Capítulo 3. Conflictos en La República

 

 

— ¡Don Ernesto! ¡Payaso! ¡No se haga el artista! ¿Me hace el favor? Primero que usted es como a Pinocho, le falta el corazón. ¡Ni para tener una pareja le dio! ¡Además no sea bruto! Se está tocando el lado derecho. El corazón está en el centro, ligeramente oblicuo a la izquierda.

Se acercó a la cara de Ernesto con gesto desencajado y le gritó:

— ¡Hace 125 días que su sobrina no aparece por ninguna parte, y usted se da cuenta hoy! – extrajo el celular y le mostró más los cientos de llamadas.

— ¡Coño! – fue la única expresión del director.

— ¿En cuatro meses no se le ocurrió averiguar dónde está? Yo he movido a la policía, Prefectura, Gendarmería y hasta Interpol. ¿Y usted? ¡Feliz que no esté! ¿No? ¡Así puede currar más a su familia! Le aclaro que tengo registrados todos sus retiros de dinero fuera de su sueldo…

— ¡No puede ser cierto! – se asombró Ernesto.

— ¡Lo lamento, es cierto y se lo entregaré a Pía cuando vuelva y si no a su madre!

— ¿Y por qué no me lo dijo antes?

— ¡Usted está gagá Don Ernesto! ¡Le recomiendo que se busque un geriátrico de su gusto, porque usted viene muy mal! ¡Cada lunes de diciembre, enero, febrero, marzo y abril le pregunté, en las reuniones de Comité de Redacción, dónde estaba Pía y por qué no asistía! ¿Sí o no? Y encima me vengo a enterar hoy, que su sobrina más querida es Marthita y no Pía. ¡Pero qué viejo de mierda resultó ser!

Ernesto Zabala afirmó lentamente con la cabeza y derramó lágrimas que se ocultó con las manos.

— Te juro que creí que estaba contigo Casey… Creí que se había mudado a tu caserón de Barracas contigo. Como tú le quitaste la virtud, y lo peor… ¡La fe en nuestro Señor Jesucristo, la Virgen Santísima y la Santa Madre Iglesia! ¡Tú con tu diabólico nihilismo ateo!

Casey se abalanzó al director del diario y lo levantó en el aire de su sillón por las solapas del saco como si fuera un muñeco.

— Agradezca a su Señor Jesucristo y a todas las vírgenes de su España y mí Argentina, que está demasiado viejo para que lo muela a trompadas como realmente se merecería. ¡Viejo inútil, cagador, egoísta e indiferente!

— Atrévete! ¡Hazlo! – desafió Ernesto – Así te podré despedir con causa.

— ¿Eso es lo único que le preocupa…? – contestó Casey lanzándolo violentamente al sillón.

— ¿Pero tú que te crees Casey? Me has deshonrado, poniendo mi nombre y apellido como un personaje en tu libro «Operación Los Lobos de Roma», sobre el atentado contra el Papa Francisco, en el que Pía y tú son los héroes y la Santa Madre Iglesia la villana. Ya ni puedo ir a la misa de diez, los domingos, al Santísimo Sacramento porque los fieles me miran con desprecio. ¡Sí! ¡Has sido tú! ¡Es tu culpa, tu reverendísima culpa, y responsabilidad! ¡Tú la tienes!

— Si mal no recuerdo, el que habló con el Gobierno, y me recomendó a sus amigos políticos, como director de la Agencia de Delitos Complejos fue usted…

— ¡Y tú, la pusiste patas arriba! ¡Hiciste al revés de lo que ellos esperaban!

— ¿Salvamos o no salvamos al Papa?

— Sí, pero…

— ¡Sí, pero nada! Cuando no les gustó lo que hacía, o cómo lo hacía, renuncié.

— No es así…

— ¡Claro que renuncié!

— Pues no realmente… ¡No renunciaste! Es solo una licencia extraordinaria...

Casey se paralizó y miró a Don Ernesto con una mirada aceradamente cruel de sus ojos celeste grisáceo.

— ¿Cómo que no…? ¿A ver? Renuncié en forma indeclinable y pedí que mis sueldos se donaran a la Fundación del Hospital Garraham.

