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Las Tarántulas De Calabria

Capítulo 1: A la semana siguiente

 

 

Luego del complejo evento del fallido atentado al Papa, ocurrido al tercer día de su vuelta a la Argentina, en noviembre del año anterior, Joe Edward Casey tuvo una semana, que ni el diablo en persona la podría haber diseñado más complicada y absurda. Tuvo que declarar ante fiscales que no entendían absolutamente nada: ni quién era él, ni por qué había hecho lo que hizo su grupo. Sin embargo, nada fue peor que tratar de explicar por qué la comitiva papal se había llevado consigo a los frustrados magnicidas para juzgarlos según las leyes del Vaticano, cuando en realidad era un delito cometido en la Argentina. Los fiscales enardecidos e indignados, mandaron docenas de peticiones a la Cancillería Vaticana, para que los homicidas en grado de tentativa fueran devueltos y entregados a la justicia argentina.

Jueces nacionales y jueces federales se disputaban la causa, que no tenía demasiadas vueltas por haber sido televisada y registrada en 8k. Solo la muerte de Rentero fue a un Juzgado Nacional de la Ciudad de Buenos Aires. El único que declaró fue el médico de la ADC y el expediente fue a dormir la siesta por siempre jamás.

Uno de los jueces federales de los tribunales de la Avenida Comodoro Py, cercana al puerto de Buenos Aires, citó a los principales actores a una reunión especial en su despacho para esclarecer el tratamiento que se le debía dar. Los invitados eran jueces de distintas cámaras federales, el Nuncio Apostólico en Buenos Aires, el Arzobispo de Buenos Aires y Cardenal Primado Argentino, el ministro de seguridad Esteban Moretti, Roberto Martínez, Jefe de la ADC, el Coronel de Luca, miembros de la cancillería y el extraño e incatalogable Joseph Edward Casey, para que hablaran y explicaran lo ocurrido, lo más secretamente posible, antes que se enfrentaran a las intimidantes declaraciones testimoniales o indagatorias.

La reunión, a contrapelo de cualquier procedimiento habitual, fue llamada a las 10 de la mañana. Raramente comenzó puntual y se extendió hasta el anochecer, sin interrupciones ni descansos. Algunos fiscales, que entendieron cómo había ocurrido todo, se apasionaron por la investigación y el operativo. Tanto los menos experimentados como los más radicalizados, querían, sin ninguna apoyatura legal, sino decididamente política, detener e imputar a Casey, que soportó dar y repetir multitud de veces las mismas explicaciones.

Uno de los fiscales, demasiado joven, inexperto y el más politizado de los allí presentes, especialmente para estar al frente de una fiscalía federal, se había empeñado en imputar a Casey por «estrago doloso». Ni siquiera los jueces presentes lo pudieron convencer que nadie podía ser juzgado por ese delito, que en realidad no había existido, y que se lo rechazarían de plano. La ideología insistía, ignorando al derecho, la sabiduría y la razón. Durante las diez horas, Casey se mostró imperturbable y contestó de buena gana y sin cambiar su tono cordial, lo que exasperaba aún más a los fiscales dueños e impulsores del proceso acusatorio.

Joe se excusó para ir al baño. Uno de los fiscales más belicosos fue con él, alucinando que Joe podría tener un arma escondida y se suicidaría, o peor, intentaría fugarse. Lo que más le llamó la atención a Casey fue el deplorable estado de desaseo y dejadez de los sanitarios, que se suponía eran para uso de los magistrados en un tribunal tan importante. Tomó su celular y le escribió a Pablo Moroni que le alcanzara seis carpetas que estaban sobre el escritorio en la casa de Barracas de Casey, hasta el despacho donde estaban reunidos. Le individualizó los números de cada carpeta.

Viendo que las discusiones se alargaban, los fiscales insistieron en las acusaciones, haciendo paseos tentativos por todo el Código Penal, lo que era metódicamente desarmado por los jueces, que no tenían ninguna intención de meterse en un litigio que no les dejaría nada positivo por sus inconsistencias. Malhumorados, los invitados se fueron yendo uno a uno. El magistrado anfitrión le pidió a Casey que lo acompañara a fumar. El Irlandés aceptó gustoso aunque detestaba el tabaco.

En la escalera de la planta baja, el Juez Marcelo Giacobe, habló como para sí mismo.

— Tener que aguantar a estos chiquilines soberbios en cada caso resonante, porque quieren que los inviten a un programa de televisión… Y todavía me faltan diez años para jubilarme. No sé cómo voy a aguantar sin cagar a trompadas a alguno...

Casey le hizo señas que esperara y lo llamó a Moroni que estaba esperándolo a Casey en la casona de Barracas.

  — Haceme un favor, Negrito, antes de traeme las seis carpetas que te pedí, hacé una copia de los archivos de todas las carpetas de esa categoría. Lo ponés en un pendrive ciego, que no diga de qué PC se copió… ¡Bueno! ¡Vos lo sabés más que yo…! Otra cosa, en la cocina de casa, tiene que haber una cajita con las medialunas que me traen todas las tardes. Calentalas un poquito y guardá el pendrive allí adentro. Las carpetas me las entregan a mí y la caja con las medialunas con el pendrive, a otra persona, al juez, Doctor Marcelo Giacobe.

— En veinte minutos estoy.

— Te esperamos.

Giacobe lo miró con asombro y preocupación.

— ¿Se puede saber que me van a entregar?

— Doce medialunas recién horneadas. Exquisitas. ¡Debe tener hambre! Usted va a abrir la caja para que se sienta el olor y nadie sospeche. Adentro le adjunto un informe de con quién está tratando usted, incluyendo a todos sus colegas fiscales. Ese pendrive, para abrirlo tiene un password.

— ¿Cuál es? – preguntó el magistrado entusiasmado.

— Su letra y número de su pasaporte, y, sin espacio, el segundo nombre de su mamá con la «D» en mayúscula. Le queda lugar de sobra para lo que usted quiera guardar. Si se lo roban, al tercer intento de abrirlo, todo el pendrive se formatea absolutamente. Si tiene información sensible me avisa cuánto espacio necesita en la nube y le doy su acceso privado, gratis obviamente, al que ni los hackers del Vaticano han podido acceder, por lo menos hasta ahora.

Giacobe, de barba prolija, calvo, de mediana edad, bajo y ligeramente gordo, lo miró con los ojos muy abiertos.

— ¿Qué contiene?

