando, los números, hechos y dichos que le paso. ¡Nunca se olvide que saber es poder!

— ¿Y por qué usted confía en mí?

— Me lo sugirió muy discretamente el presidente Hernández, aun sabiendo que usted es un declarado opositor, pero confía en usted. Además, su hoja de servicio está más limpia que una sala de operaciones complejas. Eso significa dos cosas. O es el corrupto más genial del planeta, o es una persona honesta como pocos. Las dos cosas me producen asombro. Su forma de vida y la de su familia no se compadecen con la de un corrupto.

— ¿Y eso cómo lo deduce con tanta seguridad?

— Por la increíble sencillez de las compras en cuotas que hacen usted y su mujer con la tarjeta de crédito y porque sus dos hijos van a colegios del estado.

— Ya que estás en versión sincero… Te voy a tutear y te pregunto algo brutal, Casey.

— Mucho más brutal son las cosas de las que te vas a enterar. Avisame después.

— ¡Esperá! ¿Cómo lo aguantás al imbécil del Ministro Moretti?

— Se supone que es mi jefe directo, en realidad, Hernández me pidió que lo fogueé. Pero si él, y el presidente no me respaldan en esta, mañana renuncio.

— ¿A qué?

— Pero ¿cómo? ¿Usted no lo sabe? ¡Yo soy el director de la Agencia Federal de Delitos Complejos, la ADC!

— ¿Cómo querés que lo sepa?

— Creí que alguna de las ratas manyapapeles de estantería te lo habrían dicho…

— Los jueces ahora somos «nadie» en los procesos federales. Todos le obedecen a Hernández o al partido.

— Esperá, que ya te van a tener que obedecer o temer a vos también...

— ¿Accediste a los archivos de la SIDE?

— ¡No…! A mí no me interesa con quién se acuestan y si les meten los cuernos a sus parejas, si son hétero u homo, sino de dónde sacan la plata, con quién se juntan y lo que hablan.

— ¿En serio…?

— Sí Marcelo. Muy en serio. Creo que te vas a escandalizar. Volvamos, que Moroni ya debe estar por llegar.

Cuando llegaron al despacho del Juez Giacobe, el belicoso fiscal Emir Murad le anunció a Casey que lo habían discutido y que finalmente lo iban a imputar por poner en peligro la seguridad pública y por estrago doloso.

El ministro Moretti no abrió la boca y rehuyó la mirada de Casey. En ese mismo momento entró un ordenanza con dos paquetes para el juez Giacobe y siete carpetas de cuero con cierre para Casey. Cada una tenía el nombre de un destinatario. Le entregó la más gruesa a Esteban Moretti, repartió tres entre los camaristas presentes y las tres restantes a los belicosos fiscales.

Tal, y como habían arreglado, Giacobe abrió la caja con las medialunas que invadieron el despacho con su aroma inconfundible. Giacobe curioseó debajo del papel del fondo de la caja y allí estaba el pendrive.

Casey se puso de pie.

— Hay cosas en este trabajo que detesto hacer. No hay nada peor que ser acusado por fiscales absolutamente corruptos… Señores… Si me tienen que acusar, no se olviden de incluir al ministro, aquí presente, que me dio las órdenes e instrucciones. Tampoco se olviden del presidente Hernández, a quien casualmente ustedes estaban espiando para hacer sus propias carpetas. El modo en que lo hicieron es de principiantes, dejaron hasta sus huellas digitales. Una cosa es la TV y otra la dura realidad de nuestro país. Sugiero que lo dejemos al Doctor Giacobe, así puede comer algo, porque tiene mucho por resolver sobre el desgraciado evento del Papa, además sobre el Presidente, el aquí presente ministro Moretti, y, dada mi acusación «in voce», sobre las acciones de ustedes. No quiero imaginarme lo que se va a enojar mañana el Procurador General, si yo soy realmente imputado, que desde ya les aclaro acaba de recibir personalmente copias de las carpetas. En otras palabras y educadamente les digo que no me rompan innecesariamente las gónadas, así yo no necesitaré jugar al golf con las de ustedes. Buenas noches...

Cuando Casey se retiró del despacho el griterío fue creciendo a medida que los números en las carpetas, mostraban pornográficamente sus enriquecimientos y en todos los casos una asombrosa variedad de faltas y delitos. De todo, lo más grave era que los fiscales estaban estrechamente relacionados con el crimen organizado.

Uno de ellos pidió la opinión de Giacobe, quien contestó fugazmente:

— ¡Hagan lo que quieran! ¡Arriésguense, por algo alguien los designó como fiscales! Lo único que les recomiendo es que tengan a mano el bolsito con las mudas de ropa, por si terminan durmiendo en el Penal Federal de Ezeiza. Y esto, no es solo una amenaza… ¡Ustedes saben que yo sí cumplo!

— Pero decí algo… ¡Opiná! – le exigió Murad

— Primero, ¡no me tuteé mocoso de mierda! Yo hablo a través de mis fallos. Rueguen todos – con la mirada abarcó a todo el semicírculo reunido – que eso no ocurra. Y lo incluyo a usted, ministro Moretti, a quien hace rato lo tengo en la mira por sus extrañas amistades con italianos para nada santos. Al único que no me queda más remedio que dejar afuera, es al presidente, y lo hago únicamente para no dinamitar la República en esta crisis.