— ¡Eso es lo que crees tú! Lo que tú no sabes es que no aceptaron la renuncia y la convirtieron en licencia y que Bob Delgado, de la NSA estadounidense auditó todos los sistemas que tu cambiaste y los aprobó todos, y gracias a tus proceedings la Argentina quedó en una lista de países confiables tanto para Occidente como para Rusia. Tú sigues siendo el director de la ADC. Con licencia, pero eres el director…

— ¡Le digo que yo elevé la renuncia con carácter indeclinable al mismísimo presidente de la República!

— Y yo hice retirar tu renuncia, y la cambiamos por un pedido de licencia para escribir las notas para La República, y para que publicaras tu puto libro, con el que avergonzaste a toda mi familia… Por lo tanto, sigues siendo el jefe de la ADC. Entonces… ¡Por favor encuentra a mi Pía! Te lo ruego… Por lo que más quieras… Ve a hablar con Estaban Moretti. Me temo que pueda haber habido una vendetta. Discúlpate del mal momento que le hiciste pasar con el Juez Giacobe...

— Yo no le hice pasar ningún mal momento. Él es un terrible corrupto relacionado con las mafias italianas, pero además absolutamente ineficiente como ministro. El propio presidente Hernández está jaqueado por las mafias, y su ministro de seguridad anda con los que lo amenazan a su jefe… ¡Es demasiado! ¿Y yo le hice pasar el mal momento? ¡Usted tiene demencia senil!

Casey furioso volvió a su oficina mirando en dirección al río. Volvió a llamar a Pía con el mismo resultado. Era demasiado temprano para llamar a Bob Delgado en Fort Mead, en Maryland.

Buscó en la Deep Web de internet las alertas de paradero. No había absolutamente nada. Pasó media hora buscando y llamando. Unos suaves golpecitos en la puerta lo volvieron a la realidad. Allí estaba la joven recepcionista XL.

— ¿Puedo hablar con usted señor Casey?

— ¡Cómo no Marthita! – dijo Casey poniéndose de pie y ofreciéndole que se siente.

— ¿Podríamos empezar de nuevo?

— Podríamos… Lo de frío y sin sabor estuvo genial y en el momento exacto. Confieso que me hizo mucha gracia. Muy ingeniosa...

— ¡Me tenés que enseñar a hacer lo del agua con gas! ¡Fue un enchastre, pero me encantó!

— Es una pavada, todo el secreto está en que la botella caiga de culo sobre algo duro.

— Cuando yo lo haga, te aviso.

— Depende dónde lo hagas…

— Joe… ¡Oíme bien! Yo sé absolutamente todo, todo, todo de vos, y cuando digo todo, es todo, pero todo, todo, hasta con medidas y cicatrices… También sé lo que representás para mi prima Pía y ella para vos.

— ¿Ella te habló de mí?

— Todo, te dije. ¿No entendiste?

— ¿Tan todo? – se preocupó Casey.

— Te repito, por si no entendiste ¡Absolutamente todo! Mi tío Ernesto, dice que yo soy su sobrina favorita, pero lo que no dice es que nos debemos haber visto cuatro veces en toda mi vida para las cenas de Navidad o los velorios. Te ruego que aceptes quedarte y lo de la ADC, y que no armes más quilombo.

— ¿Qué cosa...?

— Volver a trabajar como capo de la ADC. Lo tuve que tramitar yo para el imbécil del Tío. ¿Sabés que sos el único para USA, Europa y Rusia? Andá a hablar ya con mi el viejo. Día que pasa estamos más lejos de ella.

— No te olvides de Fernanda.

— También sé todo, pero… ¡Bueno, a ella no la conozco!

Casey volvió al escritorio de Don Ernesto y sin pedir permiso entró y se sentó.

— ¿Qué mierda quiere que haga Ernesto?

— Qué por el amor de Dios la rescates y la traigas de vuelta, sana y salva.

— Dicen que está con el ministro Moretti – masculló Casey.

— Bob Delgado de la NSA de Estados Unidos ya lo investigó, y eso es en lo único que ese animalito está limpio y sin olor a mierda.

— Desde la pandemia, el Reino Unido no me paga la pensión. La ADC no me pagó nunca nada, ni los gastos. La mierda que usted me paga, para montar un operativo, no alcanza.