— Le gusta el whisky de una sola malta – le preguntó Casey como si no hubiera oído nada.

— ¡Sí…! ¡Por supuesto! ¡Me vuelve loco!

Casey llamó a Moroni nuevamente y le preguntó si ya habían salido. Pablo contestó que estaban calentando las medialunas.

— Pablito, traé también, para el Doctor Giacobe, una de las botellas de Glenlivet de 18 años. Están envueltas en papel negro en la bodega. Dejala así, envuelta, como está.

Casey miró al Juez Giacobe con una sonrisa enigmática que le era habitual.

— En un rato me traen todo. Estamos acá nomás. Lea todo lo que le voy a pasar, mientras se toma un whisky y lo disfruta, Doctor. Cuando sea necesario, viene a mi casa y allí, va a ver en vivo y bailando, los números, hechos y dichos que le paso. ¡Nunca se olvide que saber es poder!

— ¿Y por qué usted confía en mí?

— Me lo sugirió muy discretamente el presidente Hernández, aun sabiendo que usted es un declarado opositor, pero confía en usted. Además, su hoja de servicio está más limpia que una sala de operaciones complejas. Eso significa dos cosas. O es el corrupto más genial del planeta, o es una persona honesta como pocos. Las dos cosas me producen asombro. Su forma de vida y la de su familia no se compadecen con la de un corrupto.

— ¿Y eso cómo lo deduce con tanta seguridad?

— Por la increíble sencillez de las compras en cuotas que hacen usted y su mujer con la tarjeta de crédito y porque sus dos hijos van a colegios del estado.

— Ya que estás en versión sincero… Te voy a tutear y te pregunto algo brutal, Casey.

— Mucho más brutal son las cosas de las que te vas a enterar. Avisame después.

— ¡Esperá! ¿Cómo lo aguantás al imbécil del Ministro Moretti?

— Se supone que es mi jefe directo, en realidad, Hernández me pidió que lo fogueé. Pero si él, y el presidente no me respaldan en esta, mañana renuncio.

— ¿A qué?

— Pero ¿cómo? ¿Usted no lo sabe? ¡Yo soy el director de la Agencia Federal de Delitos Complejos, la ADC!

— ¿Cómo querés que lo sepa?

— Creí que alguna de las ratas manyapapeles de estantería te lo habrían dicho…

— Los jueces ahora somos «nadie» en los procesos federales. Todos le obedecen a Hernández o al partido.

— Esperá, que ya te van a tener que obedecer o temer a vos también...

— ¿Accediste a los archivos de la SIDE?

— ¡No…! A mí no me interesa con quién se acuestan y si les meten los cuernos a sus parejas, si son hétero u homo, sino de dónde sacan la plata, con quién se juntan y lo que hablan.

— ¿En serio…?

— Sí Marcelo. Muy en serio. Creo que te vas a escandalizar. Volvamos, que Moroni ya debe estar por llegar.

Cuando llegaron al despacho del Juez Giacobe, el belicoso fiscal Emir Murad le anunció a Casey que lo habían discutido y que finalmente lo iban a imputar por poner en peligro la seguridad pública y por estrago doloso.

El ministro Moretti no abrió la boca y rehuyó la mirada de Casey. En ese mismo momento entró un ordenanza con dos paquetes para el juez Giacobe y siete carpetas de cuero con cierre para Casey. Cada una tenía el nombre de un destinatario. Le entregó la más gruesa a Esteban Moretti, repartió tres entre los camaristas presentes y las tres restantes a los belicosos fiscales.

Tal, y como habían arreglado, Giacobe abrió la caja con las medialunas que invadieron el despacho con su aroma inconfundible. Giacobe curioseó debajo del papel del fondo de la caja y allí estaba el pendrive.

Casey se puso de pie.

— Hay cosas en este trabajo que detesto hacer. No hay nada peor que ser acusado por fiscales absolutamente corruptos… Señores… Si me tienen que acusar, no se olviden de incluir al ministro, aquí presente, que me dio las órdenes e instrucciones. Tampoco se olviden del presidente Hernández, a quien casualmente ustedes estaban espiando para hacer sus propias carpetas. El modo en que lo hicieron es de principiantes, dejaron hasta sus huellas digitales. Una cosa es la TV y otra la dura realidad de nuestro país. Sugiero que lo dejemos al Doctor Giacobe, así puede comer algo, porque tiene mucho por resolver sobre el desgraciado evento del Papa, además sobre el Presidente, el aquí presente ministro Moretti, y, dada mi acusación «in voce», sobre las acciones de ustedes. No quiero imaginarme lo que se va a enojar mañana el Procurador General, si yo soy realmente imputado, que desde ya les aclaro acaba de recibir personalmente copias de las carpetas. En otras palabras y educadamente les digo que no me rompan innecesariamente las gónadas, así yo no necesitaré jugar al golf con las de ustedes. Buenas noches...

Cuando Casey se retiró del despacho el griterío fue creciendo a medida que los números en las carpetas, mostraban pornográficamente sus enriquecimientos y en todos los casos una asombrosa variedad de faltas y delitos. De todo, lo más grave era que los fiscales estaban estrechamente relacionados con el crimen organizado.

Uno de ellos pidió la opinión de Giacobe, quien contestó fugazmente:

— ¡Hagan lo que quieran! ¡Arriésguense, por algo alguien los designó como fiscales! Lo único que les recomiendo es que tengan a mano el bolsito con las mudas de ropa, por si terminan durmiendo en el Penal Federal de Ezeiza. Y esto, no es solo una amenaza… ¡Ustedes saben que yo sí cumplo!

— Pero decí algo… ¡Opiná! – le exigió Murad

— Primero, ¡no me tuteé mocoso de mierda! Yo hablo a través de mis fallos. Rueguen todos – con la mirada abarcó a todo el semicírculo reunido – que eso no ocurra. Y lo incluyo a usted, ministro Moretti, a quien hace rato lo tengo en la mira por sus extrañas amistades con italianos para nada santos. Al único que no me queda más remedio que dejar afuera, es al presidente, y lo hago únicamente para no dinamitar la República en esta crisis.

Cuando Moretti salió por las escaleras principales, Casey lo atajó y le entregó una hoja escrita.

— Es una copia de mi renuncia a la ADC Esteban. El original ya fue a la mesa de entradas de la Casa de Gobierno con carácter prioritario y urgente. Ahora, bancate vos al Presidente. Van a saber de mí, pero desde el pasquín… ¡Vos agarrate pendejo! Te estás metiendo con gente mucho más pesada de lo que te imaginás...

