Cuatro meses después del evento con los fiscales, Joseph Edward Casey, para entonces ex director de la ADC, periodista investigador de actualidad política y delitos complejos, polémico, bien informado y preciso, y, por esas características, el columnista estrella del matutino La República, entró a la redacción, como lo hacía habitualmente, con un gesto neutral y un eterno, y más que evidente apuro. Apoyó su tarjeta magnética en el lector de la cerradura electrónica de la puerta de cristal que, obediente, se abrió. Se dirigía a su oficina cuando una voz, muy juvenil, pero con tono autoritario, lo detuvo.
— Perdón señor… ¿Usted a dónde va?
Casey giró sobre sus talones y observó que, en el puesto de la recepcionista, había una joven, apenas salida de la adolescencia, con gesto mandón y ceño fruncido, que lo miraba a través de unos anteojos de marco enorme. Casey contestó sonriente casi como si se tratara de una broma.
— ¡Vamos a ver jovencita…! En esta redacción, el qué suele hacer las preguntas soy yo. Entonces, si yo entro con una tarjeta magnética, y la cerradura me da acceso, quiere decir que yo debo ser «alguien». Por otra parte, si usted está sentada en un escritorio, el cual desde hace cuatro meses está vacío, porque a su antecesora la eché yo, por sus pésimos modales, también la debería inducir a pensar que «soy alguien». Si usted está allí es porque Don Ernesto, la sentó de culo en esa silla giratoria y con rueditas. ¡A qué no me equivoco!
La chica negó, asombrada, con la cabeza.
— ¿Vio que fácil era deducir? Ahora bien, vamos por la secuencia protocolar que usted debería haber seguido. Se tendría que haber puesto de pie. Me tendría que haber dicho quién carajo es usted misma, no yo, es decir presentarse por su nombre y apellido. Lamentablemente me doy cuenta que es una maleducada y no saluda ni se presenta primero… ¿Me estoy equivocando?
— ¡Yo se lo pregunté bien! No es para que me conteste así...
— ¡Señorita…! ¡Me parece que usted está un poquito equivocada…! La respuesta que me dio, es clásica de una alumna rebelde de la escuela secundaria y de nuestras decadentes universidades, donde los alumnos «empoderados» toman mate y mastican bizcochuelo Exquisita, escupiendo migas cuando hablan, mientras uno trata de desburrarlos. La ofensa, y la indignación fácil, conmigo no van. Esto es una de las pocas redacciones profesionales que quedan en la Argentina. ¡Lo lamento! ¡Se equivocó de lugar para trabajar!
Joe, pasó del dicho a la acción. Tomó el respaldo de la silla con ruedas donde estaba sentada la chica, con ella encima. Abrió la puerta de entrada a la redacción, siempre con ella sentada y transportada. Al ver que el ascensor todavía estaba en el piso, empujó la silla al interior del ascensor y, velozmente, apretó el botón de Planta Baja. Salió rápidamente de la cabina del ascensor antes de que la joven reaccionara.
— ¡Está despedida! – le dijo a modo de saludo.
Se sentó frente a la computadora de la recepción y buscó las autorizaciones de entrada. Vio que la más reciente correspondía a Martha Florencia Otegui, y precisamente, para el puesto de recepcionista. Corrió un conmutador virtual en la pantalla y desautorizó la entrada para ella con alarma a su casilla de mensajes.
Tomó el paquete de diarios, revistas y unas pocas cartas en papel, de algún lector de avanzada edad, de su casillero. Pasó frente al escritorio vacío de Pía Arrieta que seguía cerrado. Se quitó el saco, tomó un marcador rojo y empezó a corregir los abundantes errores de ortografía, gramática, sintaxis e información del tradicional matutino, La República.
No pasaron cinco minutos, cuando alguien golpeó en la puerta de vidrio. Era la recepcionista trayendo a la rastra la silla. Casey se paró y con la misma sonrisa le preguntó qué deseaba.
— Soy la nueva recepcionista.
— ¡Error, m’hijita! ¡Era! Ahora es la «ex», y descartada por maleducada, recepcionista. Pase por la oficina de personal en el piso seis, para que le abonen lo trabajado. La silla déjela en el pasillo, yo después la hago entrar.
— ¡Yo se lo pregunté bien! Usted es un energúmeno.
— ¡Tras llovido mojado…! ¿Insiste…? Usted se tendría que haber puesto de pie, haberse presentado y preguntar quién era yo. Eso es preguntar bien. ¿Ya le dije que la Oficina de Recursos Humanos está en el piso seis?