— ¿Cuánto vas a necesitar?

— Dos millones.

— ¿Dos millones de qué?

— Si está en la Argentina, de pesos. Si está en las tres Américas, dos millones de dólares. Si es en Europa, dos millones de Euros.

— ¿No puede ser menos? – intentó Don Ernesto.

— ¿Le tengo que recordar que estamos hablando de la accionista mayoritaria de este pasquín?

— ¡Es mucho dinero en este momento!

— Mire, Don Ernesto. Aquí le paso el nombre y el teléfono fijo, de la casa de un detective de señoras. Es un cabo retirado de la Policía Federal que seguro puede hacerlo por menos. Medio borrachín el hombre, pero trabaja baratito. ¡Yo no!

— Está bien… El Nuncio Apostólico intercederá para que el Vaticano te ayude… – prometió Ernesto.

— ¡Ay! ¡Pero qué suerte la mía! No me cabe duda. ¿El Chapulín Colorado, también?

— La nota del resultado en exclusiva para ti.

— ¿Para este Pasquín o para que yo la venda algún medio serio?

— ¡Deje de llamarlo así!

— Bueno… ¿En exclusiva para su libelo mal escrito…?

— ¡Sí!

— Le aclaro que voy a necesitar un asistente que sepa vida y milagro de la vida de Pía.

— ¡Perfecto! No hay problema... ¡A quién quieras! ¡Pídelo!

— A su otra sobrina, la petulante recién recibida de Marthita Florencia, se la voy a devolver afinada como un Stradivarius, aunque por el tamaño que tiene, será mejor que la afine como a un violonchelo.

Los ojos de Don Ernesto se abrieron como platos soperos. Dudó e hizo un gesto como de negación con la mano. No le salían las palabras.

— ¡Jamás…!  ¡Jamás…! Casey, tu fama con las mujeres te precede. ¡Jamás entregaría la virtud de esta niña a tus fauces! ¡Es una jovencita católica, religiosa y virtuosa! ¿Te parece que no es suficiente como la corrompiste a Pía?

— A su niña virtuosa no la tocaría ni con el chorro de la manguera de incendios.

— Solo te ruego que, si la pones a Florencia a darte apoyo, que la respetes…

— ¿Cuántos años tiene Florencia Don Ernesto?

— Veintitrés.

— ¿Y usted se preocupa tanto porque su sobrina tenga virtud a los veintitrés años, cuando hace seis años, usted anduvo haciendo pillerías con la tercera mujer de Miguel Abud, el que le quería comprar el diario para el gobierno, cuando ella tenía 21 años?

— ¿Y tú cómo lo supiste?

— ¡Ah…! ¡Bueh…! ¡Por lo menos me lo podría haber negado! ¿Ve? ¡Así se confirman los rumores!

— No pasó nada. Ella me llamaba mucho.

— ¿Picaflor a los 70 años? Menos mal que Angustia Arrieta, madre de Pía se enteró y le hizo ver que esa rubia tetona le estaba haciendo el gran cuento del tío… ¡Del tío Ernesto!  ¡Qué coherente! ¡Fíjese! Hubiera perdido, además del astillero, el diario y los depósitos.

— José Eduardo Casey, vete de mi vista, llévate a Florencia o al mismo diablo si te apetece, pero que no se te os ocurra ponerle un dedo encima.

— ¡Quédese tranquilo! Soy menos gil que usted, que se tragó la mentira que le hizo la mujercita de Abud, cuando le dijo que estaba embarazada de usted…

Don Ernesto se desplomó en el sillón y se tomó el pecho haciendo caras de dolor.

— Don Ernesto – le susurró Casey – Ya le dije que el corazón no está a la derecha… ¡Es duro de entendederas, viejo idiota…!  ¿Eh…?

Casey tomó su computadora portátil y sacó una pistolas Glock .17 de la caja de seguridad de su oficina. Colocó todo en distintas bolsas de franela y las guardó en una mochila. Fue al escritorio de la recepción y le dijo a Florencia que por unos días iba a trabajar para él.

— ¡No! ¡Ni muerta! ¡Que me maten antes! Con usted a ninguna parte. Antes renuncio.