— ¡No Casey! ¡No me hagas esto! ¡No podés!

— ¡Mirá cómo sí puedo! Explicale vos a Tito, a Hernández, tus relaciones con la mafia. Yo, ya no puedo taparte. Tampoco quiero taparte más. Te pasaste de pelotudo y ni siquiera me apoyaste. Así que por qué, he de apoyarte yo. ¡Morite pendejo…! ¡Ah! ¡Antes que me olvide, el presidente Hernández está recibiendo estas carpetas y otras más en la Residencia de Olivos! Es mi regalo de despedida, así se entera quiénes son los que lo sabotean y traicionan. ¡Arreglátelas solito!

Cuando todos salieron a los gritos del despacho de Giacobe, el propio Juez lo cerró con llave y una tranca de acero y abrió las ventanas. De la caja fuerte sacó su pasaporte, una primorosa copita de cristal tallado, hecha en Escocia para beber whisky. Desenvainó una Beretta 9 mm, a la que le quitó el seguro, por si acaso y la apoyó al alcance de su mano sobre el escritorio. Se sirvió una medida de Glenlivet 18 años, introdujo el pendrive en su notebook, y siguió los pasos indicados por Casey. Cuando abrió la primera carpeta, se le dibujó una sonrisa en la cara. Encendió un puro y comenzó a masticar una medialuna. Se atragantó por la risa de satisfacción y siguió revisando todo a las apuradas hasta pasada la medianoche.

— ¡A tu Salud José Casey, quienquiera que seas! ¡Tenías razón! ¡Saber es poder…! ¡Solo me hubiera faltado el balde con pochoclos!

El juez terminó satisfecho, pero tan agotado como espantado por lo muy poco que alcanzó a revisar. Antes de retirarse, levantó una esquina de la alfombra bordó. Quitó una tablita del parqué. Puso el pendrive en el hueco que quedaba, con otros dos, y dejó todo como si nada. Limpió la memoria de la PC con triple formateo y le mandó un mensaje a Casey por Telegram, para agradecerle. Cuando salió, en el pasillo había un hombre con barbijo. El magistrado se asustó y tomó la pistola.

— Soy, el Sargento Carrizo, de la ADC señor Juez. Me mandó Joseph Casey para que lo acompañe hasta su casa. Hay gente muy enojada con nosotros y con usted. Mire su teléfono.

Giacobe se encontró con que Casey le había mandado la foto del Negro Carrizo y le recomendaba que se moviera en el auto de seguridad categoría 6 de la ADC.

Capítulo 2: ¿Quién es usted señor Casey?

 

 

Cuatro meses después del evento con los fiscales, Joseph Edward Casey, para entonces ex director de la ADC, periodista investigador de actualidad política y delitos complejos, polémico, bien informado y preciso, y, por esas características, el columnista estrella del matutino La República, entró a la redacción, como lo hacía habitualmente, con un gesto neutral y un eterno, y más que evidente apuro. Apoyó su tarjeta magnética en el lector de la cerradura electrónica de la puerta de cristal que, obediente, se abrió. Se dirigía a su oficina cuando una voz, muy juvenil, pero con tono autoritario, lo detuvo.

— Perdón señor… ¿Usted a dónde va?

Casey giró sobre sus talones y observó que, en el puesto de la recepcionista, había una joven, apenas salida de la adolescencia, con gesto mandón y ceño fruncido, que lo miraba a través de unos anteojos de marco enorme. Casey contestó sonriente casi como si se tratara de una broma.

— ¡Vamos a ver jovencita…! En esta redacción, el qué suele hacer las preguntas soy yo. Entonces, si yo entro con una tarjeta magnética, y la cerradura me da acceso, quiere decir que yo debo ser «alguien». Por otra parte, si usted está sentada en un escritorio, el cual desde hace cuatro meses está vacío, porque a su antecesora la eché yo, por sus pésimos modales, también la debería inducir a pensar que «soy alguien». Si usted está allí es porque Don Ernesto, la sentó de culo en esa silla giratoria y con rueditas. ¡A qué no me equivoco!

La chica negó, asombrada, con la cabeza.

— ¿Vio que fácil era deducir? Ahora bien, vamos por la secuencia protocolar que usted debería haber seguido. Se tendría que haber puesto de pie. Me tendría que haber dicho quién carajo es usted misma, no yo, es decir presentarse por su nombre y apellido. Lamentablemente me doy cuenta que es una maleducada y no saluda ni se presenta primero… ¿Me estoy equivocando?

— ¡Yo se lo pregunté bien! No es para que me conteste así...

— ¡Señorita…! ¡Me parece que usted está un poquito equivocada…! La respuesta que me dio, es clásica de una alumna rebelde de la escuela secundaria y de nuestras decadentes universidades, donde los alumnos «empoderados» toman mate y mastican bizcochuelo Exquisita, escupiendo migas cuando hablan, mientras uno trata de desburrarlos. La ofensa, y la indignación fácil, conmigo no van. Esto es una de las pocas redacciones profesionales que quedan en la Argentina. ¡Lo lamento! ¡Se equivocó de lugar para trabajar!

Joe, pasó del dicho a la acción. Tomó el respaldo de la silla con ruedas donde estaba sentada la chica, con ella encima. Abrió la puerta de entrada a la redacción, siempre con ella sentada y transportada. Al ver que el ascensor todavía estaba en el piso, empujó la silla al interior del ascensor y, velozmente, apretó el botón de Planta Baja. Salió rápidamente de la cabina del ascensor antes de que la joven reaccionara.

— ¡Está despedida! – le dijo a modo de saludo.

Se sentó frente a la computadora de la recepción y buscó las autorizaciones de entrada. Vio que la más reciente correspondía a Martha Florencia Otegui, y precisamente, para el puesto de recepcionista. Corrió un conmutador virtual en la pantalla y desautorizó la entrada para ella con alarma a su casilla de mensajes.

Tomó el paquete de diarios, revistas y unas pocas cartas en papel, de algún lector de avanzada edad, de su casillero. Pasó frente al escritorio vacío de Pía Arrieta que seguía cerrado. Se quitó el saco, tomó un marcador rojo y empezó a corregir los abundantes errores de ortografía, gramática, sintaxis e información del tradicional matutino, La República.