Cuando Moretti salió por las escaleras principales, Casey lo atajó y le entregó una hoja escrita.

— Es una copia de mi renuncia a la ADC Esteban. El original ya fue a la mesa de entradas de la Casa de Gobierno con carácter prioritario y urgente. Ahora, bancate vos al Presidente. Van a saber de mí, pero desde el pasquín… ¡Vos agarrate pendejo! Te estás metiendo con gente mucho más pesada de lo que te imaginás...

— ¡No Casey! ¡No me hagas esto! ¡No podés!

— ¡Mirá cómo sí puedo! Explicale vos a Tito, a Hernández, tus relaciones con la mafia. Yo, ya no puedo taparte. Tampoco quiero taparte más. Te pasaste de pelotudo y ni siquiera me apoyaste. Así que por qué, he de apoyarte yo. ¡Morite pendejo…! ¡Ah! ¡Antes que me olvide, el presidente Hernández está recibiendo estas carpetas y otras más en la Residencia de Olivos! Es mi regalo de despedida, así se entera quiénes son los que lo sabotean y traicionan. ¡Arreglátelas solito!

Cuando todos salieron a los gritos del despacho de Giacobe, el propio Juez lo cerró con llave y una tranca de acero y abrió las ventanas. De la caja fuerte sacó su pasaporte, una primorosa copita de cristal tallado, hecha en Escocia para beber whisky. Desenvainó una Beretta 9 mm, a la que le quitó el seguro, por si acaso y la apoyó al alcance de su mano sobre el escritorio. Se sirvió una medida de Glenlivet 18 años, introdujo el pendrive en su notebook, y siguió los pasos indicados por Casey. Cuando abrió la primera carpeta, se le dibujó una sonrisa en la cara. Encendió un puro y comenzó a masticar una medialuna. Se atragantó por la risa de satisfacción y siguió revisando todo a las apuradas hasta pasada la medianoche.

— ¡A tu Salud José Casey, quienquiera que seas! ¡Tenías razón! ¡Saber es poder…! ¡Solo me hubiera faltado el balde con pochoclos!

El juez terminó satisfecho, pero tan agotado como espantado por lo muy poco que alcanzó a revisar. Antes de retirarse, levantó una esquina de la alfombra bordó. Quitó una tablita del parqué. Puso el pendrive en el hueco que quedaba, con otros dos, y dejó todo como si nada. Limpió la memoria de la PC con triple formateo y le mandó un mensaje a Casey por Telegram, para agradecerle. Cuando salió, en el pasillo había un hombre con barbijo. El magistrado se asustó y tomó la pistola.

— Soy, el Sargento Carrizo, de la ADC señor Juez. Me mandó Joseph Casey para que lo acompañe hasta su casa. Hay gente muy enojada con nosotros y con usted. Mire su teléfono.

Giacobe se encontró con que Casey le había mandado la foto del Negro Carrizo y le recomendaba que se moviera en el auto de seguridad categoría 6 de la ADC.