— Bueno, avisale a tu tío que renunciás porque no querés venir conmigo.

Florencia llamó al interno de Don Ernesto discutieron brevemente. Cuando cortó, sin decir palabra, tomó su mochila y guardó dos o tres cosas del escritorio además un táper con ensalada de la heladera general de la redacción.

— ¿Llevás el cargador del teléfono?

— Sí, pero tenemos que pasar por un cajero automático. Tengo solo la tarjeta prepaga de transporte.

— Por el dinero no te hagas problemas. Tampoco lo vas a necesitar, pero te advierto que te vas a tener que aguantar una cuarentena como la de que tuvimos con el Covid 19.

En el ascensor no se dirigieron la palabra.  La muchacha, con plataformas, era casi tan alta como Casey. Se pusieron los barbijos y salieron a la vereda de la Avenida Corrientes donde un Toyota Corolla híbrido, color blanco, los esperaba. Casey le abrió la puerta de atrás a la muchacha y él se sentó adelante con el conductor que lo saludó afectuosamente.

— ¡Irlandés, viejo y peludo! ¡Carajo! ¡Qué alegrón verte de nuevo! No sabíamos si habías renunciado o qué. Me llamó una tal Florencia.

— Es la cosa grandota y verde que está atrás. No es She Hulk sino la Licenciada Otegui. Sobrina de Don Ernesto. Me va a ayudar en esta. Tenemos un quilombo grande Andrés…

— ¿Qué te pasó Irlandés? ¿A quién tenemos que agarrar…? ¡Le sacudimos! ¡Vos sabés que no hay problemas!

— Todavía no lo sé bien. ¿Te acordás que después del atentado al Papa, es decir, al día siguiente me balearon la casa?

— ¡Como para olvidarme Irlandés! ¡Qué desparramo de sesos! ¡Astillas de cráneo y tripas desparramadas por todo el jardín! Con espátulas y cuchara del albañil lo tuvimos que juntar – hizo una pausa – ¿Vamos al Chalet o a Barracas?

— Al Chalet… ¿Te acordás si Pía se fue con Moretti? La Fernanda se levantó temprano y se fueron los tres a desayunar a la Avenida Montes de Oca.

— ¿Y qué pasó después?

— Llegaron después que usted lo aplastó al tipo, era cuando usted estaba explicándoles a los de la Policía Científica. Los de la Científica les dijeron que se alejaran, porque era muy impresionante y volvieran más tarde…

— ¡Esa es la cagada Andrés! Les dijeron que se fueran… Desde entonces no he sabido más de ninguna de las dos.

— Estaban las dos con el Ministro Esteban Moretti.

— ¿Vos no las has visto?

— No, tampoco. Por el Chalet no volvieron a pasar. ¿Y cómo es que no las llamó, Irlandés?

Casey le pidió a su reloj inteligente una llamada a María Fernanda Fasano. La respuesta fue idéntica a la de Pía. Que no estaba disponible y que enviara un mensaje de WhatsApp.

Afloje Irlandés. Cuando llegue al Chalet la rastrea y listo. Yo tengo fotos de las dos, se la voy a mandar a todos los compañeros para que traten de ubicarlas.

— ¿Cuántos son sus compañeros ahora?

— Después de lo del frustrado atentado al Papa, quedamos todos contratados. Somos 150, a lo largo de las 24 horas. Cincuenta por turno.

— ¿Y todos tienen autos como este?

— ¿Se acuerda del Chevrolet Cruze americano pintado de taxi amarillo y negro?

— ¡Como para olvidarme!

— Este, en cambio es para trasladarlo a usted, al jefe Roberto Martínez o al Negrito Pablo Moroni. Para nadie más. Ni al delincuente de Moretti. Esto no es un auto, es un tanque de guerra. Ruedas autorreparables, no se pinchan. Si se necesita se usa el motor de tres cilindros y las baterías, con lo que da unos 230 HP y llega a más de 220 kilómetros por hora con el motor a explosión y el eléctrico funcionando a la vez. Está todo blindado. Internet, wifi interior, y un juguete en el chasis que espero no tener que demostrárselo, porque hasta a mí me asustó: un lanzallamas. Aparte, las órdenes para todo lo que debe hacer, son habladas.