No pasaron cinco minutos, cuando alguien golpeó en la puerta de vidrio. Era la recepcionista trayendo a la rastra la silla. Casey se paró y con la misma sonrisa le preguntó qué deseaba.

— Soy la nueva recepcionista.

— ¡Error, m’hijita! ¡Era! Ahora es la «ex», y descartada por maleducada, recepcionista. Pase por la oficina de personal en el piso seis, para que le abonen lo trabajado. La silla déjela en el pasillo, yo después la hago entrar.

— ¡Yo se lo pregunté bien! Usted es un energúmeno.

— ¡Tras llovido mojado…! ¿Insiste…? Usted se tendría que haber puesto de pie, haberse presentado y preguntar quién era yo. Eso es preguntar bien. ¿Ya le dije que la Oficina de Recursos Humanos está en el piso seis?

— Soy Florencia Otegui.

— ¿Y qué carajo tiene que ver el culo con la cooperativa? Dígaselo al Gerente de Recursos Humanos. Le encanta echar gente… ¡Es más! ¡Está para eso, y es lo único que hace bien! ¡Bah!

— ¡No me llamo «carajo» ni me gusta que me traten de este modo!

— ¿Vio? ¡A mí tampoco! ¿Conque Florencia Otegui? – sonrió Casey con sorna. – ¿Qué parentesco tiene con el benemérito señor director del este pasquín?

— ¿Con Don Ernesto Zabala y Otegui?

— ¡Sí! ¡No hay otro, desgraciadamente! La principal accionista se las picó vaya saber a dónde y con quién. Y desde ya le advierto que no creo en las casualidades, igual de maleducada e insolente que su tío. Ya imagino cuáles son sus méritos.

— Ninguna casualidad. Soy su sobrina segunda. Para más datos soy la Licenciada en Recursos Humanos Martha Florencia Otegui y Aguirre. Mi tío me encargó de poner en orden esta redacción porque es un caos.

— ¡Ah…! ¡Bueno…! ¡Pues a mí me parece una reverenda pelotudez, como todo lo poco y mal que suele hacer su pariente…! – continuó Casey, ahora con tono poco amigable – ¡Conmigo, para esas forradas que no cuente! ¡Su tío quiere manejar un diario de la misma forma que timoneó el astillero de la hermana y su hija…! ¡Pues bien…! No lo timoneó. ¡Lo encalló! ¡De periodismo no sabe una gorra! ¡Esto no es una fábrica! ¡Entiéndalo usted también!

— ¡Se lo voy a contar a Don Ernesto! ¡Ya comienzo a entender lo que ocurre acá!

— ¡A quién quiera! ¡Qué tenga una excelente búsqueda de trabajo...! ¡Marthita...! – remarcó Joe.

Casey se alejó dos pasos, pero mascó rabia por la irrupción de la casi adolescente. Se dio vuelta nuevamente y volvió con otra salva de artillería:

—Mañana, cuando venga a buscar su liquidación, Marthita, venga con una carretilla, así yo le paso mi currículo y se entera quién soy yo. ¡Marthita…! ¡La licenciadita en recursos humanos…!

Pasó de nuevo por frente a la oficina de la sub directora del diario, Pía Arrieta. Tomó su celular e intentó hacer la llamada número doscientos noventa de los últimos cuatro meses. La respuesta fue como siempre «Habla Pía Arrieta, ahora no puedo atenderlo, por favor envíeme un mensaje por WhatsApp, que lo contestaré a la brevedad».  El rostro de Joe Casey pasó del enojo con la chica a la preocupación que sentía por la inexplicable ausencia de Pía Arrieta. Volvió a su propia oficina, prendió su notebook. Media hora después, antes de entrar al portal web de La República, sonó una llamada de su interno. Origen, número 11, desde la recepción.

— ¡Casey! – contestó el periodista automáticamente.

— ¡Sí! Ya sé que es usted, Ernesto… Término unas cosas y voy… ¿Inmediatamente…? ¿A mí Ernesto…? ¿Tomó jerez para el desayuno? ¡Ya sabe que le pega mal!

Noventa minutos después Casey golpeaba a la puerta del Director-Editor, quien le gritó que pasara y lo reprendió por haber tratado mal a su sobrina, quien se hacía la que lloraba en una silla frente a su tío.

— ¡Mirá Tío Ernesto! Este tipo, en realidad, se parece más al Increíble Hulk que a un ser humano.

— En eso estamos parejos. Usted con su altura y tamaño también parece ser la She Hulk miope – la chicaneó Casey. Si hasta el color del vestido la acompaña. ¿A quién se le ocurre ponerse un vestido verde?

—¡Más quisiera que yo fuera su She Hulk! – contestó Florencia con velocidad. Casey hizo una mueca al ver en detalle las proporciones físicas de la muchacha, extendiendo el labio inferior.

— Vamos al trabajo, Casey – rezongó Ernesto – Florencia, traenos algo.

— ¿Quieren té o café? – preguntó la joven.

— Preferiría una 45 milímetros bien cargada para pegarme un tiro y no errar.

—¿Le pregunté si le traigo té o café?

Casey entrecerró los ojos y respiró profundamente.

— Suelo tomar agua mineral gasificada… La más fría que haya... Por favor…  Señorita Florencia…

— Con muchísimo gusto, debí imaginarlo, algo frío y sin sabor… – contestó Florencia con tono de burla, lo que, extrañamente lo divirtió a Casey en lugar de hacerle enojar.

Casey le habló al Director.

— Buenos días Don Ernesto – fue la introducción de Casey.

— ¡No sé para usted! – contestó el aludido – Para mí ya es pésimo. Acaba de maltratar… ¡Acá… a mi sobrinita preferida, sin más razón que haberle preguntado quién era!

Casey no abrió la boca mientras palpaba la botella de agua mineral que le acababa de entregar Florencia. Estaba tibia, más que a temperatura ambiente, casi de sopa. Dedujo que la muchacha le había dado un toque de microondas. Su rostro neutro de nuevo empezó a mostrar enojo.

— Es una persona de mi máxima confianza, – continuó Don Ernesto sin advertirlo – y se acaba de graduar de Licenciada en Recursos Humanos, nada más y nada menos que en la Universidad Católica Argentina. La contraté para que pusiera orden, y no le voy a permitir a usted ni a nadie, que le falten el respeto como lo acaba de hacer – luego hizo una pausa mirando a Casey a los ojos, frunciendo la frente con más pliegues que un tornillo – ¡Quiero que todos lleguen a horario! ¡Incluido usted que para eso le pago!