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Comments

birrahelada

birrahelada

QUE PEDAZO DE HISTORIA POR FAVORRRR!! Estoy leyendo fascinada

2024-01-18

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Capítulos
1 Capítulo 1: A la semana siguiente
2 Capítulo 2: ¿Quién es usted señor Casey?
3 Capítulo 3. Conflictos en La República
4 Capítulo 4: El Chalet
5 Capítulo 5 ¿Quién es esa gente?
6 Capítulo 6: Habitación 47
7 Capítulo 7: Segunda parte. Amanecer de una noche agitada
8 Capítulo 8: Un error en Dakar
9 Capítulo 9: Rendez vous Signore Greco
10 Capítulo 10: En Barcelona
11 Capítulo 11: Marina
12 Capítulo 12: Las mafias
13 Capítulo 13: Reggio di Calabria
14 Capítulo 14: Hurgando en el pasado
15 Capítulo 15: El Señor fiscal
16 Capítulo 16: Los rubros de la mafia
17 Capítulo 17: Mientras tanto, en Capo Vaticano...
18 Capítulo 18: Pía llama
19 Capítulo 19: Mientras tanto en Génova…
20 Capítulo 20: Carlo il pazzo.
21 Capítulo 21: El Señor Kobayashi
22 Capítulo 22: Siempre hay un traidor
23 Capítulo 23: Alí Baba y los 40 ladrones
24 Capítulo 24: Robando al ladrón
25 Capítulo 25: El circo romano
26 Capítulo 26: Un clima muy denso
27 Capítulo 27: Te odio, pero ¡cómo te amo!
28 Capítulo 28: La última cena en Roma
29 Capítulo 29: La culpa de todo la tiene la pandemia
30 Capítulo 30: La Iglesia siempre se entendió con las mafias
31 Capítulo 31: El dinero necesita de la fe, y se llevan muy bien.
32 Capítulo 32: La última, siempre será la cena más inolvidable
33 Capítulo 33: ¿Enrico Bianchi, otra vez?
34 Capítulo 34: Si no los puedes vencer, confúndelos
35 Capítulo 35: Otra vez en Reggio di Calabria
36 Capítulo 36: Il morto che parla
37 Capítulo 37: Jugando a las visitas
38 Capítulo 38: Nunca digas que los problemas se acabaron.
39 Capítulo 39: Cuando a veces las cosas se ponen peor
40 Capítulo 40: Si algo más, podía salir mal...
41 Capítulo 41: El hotel Orizzonte blu, era como su casa.
42 Capítulo 42: Las tres balcánicas
43 Capitulo 44: Cuestiones pendiente
44 Capítulo 45: Tercera parte. Recuerdos del norte de África
45 Capítulo 46: De compras en Tropea
46 Capítulo 47: Secretos de guerra
47 Capítulo 49: Recuerdos del Ulster
48 Capítulo 50: De superhéroes y otros desquicios
49 Capítulo 51: Instrucciones para ser superhéroe.
50 Capítulo 51: Así en Cabria Como en la Argentina.
51 Capítulo 52: Volviendo a casa… ¿Qué casa?
52 Capítulo 53: Fantasmas a nueve mil metros sobre el Atlántico
53 Capítulo 54: Cuarta Parte. La Casona de Barracas
54 Capítulo 55: Poniéndose al día
55 Capítulo 56: Una visita inimaginable
56 Capítulo 57: El ministro que no quería morir.
57 Capítulo 58: El ataque de la jauría
58 Capítulo 59: Las agonías
59 Capítulo 60: Salimos en la tele
60 Capítulo 61: El tesoro de Pía
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Updated 60 Episodes

1
Capítulo 1: A la semana siguiente
2
Capítulo 2: ¿Quién es usted señor Casey?
3
Capítulo 3. Conflictos en La República
4
Capítulo 4: El Chalet
5
Capítulo 5 ¿Quién es esa gente?
6
Capítulo 6: Habitación 47
7
Capítulo 7: Segunda parte. Amanecer de una noche agitada
8
Capítulo 8: Un error en Dakar
9
Capítulo 9: Rendez vous Signore Greco
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Capítulo 10: En Barcelona
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Capítulo 11: Marina
12
Capítulo 12: Las mafias
13
Capítulo 13: Reggio di Calabria
14
Capítulo 14: Hurgando en el pasado
15
Capítulo 15: El Señor fiscal
16
Capítulo 16: Los rubros de la mafia
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Capítulo 17: Mientras tanto, en Capo Vaticano...
18
Capítulo 18: Pía llama
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Capítulo 19: Mientras tanto en Génova…
20
Capítulo 20: Carlo il pazzo.
21
Capítulo 21: El Señor Kobayashi
22
Capítulo 22: Siempre hay un traidor
23
Capítulo 23: Alí Baba y los 40 ladrones
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Capítulo 24: Robando al ladrón
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Capítulo 25: El circo romano
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Capítulo 26: Un clima muy denso
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Capítulo 27: Te odio, pero ¡cómo te amo!
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Capítulo 28: La última cena en Roma
29
Capítulo 29: La culpa de todo la tiene la pandemia
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Capítulo 30: La Iglesia siempre se entendió con las mafias
31
Capítulo 31: El dinero necesita de la fe, y se llevan muy bien.
32
Capítulo 32: La última, siempre será la cena más inolvidable
33
Capítulo 33: ¿Enrico Bianchi, otra vez?
34
Capítulo 34: Si no los puedes vencer, confúndelos
35
Capítulo 35: Otra vez en Reggio di Calabria
36
Capítulo 36: Il morto che parla
37
Capítulo 37: Jugando a las visitas
38
Capítulo 38: Nunca digas que los problemas se acabaron.
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Capítulo 39: Cuando a veces las cosas se ponen peor
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Capítulo 40: Si algo más, podía salir mal...
41
Capítulo 41: El hotel Orizzonte blu, era como su casa.
42
Capítulo 42: Las tres balcánicas
43
Capitulo 44: Cuestiones pendiente
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Capítulo 45: Tercera parte. Recuerdos del norte de África
45
Capítulo 46: De compras en Tropea
46
Capítulo 47: Secretos de guerra
47
Capítulo 49: Recuerdos del Ulster
48
Capítulo 50: De superhéroes y otros desquicios
49
Capítulo 51: Instrucciones para ser superhéroe.
50
Capítulo 51: Así en Cabria Como en la Argentina.
51
Capítulo 52: Volviendo a casa… ¿Qué casa?
52
Capítulo 53: Fantasmas a nueve mil metros sobre el Atlántico
53
Capítulo 54: Cuarta Parte. La Casona de Barracas
54
Capítulo 55: Poniéndose al día
55
Capítulo 56: Una visita inimaginable
56
Capítulo 57: El ministro que no quería morir.
57
Capítulo 58: El ataque de la jauría
58
Capítulo 59: Las agonías
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Capítulo 60: Salimos en la tele
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