— Raro es que te entienda, Negro… – bromeó Casey.

— ¡Es un fenómeno! Cuándo me paso de cerveza, le pido que me lleve a casa y el pobrecito japonesito me lleva en automanejo. Es como tener un sulky en el campo – rió Carrizo.

A pesar de toda la tecnología del coche, tardaron más de una hora y media para recorrer treinta kilómetros y entrar en la Zona Militar de Campo de Mayo por el sector del Hospital Militar. Embotellamientos en las autopistas y las protestas sociales eran eternos problemas recurrentes. Florencia no abrió la boca en todo el camino. De todas formas, Casey le hizo una advertencia.

— Florencia, de todo lo que hablemos, veas u oigas ahora o después, no lo podés conversar ni con tu madre.

— ¿Y con Pía? – preguntó Florencia de cuya altanería cada vez quedaba menos.

— Cuando la encontremos, sí. Con ella todo lo que quieras.

La chica parecía reconcentrada y al borde del llanto. De pronto se animó y preguntó:

— ¿Quién es usted Señor Casey?

— ¿Por qué mierda será que todos me preguntan lo mismo? – rezongó Casey.

— ¿Puedo contarle lo que yo sé de usted Irlandés? – se entrometió Andrés carrizo.

— Sí Carrizo… si total… – aceptó Joe con resignación y curiosidad.

En un atascamiento en la autopista Andrés Carrizo le contó a Florencia, lo que a su buen saber y entender, quién era Joe Casey.

— Mire Señorita. A Joseph Edward Casey, lo acristianaron con el nombre que le correspondía por la familia irlandesa, pero en aquella época le tenían que poner un nombre en argentino, y le pusieron José Eduardo Casey. ¡Pega menos que Fanta Naranja con Anís! Es un loco de mierda, como todos los de su familia que perdieron toda la fortuna cuando les sacaron el Ferrocarril de Trocha de 999 milímetros, el angostito. Usted ni sabe lo qué era eso… Fue el tren Provincial de trocha angosta. ¡Bueh…! Se vino a Buenos Aires y se recibió de abogado en la UCA, para darle el gusto a los padres. ¿Me equivoco Irlandés?

—En absoluto, todo es totalmente cierto hasta ahora – aceptó Casey resignado.

—¡Bueh! Como ser abogado no le gustaba ni mierda, se fue a Inglaterra y estudió todas esas ciencias que se relacionan con los muertos… ¿Cómo se llaman Irlandés?

— Servicios fúnebres – chasqueó Casey.

— ¡No…! Eso que usted dice que los muertos siempre hablan.

— ¡Ah! ¡Espiritismo! – calzó Joe con el chiste exacto, lo que hizo reír a Florencia a carcajadas.

— No... A ver… ¡Sí! Florense… Que es una cosa así, tipo ser abogadense de los muertos…

— Dejalo como experto forense Andrés… – pidió Casey absolutamente tentado.

— Pero el tipo se sacó como dos títulos. ¡No uno, dos…!

— Siete, en realidad, con los doctorados y masters – número que asombró a Florencia.

— Allá lo agarró, en el ‘95, lo peor de la guerra civil irlandesa y él fue cazador de los terroristas de uno y otro lado. ¿Me equivoco?

— Lamentablemente no.

— ¿Estuvo en el MI5 o el MI6? – fue la sorprendente pregunta de Florencia, pero a continuación vino lo que descolocó a Casey – ¿A cuántas personas tuvo que matar?

— Primero le advierto que lo del 007 es un mito. En el MI6… perdí la cuenta de cuántos maté, pero los cargo conmigo en la mochila, los llevo a todas partes, y salen a joder de noche, cuando yo quiero dormir. Ninguno de los que maté eran buena gente en lo absoluto. Te lo aseguro. Creo honestamente, no haberme equivocado con ninguno.

— Eso piensa usted. La familia debe pensar lo contrario – dedujo Florencia.

— ¡Obviamente que sí! Pero no eran buenos o malos para mí, ni por mi ideología, sino para una sociedad que estuvo treinta años en una guerra religiosa sin ningún sentido. El que usaran el terror y las devastaciones con civiles inocentes, fueran católicos o protestantes, no es de buena persona. No creo que lo entienda.