— ¿Terminó? – inquirió Casey, mientras sacudía la botella.

— ¡No! – ladró Don Ernesto – ¿Quiero saber de una vez adónde la tiene a mi sobrina Pía?

— Le voy a explicar un par de cosas, pero no quiero, ni le permito, que me interrumpa. ¿Entendido?

— ¿Cómo se atreve? – bramó Ernesto levantando el índice derecho.

Sin inmutarse, Casey se puso de pie con la botella agitada de agua mineral gasificada tibia, a la que había aflojado la tapa. Su pulgar izquierdo contenía la tapa en la boca de la botella. Abrió la puerta de la oficina de Don Ernesto con el brazo izquierdo, con la mano derecha le lanzó la botella con la precisión que podía tener un ex rugbier. La botella se estrelló de lleno en el escritorio de la recepción, donde estaba la sobrina de su interlocutor. La tapa saltó, y el agua gasificada salió en espray, empapando literalmente a la juvenil Licenciada en Recursos Humanos. El director se sorprendió y volvió a levantar el brazo.

— ¡Siéntese Don Ernesto y no se atreva a levantarme el dedo ni la mano, porque a su edad, un hombro recalcado, duele horrores!

— ¿Se atreve a amenazarme? – preguntó Don Ernesto indignado.

— Yo no amenazo, y menos a un anciano gagá como usted. ¡Renuncio! ¡Viejo choto! ¡Me tiene usted absolutamente podrido! No solo fundió el astillero de su hermana, sino que a este diario de mierda lo mantengo vivo yo, con las notas de mis investigaciones. Y cuando vayan internando a los miserables veinte mil suscriptores que tiene, en todos los lectores en geriátricos de Barrio Parque, Recoleta, Palermo y Barrio Norte, uno por uno, nadie lo va a comprar ni para encender el fuego del asado o envolver los huevos de campo en la verdulería. El portal del diario en Internet, abre por espectáculos y entretenimientos, que son un montón de señoritas ligeras de ropa, cuando estamos asistiendo a los cambios de paradigmas en el planeta como si se tratara de un nuevo Renacimiento después de las plagas de las Covid19 y sucedáneos. ¡Ahora entiendo por qué, usted no se infectó, ¡Porque ni los virus lo aguantan! ¡Tiene vinagre en las venas en vez de sangre! ¡Me pudrió! ¡Habrase visto! ¡Un periodista con horarios! ¡A usted lo debe haber mordió una polilla rabiosa!

Casey se acercó a la puerta y la señaló a la licenciada Marthita, que se estaba secando con papel higiénico.

— Si a esa muchachita no le enseña educación, trato y modestia en el puesto de trabajo, ella no lo va a aprender en esa universidad, que es una cueva de mentirosos. La chica será XL en tamaño, pero es una XXS en inteligencia. Si se le pide algo y trae lo opuesto, lo hace de mala leche. ¡Digna sobrina suya, porque usted, en todos los órdenes de la vida, ha hecho siempre lo mismo, maldades!

Cerró la puerta mientras Don Ernesto hacía gestos como que tenía el corazón afectado, tocándose cerca del hombro derecho y jadeando.

 

 

Capítulo 3. Conflictos en La República

 

 

— ¡Don Ernesto! ¡Payaso! ¡No se haga el artista! ¿Me hace el favor? Primero que usted es como a Pinocho, le falta el corazón. ¡Ni para tener una pareja le dio! ¡Además no sea bruto! Se está tocando el lado derecho. El corazón está en el centro, ligeramente oblicuo a la izquierda.

Se acercó a la cara de Ernesto con gesto desencajado y le gritó:

— ¡Hace 125 días que su sobrina no aparece por ninguna parte, y usted se da cuenta hoy! – extrajo el celular y le mostró más los cientos de llamadas.

— ¡Coño! – fue la única expresión del director.

— ¿En cuatro meses no se le ocurrió averiguar dónde está? Yo he movido a la policía, Prefectura, Gendarmería y hasta Interpol. ¿Y usted? ¡Feliz que no esté! ¿No? ¡Así puede currar más a su familia! Le aclaro que tengo registrados todos sus retiros de dinero fuera de su sueldo…

— ¡No puede ser cierto! – se asombró Ernesto.

— ¡Lo lamento, es cierto y se lo entregaré a Pía cuando vuelva y si no a su madre!

— ¿Y por qué no me lo dijo antes?

— ¡Usted está gagá Don Ernesto! ¡Le recomiendo que se busque un geriátrico de su gusto, porque usted viene muy mal! ¡Cada lunes de diciembre, enero, febrero, marzo y abril le pregunté, en las reuniones de Comité de Redacción, dónde estaba Pía y por qué no asistía! ¿Sí o no? Y encima me vengo a enterar hoy, que su sobrina más querida es Marthita y no Pía. ¡Pero qué viejo de mierda resultó ser!

Ernesto Zabala afirmó lentamente con la cabeza y derramó lágrimas que se ocultó con las manos.

— Te juro que creí que estaba contigo Casey… Creí que se había mudado a tu caserón de Barracas contigo. Como tú le quitaste la virtud, y lo peor… ¡La fe en nuestro Señor Jesucristo, la Virgen Santísima y la Santa Madre Iglesia! ¡Tú con tu diabólico nihilismo ateo!

Casey se abalanzó al director del diario y lo levantó en el aire de su sillón por las solapas del saco como si fuera un muñeco.

— Agradezca a su Señor Jesucristo y a todas las vírgenes de su España y mí Argentina, que está demasiado viejo para que lo muela a trompadas como realmente se merecería. ¡Viejo inútil, cagador, egoísta e indiferente!

— Atrévete! ¡Hazlo! – desafió Ernesto – Así te podré despedir con causa.

— ¿Eso es lo único que le preocupa…? – contestó Casey lanzándolo violentamente al sillón.

— ¿Pero tú que te crees Casey? Me has deshonrado, poniendo mi nombre y apellido como un personaje en tu libro «Operación Los Lobos de Roma», sobre el atentado contra el Papa Francisco, en el que Pía y tú son los héroes y la Santa Madre Iglesia la villana. Ya ni puedo ir a la misa de diez, los domingos, al Santísimo Sacramento porque los fieles me miran con desprecio. ¡Sí! ¡Has sido tú! ¡Es tu culpa, tu reverendísima culpa, y responsabilidad! ¡Tú la tienes!