— Soy Florencia Otegui.
— ¿Y qué carajo tiene que ver el culo con la cooperativa? Dígaselo al Gerente de Recursos Humanos. Le encanta echar gente… ¡Es más! ¡Está para eso, y es lo único que hace bien! ¡Bah!
— ¡No me llamo «carajo» ni me gusta que me traten de este modo!
— ¿Vio? ¡A mí tampoco! ¿Conque Florencia Otegui? – sonrió Casey con sorna. – ¿Qué parentesco tiene con el benemérito señor director del este pasquín?
— ¿Con Don Ernesto Zabala y Otegui?
— ¡Sí! ¡No hay otro, desgraciadamente! La principal accionista se las picó vaya saber a dónde y con quién. Y desde ya le advierto que no creo en las casualidades, igual de maleducada e insolente que su tío. Ya imagino cuáles son sus méritos.
— Ninguna casualidad. Soy su sobrina segunda. Para más datos soy la Licenciada en Recursos Humanos Martha Florencia Otegui y Aguirre. Mi tío me encargó de poner en orden esta redacción porque es un caos.
— ¡Ah…! ¡Bueno…! ¡Pues a mí me parece una reverenda pelotudez, como todo lo poco y mal que suele hacer su pariente…! – continuó Casey, ahora con tono poco amigable – ¡Conmigo, para esas forradas que no cuente! ¡Su tío quiere manejar un diario de la misma forma que timoneó el astillero de la hermana y su hija…! ¡Pues bien…! No lo timoneó. ¡Lo encalló! ¡De periodismo no sabe una gorra! ¡Esto no es una fábrica! ¡Entiéndalo usted también!
— ¡Se lo voy a contar a Don Ernesto! ¡Ya comienzo a entender lo que ocurre acá!
— ¡A quién quiera! ¡Qué tenga una excelente búsqueda de trabajo...! ¡Marthita...! – remarcó Joe.
Casey se alejó dos pasos, pero mascó rabia por la irrupción de la casi adolescente. Se dio vuelta nuevamente y volvió con otra salva de artillería:
—Mañana, cuando venga a buscar su liquidación, Marthita, venga con una carretilla, así yo le paso mi currículo y se entera quién soy yo. ¡Marthita…! ¡La licenciadita en recursos humanos…!
Pasó de nuevo por frente a la oficina de la sub directora del diario, Pía Arrieta. Tomó su celular e intentó hacer la llamada número doscientos noventa de los últimos cuatro meses. La respuesta fue como siempre «Habla Pía Arrieta, ahora no puedo atenderlo, por favor envíeme un mensaje por WhatsApp, que lo contestaré a la brevedad». El rostro de Joe Casey pasó del enojo con la chica a la preocupación que sentía por la inexplicable ausencia de Pía Arrieta. Volvió a su propia oficina, prendió su notebook. Media hora después, antes de entrar al portal web de La República, sonó una llamada de su interno. Origen, número 11, desde la recepción.
— ¡Casey! – contestó el periodista automáticamente.
— ¡Sí! Ya sé que es usted, Ernesto… Término unas cosas y voy… ¿Inmediatamente…? ¿A mí Ernesto…? ¿Tomó jerez para el desayuno? ¡Ya sabe que le pega mal!
Noventa minutos después Casey golpeaba a la puerta del Director-Editor, quien le gritó que pasara y lo reprendió por haber tratado mal a su sobrina, quien se hacía la que lloraba en una silla frente a su tío.
— ¡Mirá Tío Ernesto! Este tipo, en realidad, se parece más al Increíble Hulk que a un ser humano.
— En eso estamos parejos. Usted con su altura y tamaño también parece ser la She Hulk miope – la chicaneó Casey. Si hasta el color del vestido la acompaña. ¿A quién se le ocurre ponerse un vestido verde?
—¡Más quisiera que yo fuera su She Hulk! – contestó Florencia con velocidad. Casey hizo una mueca al ver en detalle las proporciones físicas de la muchacha, extendiendo el labio inferior.
— Vamos al trabajo, Casey – rezongó Ernesto – Florencia, traenos algo.
— ¿Quieren té o café? – preguntó la joven.
— Preferiría una 45 milímetros bien cargada para pegarme un tiro y no errar.
—¿Le pregunté si le traigo té o café?
Casey entrecerró los ojos y respiró profundamente.