— ¿Y cuál es su ideología? – preguntó Florencia.

— Nihilista convencido y practicante. ¿Sabés de lo que te hablo?

— ¡No…! ¡Casi…! – Se asombró Florencia – Yo también soy nihilista, pero ni se le ocurra decírselo a mi tío… Una pregunta más: ¿Entonces usted era un espía?

— ¡No! Por eso te dije que estaba en el MI6. Los espías siempre deben traicionar a alguien. Eso no va conmigo.

— ¿Y qué diferencia hay entre el MI5 y el MI6? Le pregunto por las novelas de Ian Fleming, sobre James Bond, que me apasionan.

— MI5, quiere decir Military Inteligence 5 y el otro lo mismo, pero 6. Llegó a existir desde MI1 hasta MI11 en las guerras mundiales. Ahora quedan estas dos agencias. El MI5 es como la CIA y la MI6 como la NSA.

— ¡Uh! ¿Y cuál es la diferencia entre la CIA y la NSA?

— Los modales. Que la CIA, la MI5 y la AFI argentina hacen las cosas con violencia, y a lo bestia. La MI6, la NSA y la ADC hacemos lo mismo usando la inteligencia y en lo posible sin romper nada, aunque… ¡Ahora... casi nunca es posible! También que tenemos que arreglar los desaguisados que hacen ellos.

— ¡Buena explicación! Debo decirle que usted me cae realmente muy mal, pero ahora, apenas un poquito menos.

 

 

 

 

Capítulos
1 Capítulo 1: A la semana siguiente
2 Capítulo 2: ¿Quién es usted señor Casey?
3 Capítulo 3. Conflictos en La República
4 Capítulo 4: El Chalet
5 Capítulo 5 ¿Quién es esa gente?
6 Capítulo 6: Habitación 47
7 Capítulo 7: Segunda parte. Amanecer de una noche agitada
8 Capítulo 8: Un error en Dakar
9 Capítulo 9: Rendez vous Signore Greco
10 Capítulo 10: En Barcelona
11 Capítulo 11: Marina
12 Capítulo 12: Las mafias
13 Capítulo 13: Reggio di Calabria
14 Capítulo 14: Hurgando en el pasado
15 Capítulo 15: El Señor fiscal
16 Capítulo 16: Los rubros de la mafia
17 Capítulo 17: Mientras tanto, en Capo Vaticano...
18 Capítulo 18: Pía llama
19 Capítulo 19: Mientras tanto en Génova…
20 Capítulo 20: Carlo il pazzo.
21 Capítulo 21: El Señor Kobayashi
22 Capítulo 22: Siempre hay un traidor
23 Capítulo 23: Alí Baba y los 40 ladrones
24 Capítulo 24: Robando al ladrón
25 Capítulo 25: El circo romano
26 Capítulo 26: Un clima muy denso
27 Capítulo 27: Te odio, pero ¡cómo te amo!
28 Capítulo 28: La última cena en Roma
29 Capítulo 29: La culpa de todo la tiene la pandemia
30 Capítulo 30: La Iglesia siempre se entendió con las mafias
31 Capítulo 31: El dinero necesita de la fe, y se llevan muy bien.
32 Capítulo 32: La última, siempre será la cena más inolvidable
33 Capítulo 33: ¿Enrico Bianchi, otra vez?
34 Capítulo 34: Si no los puedes vencer, confúndelos
35 Capítulo 35: Otra vez en Reggio di Calabria
36 Capítulo 36: Il morto che parla
37 Capítulo 37: Jugando a las visitas
38 Capítulo 38: Nunca digas que los problemas se acabaron.
39 Capítulo 39: Cuando a veces las cosas se ponen peor
40 Capítulo 40: Si algo más, podía salir mal...
41 Capítulo 41: El hotel Orizzonte blu, era como su casa.
42 Capítulo 42: Las tres balcánicas
43 Capitulo 44: Cuestiones pendiente
44 Capítulo 45: Tercera parte. Recuerdos del norte de África
45 Capítulo 46: De compras en Tropea
46 Capítulo 47: Secretos de guerra
47 Capítulo 49: Recuerdos del Ulster
48 Capítulo 50: De superhéroes y otros desquicios
49 Capítulo 51: Instrucciones para ser superhéroe.
50 Capítulo 51: Así en Cabria Como en la Argentina.
51 Capítulo 52: Volviendo a casa… ¿Qué casa?
52 Capítulo 53: Fantasmas a nueve mil metros sobre el Atlántico
53 Capítulo 54: Cuarta Parte. La Casona de Barracas
54 Capítulo 55: Poniéndose al día
55 Capítulo 56: Una visita inimaginable
56 Capítulo 57: El ministro que no quería morir.
57 Capítulo 58: El ataque de la jauría
58 Capítulo 59: Las agonías
59 Capítulo 60: Salimos en la tele
60 Capítulo 61: El tesoro de Pía
Capítulos