— Si mal no recuerdo, el que habló con el Gobierno, y me recomendó a sus amigos políticos, como director de la Agencia de Delitos Complejos fue usted…

— ¡Y tú, la pusiste patas arriba! ¡Hiciste al revés de lo que ellos esperaban!

— ¿Salvamos o no salvamos al Papa?

— Sí, pero…

— ¡Sí, pero nada! Cuando no les gustó lo que hacía, o cómo lo hacía, renuncié.

— No es así…

— ¡Claro que renuncié!

— Pues no realmente… ¡No renunciaste! Es solo una licencia extraordinaria...

Casey se paralizó y miró a Don Ernesto con una mirada aceradamente cruel de sus ojos celeste grisáceo.

— ¿Cómo que no…? ¿A ver? Renuncié en forma indeclinable y pedí que mis sueldos se donaran a la Fundación del Hospital Garraham.

— ¡Eso es lo que crees tú! Lo que tú no sabes es que no aceptaron la renuncia y la convirtieron en licencia y que Bob Delgado, de la NSA estadounidense auditó todos los sistemas que tu cambiaste y los aprobó todos, y gracias a tus proceedings la Argentina quedó en una lista de países confiables tanto para Occidente como para Rusia. Tú sigues siendo el director de la ADC. Con licencia, pero eres el director…

— ¡Le digo que yo elevé la renuncia con carácter indeclinable al mismísimo presidente de la República!

— Y yo hice retirar tu renuncia, y la cambiamos por un pedido de licencia para escribir las notas para La República, y para que publicaras tu puto libro, con el que avergonzaste a toda mi familia… Por lo tanto, sigues siendo el jefe de la ADC. Entonces… ¡Por favor encuentra a mi Pía! Te lo ruego… Por lo que más quieras… Ve a hablar con Estaban Moretti. Me temo que pueda haber habido una vendetta. Discúlpate del mal momento que le hiciste pasar con el Juez Giacobe...

— Yo no le hice pasar ningún mal momento. Él es un terrible corrupto relacionado con las mafias italianas, pero además absolutamente ineficiente como ministro. El propio presidente Hernández está jaqueado por las mafias, y su ministro de seguridad anda con los que lo amenazan a su jefe… ¡Es demasiado! ¿Y yo le hice pasar el mal momento? ¡Usted tiene demencia senil!

Casey furioso volvió a su oficina mirando en dirección al río. Volvió a llamar a Pía con el mismo resultado. Era demasiado temprano para llamar a Bob Delgado en Fort Mead, en Maryland.

Buscó en la Deep Web de internet las alertas de paradero. No había absolutamente nada. Pasó media hora buscando y llamando. Unos suaves golpecitos en la puerta lo volvieron a la realidad. Allí estaba la joven recepcionista XL.

— ¿Puedo hablar con usted señor Casey?

— ¡Cómo no Marthita! – dijo Casey poniéndose de pie y ofreciéndole que se siente.

— ¿Podríamos empezar de nuevo?

— Podríamos… Lo de frío y sin sabor estuvo genial y en el momento exacto. Confieso que me hizo mucha gracia. Muy ingeniosa...

— ¡Me tenés que enseñar a hacer lo del agua con gas! ¡Fue un enchastre, pero me encantó!

— Es una pavada, todo el secreto está en que la botella caiga de culo sobre algo duro.

— Cuando yo lo haga, te aviso.

— Depende dónde lo hagas…

— Joe… ¡Oíme bien! Yo sé absolutamente todo, todo, todo de vos, y cuando digo todo, es todo, pero todo, todo, hasta con medidas y cicatrices… También sé lo que representás para mi prima Pía y ella para vos.

— ¿Ella te habló de mí?

— Todo, te dije. ¿No entendiste?

— ¿Tan todo? – se preocupó Casey.

— Te repito, por si no entendiste ¡Absolutamente todo! Mi tío Ernesto, dice que yo soy su sobrina favorita, pero lo que no dice es que nos debemos haber visto cuatro veces en toda mi vida para las cenas de Navidad o los velorios. Te ruego que aceptes quedarte y lo de la ADC, y que no armes más quilombo.

— ¿Qué cosa...?

— Volver a trabajar como capo de la ADC. Lo tuve que tramitar yo para el imbécil del Tío. ¿Sabés que sos el único para USA, Europa y Rusia? Andá a hablar ya con mi el viejo. Día que pasa estamos más lejos de ella.

— No te olvides de Fernanda.

— También sé todo, pero… ¡Bueno, a ella no la conozco!

Casey volvió al escritorio de Don Ernesto y sin pedir permiso entró y se sentó.

— ¿Qué mierda quiere que haga Ernesto?

— Qué por el amor de Dios la rescates y la traigas de vuelta, sana y salva.

— Dicen que está con el ministro Moretti – masculló Casey.

— Bob Delgado de la NSA de Estados Unidos ya lo investigó, y eso es en lo único que ese animalito está limpio y sin olor a mierda.

— Desde la pandemia, el Reino Unido no me paga la pensión. La ADC no me pagó nunca nada, ni los gastos. La mierda que usted me paga, para montar un operativo, no alcanza.

— ¿Cuánto vas a necesitar?

— Dos millones.

— ¿Dos millones de qué?

— Si está en la Argentina, de pesos. Si está en las tres Américas, dos millones de dólares. Si es en Europa, dos millones de Euros.

— ¿No puede ser menos? – intentó Don Ernesto.

— ¿Le tengo que recordar que estamos hablando de la accionista mayoritaria de este pasquín?

— ¡Es mucho dinero en este momento!

— Mire, Don Ernesto. Aquí le paso el nombre y el teléfono fijo, de la casa de un detective de señoras. Es un cabo retirado de la Policía Federal que seguro puede hacerlo por menos. Medio borrachín el hombre, pero trabaja baratito. ¡Yo no!

— Está bien… El Nuncio Apostólico intercederá para que el Vaticano te ayude… – prometió Ernesto.

— ¡Ay! ¡Pero qué suerte la mía! No me cabe duda. ¿El Chapulín Colorado, también?

— La nota del resultado en exclusiva para ti.

— ¿Para este Pasquín o para que yo la venda algún medio serio?

— ¡Deje de llamarlo así!

— Bueno… ¿En exclusiva para su libelo mal escrito…?