— Suelo tomar agua mineral gasificada… La más fría que haya... Por favor… Señorita Florencia…
— Con muchísimo gusto, debí imaginarlo, algo frío y sin sabor… – contestó Florencia con tono de burla, lo que, extrañamente lo divirtió a Casey en lugar de hacerle enojar.
Casey le habló al Director.
— Buenos días Don Ernesto – fue la introducción de Casey.
— ¡No sé para usted! – contestó el aludido – Para mí ya es pésimo. Acaba de maltratar… ¡Acá… a mi sobrinita preferida, sin más razón que haberle preguntado quién era!
Casey no abrió la boca mientras palpaba la botella de agua mineral que le acababa de entregar Florencia. Estaba tibia, más que a temperatura ambiente, casi de sopa. Dedujo que la muchacha le había dado un toque de microondas. Su rostro neutro de nuevo empezó a mostrar enojo.
— Es una persona de mi máxima confianza, – continuó Don Ernesto sin advertirlo – y se acaba de graduar de Licenciada en Recursos Humanos, nada más y nada menos que en la Universidad Católica Argentina. La contraté para que pusiera orden, y no le voy a permitir a usted ni a nadie, que le falten el respeto como lo acaba de hacer – luego hizo una pausa mirando a Casey a los ojos, frunciendo la frente con más pliegues que un tornillo – ¡Quiero que todos lleguen a horario! ¡Incluido usted que para eso le pago!
— ¿Terminó? – inquirió Casey, mientras sacudía la botella.
— ¡No! – ladró Don Ernesto – ¿Quiero saber de una vez adónde la tiene a mi sobrina Pía?
— Le voy a explicar un par de cosas, pero no quiero, ni le permito, que me interrumpa. ¿Entendido?
— ¿Cómo se atreve? – bramó Ernesto levantando el índice derecho.
Sin inmutarse, Casey se puso de pie con la botella agitada de agua mineral gasificada tibia, a la que había aflojado la tapa. Su pulgar izquierdo contenía la tapa en la boca de la botella. Abrió la puerta de la oficina de Don Ernesto con el brazo izquierdo, con la mano derecha le lanzó la botella con la precisión que podía tener un ex rugbier. La botella se estrelló de lleno en el escritorio de la recepción, donde estaba la sobrina de su interlocutor. La tapa saltó, y el agua gasificada salió en espray, empapando literalmente a la juvenil Licenciada en Recursos Humanos. El director se sorprendió y volvió a levantar el brazo.
— ¡Siéntese Don Ernesto y no se atreva a levantarme el dedo ni la mano, porque a su edad, un hombro recalcado, duele horrores!
— ¿Se atreve a amenazarme? – preguntó Don Ernesto indignado.
— Yo no amenazo, y menos a un anciano gagá como usted. ¡Renuncio! ¡Viejo choto! ¡Me tiene usted absolutamente podrido! No solo fundió el astillero de su hermana, sino que a este diario de mierda lo mantengo vivo yo, con las notas de mis investigaciones. Y cuando vayan internando a los miserables veinte mil suscriptores que tiene, en todos los lectores en geriátricos de Barrio Parque, Recoleta, Palermo y Barrio Norte, uno por uno, nadie lo va a comprar ni para encender el fuego del asado o envolver los huevos de campo en la verdulería. El portal del diario en Internet, abre por espectáculos y entretenimientos, que son un montón de señoritas ligeras de ropa, cuando estamos asistiendo a los cambios de paradigmas en el planeta como si se tratara de un nuevo Renacimiento después de las plagas de las Covid19 y sucedáneos. ¡Ahora entiendo por qué, usted no se infectó, ¡Porque ni los virus lo aguantan! ¡Tiene vinagre en las venas en vez de sangre! ¡Me pudrió! ¡Habrase visto! ¡Un periodista con horarios! ¡A usted lo debe haber mordió una polilla rabiosa!
Casey se acercó a la puerta y la señaló a la licenciada Marthita, que se estaba secando con papel higiénico.
— Si a esa muchachita no le enseña educación, trato y modestia en el puesto de trabajo, ella no lo va a aprender en esa universidad, que es una cueva de mentirosos. La chica será XL en tamaño, pero es una XXS en inteligencia. Si se le pide algo y trae lo opuesto, lo hace de mala leche. ¡Digna sobrina suya, porque usted, en todos los órdenes de la vida, ha hecho siempre lo mismo, maldades!
Cerró la puerta mientras Don Ernesto hacía gestos como que tenía el corazón afectado, tocándose cerca del hombro derecho y jadeando.
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