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1
Capítulo 1: A la semana siguiente
2
Capítulo 2: ¿Quién es usted señor Casey?
3
Capítulo 3. Conflictos en La República
4
Capítulo 4: El Chalet
5
Capítulo 5 ¿Quién es esa gente?
6
Capítulo 6: Habitación 47
7
Capítulo 7: Segunda parte. Amanecer de una noche agitada
8
Capítulo 8: Un error en Dakar
9
Capítulo 9: Rendez vous Signore Greco
10
Capítulo 10: En Barcelona
11
Capítulo 11: Marina
12
Capítulo 12: Las mafias
13
Capítulo 13: Reggio di Calabria
14
Capítulo 14: Hurgando en el pasado
15
Capítulo 15: El Señor fiscal
16
Capítulo 16: Los rubros de la mafia
17
Capítulo 17: Mientras tanto, en Capo Vaticano...
18
Capítulo 18: Pía llama
19
Capítulo 19: Mientras tanto en Génova…
20
Capítulo 20: Carlo il pazzo.
21
Capítulo 21: El Señor Kobayashi
22
Capítulo 22: Siempre hay un traidor
23
Capítulo 23: Alí Baba y los 40 ladrones
24
Capítulo 24: Robando al ladrón
25
Capítulo 25: El circo romano
26
Capítulo 26: Un clima muy denso
27
Capítulo 27: Te odio, pero ¡cómo te amo!
28
Capítulo 28: La última cena en Roma
29
Capítulo 29: La culpa de todo la tiene la pandemia
30
Capítulo 30: La Iglesia siempre se entendió con las mafias
31
Capítulo 31: El dinero necesita de la fe, y se llevan muy bien.
32
Capítulo 32: La última, siempre será la cena más inolvidable
33
Capítulo 33: ¿Enrico Bianchi, otra vez?
34
Capítulo 34: Si no los puedes vencer, confúndelos
35
Capítulo 35: Otra vez en Reggio di Calabria
36
Capítulo 36: Il morto che parla
37
Capítulo 37: Jugando a las visitas
38
Capítulo 38: Nunca digas que los problemas se acabaron.
39
Capítulo 39: Cuando a veces las cosas se ponen peor
40
Capítulo 40: Si algo más, podía salir mal...
41
Capítulo 41: El hotel Orizzonte blu, era como su casa.
42
Capítulo 42: Las tres balcánicas
43
Capitulo 44: Cuestiones pendiente
44
Capítulo 45: Tercera parte. Recuerdos del norte de África
45
Capítulo 46: De compras en Tropea
46
Capítulo 47: Secretos de guerra
47
Capítulo 49: Recuerdos del Ulster
48
Capítulo 50: De superhéroes y otros desquicios
49
Capítulo 51: Instrucciones para ser superhéroe.
50
Capítulo 51: Así en Cabria Como en la Argentina.
51
Capítulo 52: Volviendo a casa… ¿Qué casa?
52
Capítulo 53: Fantasmas a nueve mil metros sobre el Atlántico
53
Capítulo 54: Cuarta Parte. La Casona de Barracas
54
Capítulo 55: Poniéndose al día
55
Capítulo 56: Una visita inimaginable
56
Capítulo 57: El ministro que no quería morir.
57
Capítulo 58: El ataque de la jauría
58
Capítulo 59: Las agonías
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Capítulo 60: Salimos en la tele
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Capítulo 61: El tesoro de Pía

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