— ¡Sí!

— Le aclaro que voy a necesitar un asistente que sepa vida y milagro de la vida de Pía.

— ¡Perfecto! No hay problema... ¡A quién quieras! ¡Pídelo!

— A su otra sobrina, la petulante recién recibida de Marthita Florencia, se la voy a devolver afinada como un Stradivarius, aunque por el tamaño que tiene, será mejor que la afine como a un violonchelo.

Los ojos de Don Ernesto se abrieron como platos soperos. Dudó e hizo un gesto como de negación con la mano. No le salían las palabras.

— ¡Jamás…!  ¡Jamás…! Casey, tu fama con las mujeres te precede. ¡Jamás entregaría la virtud de esta niña a tus fauces! ¡Es una jovencita católica, religiosa y virtuosa! ¿Te parece que no es suficiente como la corrompiste a Pía?

— A su niña virtuosa no la tocaría ni con el chorro de la manguera de incendios.

— Solo te ruego que, si la pones a Florencia a darte apoyo, que la respetes…

— ¿Cuántos años tiene Florencia Don Ernesto?

— Veintitrés.

— ¿Y usted se preocupa tanto porque su sobrina tenga virtud a los veintitrés años, cuando hace seis años, usted anduvo haciendo pillerías con la tercera mujer de Miguel Abud, el que le quería comprar el diario para el gobierno, cuando ella tenía 21 años?

— ¿Y tú cómo lo supiste?

— ¡Ah…! ¡Bueh…! ¡Por lo menos me lo podría haber negado! ¿Ve? ¡Así se confirman los rumores!

— No pasó nada. Ella me llamaba mucho.

— ¿Picaflor a los 70 años? Menos mal que Angustia Arrieta, madre de Pía se enteró y le hizo ver que esa rubia tetona le estaba haciendo el gran cuento del tío… ¡Del tío Ernesto!  ¡Qué coherente! ¡Fíjese! Hubiera perdido, además del astillero, el diario y los depósitos.

— José Eduardo Casey, vete de mi vista, llévate a Florencia o al mismo diablo si te apetece, pero que no se te os ocurra ponerle un dedo encima.

— ¡Quédese tranquilo! Soy menos gil que usted, que se tragó la mentira que le hizo la mujercita de Abud, cuando le dijo que estaba embarazada de usted…

Don Ernesto se desplomó en el sillón y se tomó el pecho haciendo caras de dolor.

— Don Ernesto – le susurró Casey – Ya le dije que el corazón no está a la derecha… ¡Es duro de entendederas, viejo idiota…!  ¿Eh…?

Casey tomó su computadora portátil y sacó una pistolas Glock .17 de la caja de seguridad de su oficina. Colocó todo en distintas bolsas de franela y las guardó en una mochila. Fue al escritorio de la recepción y le dijo a Florencia que por unos días iba a trabajar para él.

— ¡No! ¡Ni muerta! ¡Que me maten antes! Con usted a ninguna parte. Antes renuncio.

— Bueno, avisale a tu tío que renunciás porque no querés venir conmigo.

Florencia llamó al interno de Don Ernesto discutieron brevemente. Cuando cortó, sin decir palabra, tomó su mochila y guardó dos o tres cosas del escritorio además un táper con ensalada de la heladera general de la redacción.

— ¿Llevás el cargador del teléfono?

— Sí, pero tenemos que pasar por un cajero automático. Tengo solo la tarjeta prepaga de transporte.

— Por el dinero no te hagas problemas. Tampoco lo vas a necesitar, pero te advierto que te vas a tener que aguantar una cuarentena como la de que tuvimos con el Covid 19.

En el ascensor no se dirigieron la palabra.  La muchacha, con plataformas, era casi tan alta como Casey. Se pusieron los barbijos y salieron a la vereda de la Avenida Corrientes donde un Toyota Corolla híbrido, color blanco, los esperaba. Casey le abrió la puerta de atrás a la muchacha y él se sentó adelante con el conductor que lo saludó afectuosamente.

— ¡Irlandés, viejo y peludo! ¡Carajo! ¡Qué alegrón verte de nuevo! No sabíamos si habías renunciado o qué. Me llamó una tal Florencia.

— Es la cosa grandota y verde que está atrás. No es She Hulk sino la Licenciada Otegui. Sobrina de Don Ernesto. Me va a ayudar en esta. Tenemos un quilombo grande Andrés…

— ¿Qué te pasó Irlandés? ¿A quién tenemos que agarrar…? ¡Le sacudimos! ¡Vos sabés que no hay problemas!

— Todavía no lo sé bien. ¿Te acordás que después del atentado al Papa, es decir, al día siguiente me balearon la casa?

— ¡Como para olvidarme Irlandés! ¡Qué desparramo de sesos! ¡Astillas de cráneo y tripas desparramadas por todo el jardín! Con espátulas y cuchara del albañil lo tuvimos que juntar – hizo una pausa – ¿Vamos al Chalet o a Barracas?

— Al Chalet… ¿Te acordás si Pía se fue con Moretti? La Fernanda se levantó temprano y se fueron los tres a desayunar a la Avenida Montes de Oca.

— ¿Y qué pasó después?

— Llegaron después que usted lo aplastó al tipo, era cuando usted estaba explicándoles a los de la Policía Científica. Los de la Científica les dijeron que se alejaran, porque era muy impresionante y volvieran más tarde…

— ¡Esa es la cagada Andrés! Les dijeron que se fueran… Desde entonces no he sabido más de ninguna de las dos.

— Estaban las dos con el Ministro Esteban Moretti.

— ¿Vos no las has visto?

— No, tampoco. Por el Chalet no volvieron a pasar. ¿Y cómo es que no las llamó, Irlandés?

Casey le pidió a su reloj inteligente una llamada a María Fernanda Fasano. La respuesta fue idéntica a la de Pía. Que no estaba disponible y que enviara un mensaje de WhatsApp.

Afloje Irlandés. Cuando llegue al Chalet la rastrea y listo. Yo tengo fotos de las dos, se la voy a mandar a todos los compañeros para que traten de ubicarlas.

— ¿Cuántos son sus compañeros ahora?

— Después de lo del frustrado atentado al Papa, quedamos todos contratados. Somos 150, a lo largo de las 24 horas. Cincuenta por turno.

— ¿Y todos tienen autos como este?

— ¿Se acuerda del Chevrolet Cruze americano pintado de taxi amarillo y negro?

— ¡Como para olvidarme!

— Este, en cambio es para trasladarlo a usted, al jefe Roberto Martínez o al Negrito Pablo Moroni. Para nadie más. Ni al delincuente de Moretti. Esto no es un auto, es un tanque de guerra. Ruedas autorreparables, no se pinchan. Si se necesita se usa el motor de tres cilindros y las baterías, con lo que da unos 230 HP y llega a más de 220 kilómetros por hora con el motor a explosión y el eléctrico funcionando a la vez. Está todo blindado. Internet, wifi interior, y un juguete en el chasis que espero no tener que demostrárselo, porque hasta a mí me asustó: un lanzallamas. Aparte, las órdenes para todo lo que debe hacer, son habladas.

— Raro es que te entienda, Negro… – bromeó Casey.

— ¡Es un fenómeno! Cuándo me paso de cerveza, le pido que me lleve a casa y el pobrecito japonesito me lleva en automanejo. Es como tener un sulky en el campo – rió Carrizo.

A pesar de toda la tecnología del coche, tardaron más de una hora y media para recorrer treinta kilómetros y entrar en la Zona Militar de Campo de Mayo por el sector del Hospital Militar. Embotellamientos en las autopistas y las protestas sociales eran eternos problemas recurrentes. Florencia no abrió la boca en todo el camino. De todas formas, Casey le hizo una advertencia.

— Florencia, de todo lo que hablemos, veas u oigas ahora o después, no lo podés conversar ni con tu madre.

— ¿Y con Pía? – preguntó Florencia de cuya altanería cada vez quedaba menos.

— Cuando la encontremos, sí. Con ella todo lo que quieras.

La chica parecía reconcentrada y al borde del llanto. De pronto se animó y preguntó:

— ¿Quién es usted Señor Casey?

— ¿Por qué mierda será que todos me preguntan lo mismo? – rezongó Casey.

— ¿Puedo contarle lo que yo sé de usted Irlandés? – se entrometió Andrés carrizo.

— Sí Carrizo… si total… – aceptó Joe con resignación y curiosidad.

En un atascamiento en la autopista Andrés Carrizo le contó a Florencia, lo que a su buen saber y entender, quién era Joe Casey.

— Mire Señorita. A Joseph Edward Casey, lo acristianaron con el nombre que le correspondía por la familia irlandesa, pero en aquella época le tenían que poner un nombre en argentino, y le pusieron José Eduardo Casey. ¡Pega menos que Fanta Naranja con Anís! Es un loco de mierda, como todos los de su familia que perdieron toda la fortuna cuando les sacaron el Ferrocarril de Trocha de 999 milímetros, el angostito. Usted ni sabe lo qué era eso… Fue el tren Provincial de trocha angosta. ¡Bueh…! Se vino a Buenos Aires y se recibió de abogado en la UCA, para darle el gusto a los padres. ¿Me equivoco Irlandés?

—En absoluto, todo es totalmente cierto hasta ahora – aceptó Casey resignado.

—¡Bueh! Como ser abogado no le gustaba ni mierda, se fue a Inglaterra y estudió todas esas ciencias que se relacionan con los muertos… ¿Cómo se llaman Irlandés?

— Servicios fúnebres – chasqueó Casey.

— ¡No…! Eso que usted dice que los muertos siempre hablan.

— ¡Ah! ¡Espiritismo! – calzó Joe con el chiste exacto, lo que hizo reír a Florencia a carcajadas.

— No... A ver… ¡Sí! Florense… Que es una cosa así, tipo ser abogadense de los muertos…

— Dejalo como experto forense Andrés… – pidió Casey absolutamente tentado.

— Pero el tipo se sacó como dos títulos. ¡No uno, dos…!

— Siete, en realidad, con los doctorados y masters – número que asombró a Florencia.

— Allá lo agarró, en el ‘95, lo peor de la guerra civil irlandesa y él fue cazador de los terroristas de uno y otro lado. ¿Me equivoco?

— Lamentablemente no.

— ¿Estuvo en el MI5 o el MI6? – fue la sorprendente pregunta de Florencia, pero a continuación vino lo que descolocó a Casey – ¿A cuántas personas tuvo que matar?

— Primero le advierto que lo del 007 es un mito. En el MI6… perdí la cuenta de cuántos maté, pero los cargo conmigo en la mochila, los llevo a todas partes, y salen a joder de noche, cuando yo quiero dormir. Ninguno de los que maté eran buena gente en lo absoluto. Te lo aseguro. Creo honestamente, no haberme equivocado con ninguno.

— Eso piensa usted. La familia debe pensar lo contrario – dedujo Florencia.

— ¡Obviamente que sí! Pero no eran buenos o malos para mí, ni por mi ideología, sino para una sociedad que estuvo treinta años en una guerra religiosa sin ningún sentido. El que usaran el terror y las devastaciones con civiles inocentes, fueran católicos o protestantes, no es de buena persona. No creo que lo entienda.

— ¿Y cuál es su ideología? – preguntó Florencia.

— Nihilista convencido y practicante. ¿Sabés de lo que te hablo?

— ¡No…! ¡Casi…! – Se asombró Florencia – Yo también soy nihilista, pero ni se le ocurra decírselo a mi tío… Una pregunta más: ¿Entonces usted era un espía?

— ¡No! Por eso te dije que estaba en el MI6. Los espías siempre deben traicionar a alguien. Eso no va conmigo.

— ¿Y qué diferencia hay entre el MI5 y el MI6? Le pregunto por las novelas de Ian Fleming, sobre James Bond, que me apasionan.

— MI5, quiere decir Military Inteligence 5 y el otro lo mismo, pero 6. Llegó a existir desde MI1 hasta MI11 en las guerras mundiales. Ahora quedan estas dos agencias. El MI5 es como la CIA y la MI6 como la NSA.

— ¡Uh! ¿Y cuál es la diferencia entre la CIA y la NSA?

— Los modales. Que la CIA, la MI5 y la AFI argentina hacen las cosas con violencia, y a lo bestia. La MI6, la NSA y la ADC hacemos lo mismo usando la inteligencia y en lo posible sin romper nada, aunque… ¡Ahora... casi nunca es posible! También que tenemos que arreglar los desaguisados que hacen ellos.

— ¡Buena explicación! Debo decirle que usted me cae realmente muy mal, pero ahora, apenas un poquito menos.

 

 

 

 

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