Balvin, un joven incubus, se encuentra en su última prueba para convertirse en jefe de territorio: absorber la energía sexual de Agustín, un empresario enigmático con secretos oscuros. A medida que su conexión se vuelve irresistible, un poder incontrolable despierta entre ellos, desafiando las reglas de su mundo y sus propios deseos. En un juego de seducción y traición, Balvin debe decidir: ¿sacrificará su deber por un amor prohibido, o perderá todo lo que ha luchado por conseguir? Sumérgete en un mundo de pasión, peligro y decisiones que podrían sellar su destino. ¿Te atreves a entrar?
**Advertencia de contenido:**
Esta historia contiene escenas explícitas de naturaleza sexual, temas de sumisión y dominación, así como situaciones que pueden ser sensibles para algunos lectores. Se recomienda discreción.
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Verdad entre Nieblas
El Limbo se extendía ante ellos como un paisaje de otro mundo, etéreo y armonioso, pero inquietantemente real. Caminaban por lo que parecían ser nubes grises, suaves y ondulantes bajo sus pies, pero el suelo era sólido, contradictorio en su naturaleza. El cielo se alzaba lejano, de un gris pálido casi infinito, como una niebla suave que envolvía todo el horizonte. No era un lugar tétrico ni lúgubre, aunque la falta de vida lo hacía inquietante.
A lo lejos, se erguían altos edificios, oscuros y distantes, difuminados por la bruma. En el aire, flotaban ecos suaves, reverberaciones de voces que se perdían en la inmensidad, pacíficas, aunque perturbadoras para Agustín, cuyas percepciones astrales captaban sonidos que el resto no notaba. Para él, cada murmullo era como una caricia en el vacío, una constante presencia en su mente.
El aire en el Limbo era a la vez tibio y frío, una mezcla que no pertenecía al mundo físico. Al estar en su forma espectral, Agustín notaba cómo esa energía pasaba a través de su cuerpo sin resistencia, una sensación de liviandad y extrañeza. Los caminos aparecían y se desvanecían en todas direcciones, entrelazándose con charcos de agua negra que se extendían sin un patrón claro. Todo parecía desconectado, pero al mismo tiempo, cada elemento formaba parte de un diseño mayor, uno que todavía no podían comprender del todo.
Después de un buen rato, el sonido se desvaneció, dejando una calma desconcertante. Balvin continuó caminando, su postura firme, mientras Agustín lo seguía a una distancia prudente, inmerso en sus pensamientos.
Entre las nubes, el sendero comenzó a despejarse, revelando extrañas calles que serpenteaban hacia un horizonte lejano. Las sombras de enormes edificaciones se levantaban a la distancia, imponentes y desafiantes. Sin embargo, Balvin parecía llevarlo en la dirección opuesta, alejándolo de aquellas arquitecturas que parecían tan fuera de lugar en ese paisaje etéreo.
—Son… edificios —comentó Agustín, su tono distante pero vigilante, como si estuviera descubriendo algo por primera vez.
Agustín levantó una ceja, evaluando cada detalle del entorno mientras su ceño se fruncía, la tensión visible en su mandíbula. A pesar de su creciente curiosidad, se mantuvo en silencio, observando, esperando que el camino le ofreciera más respuestas.
Finalmente, llegaron a un terreno que parecía hundirse entre colinas de nubes. Agustín, cada vez más escéptico, creyó que estaban caminando sin rumbo hasta que la entrada de una pequeña cueva emergió frente a ellos, casi oculta por la bruma que se arremolinaba en su alrededor.
—Dos —murmuró Balvin en un tono seco.
Agustín iba a preguntar qué significaba eso, pero antes de que pudiera formular las palabras, una sombra brumosa se despegó de la entrada. La figura creció rápidamente, tomando la forma de un enorme perro, más alto que ellos, aunque su aspecto era inquietantemente incorrecto, como si su forma solo insinuara la de un canino. Un aliento cálido y pesado golpeó el rostro de Agustín, haciéndole retroceder ligeramente, incapaz de comprender completamente qué era esa criatura.
—Dije dos, bestia insolente —la voz de Balvin resonó fría y autoritaria.
Ante el tono gélido de Balvin, la criatura brumosa se detuvo. Con un gruñido bajo, giró sobre sí misma, emitiendo un sonido áspero que apenas parecía una disculpa antes de retirarse, dejando libre el paso hacia la cueva.
En las profundidades, orbes de luces azules y blancas los rodearon, persiguiéndolos con movimientos etéreos. Agustín echó un vistazo a los mesones alrededor, y aunque su mente calculadora ya había anticipado algo perturbador, no pudo evitar tensarse al notar las cientos de partes humanas esparcidas por el lugar. Diversos tamaños, colores y formas se amontonaban grotescamente, demasiado realistas para ser obra de un simple espectáculo macabro. No lo había pensado antes de Balvin, pero era horroroso creer que existían seres con cuerpos falsos capaces de mezclarse con los humanos.
Su mandíbula se tensó.
—Vinimos a visitar a Jack el destripador —bromeo Agustin tratando de liberar tensión, con una media sonrisa que no alcanzó sus ojos.
Balvin lo observó por un segundo antes de replicar:
—¿El cazador de súcubos? No, ese está en el cielo —murmuró con una mezcla de sarcasmo y aburrimiento.
—No entendiste el chiste.
—Tú tampoco.
En el fondo de la cueva, una silueta alta y delgada se mantenía erguida frente a un mesón, el cual levantó de un gesto, quitándolo del camino. Agustín inclinó levemente la cabeza, entrecerrando los ojos al ver la figura. Era la segunda vez que veía un íncubo, y este no parecía ser muy distinto en cuanto a forma humana, aunque al acercarse, su espectral rostro cansado mostraba rasgos grotescos: ojos hundidos completamente negros, doble pupila y un cuello más largo de lo normal, con manos y dedos exageradamente alargados.
—Maestre armero —saludó Balvin, bajando la cabeza en un gesto breve pero respetuoso.
—Uno de los primeros —respondió el anciano, dirigiendo una rápida mirada a Agustín que le hizo endurecer los hombros.
—Revise mi caparazón, quiero enseñarle algo —pidió Balvin con voz grave.
—¿Tiene alguna duda sobre su estado? —El armero arqueó una ceja, caminando hacia ellos con movimientos fluidos pero inquietantes.
—Por desgracia.
El anciano elevó un brazo y la cueva se cerró de inmediato. Agustín se puso tenso al sentir cómo el aire se volvía pesado, sus manos apretándose brevemente en puños. Balvin, por su parte, esperaba de brazos cruzados, inmóvil, mientras los orbes hacían brillar el lugar con una intensidad casi cegadora, revelando una cueva ordenada y pulcra, muy diferente al caos anterior.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Agustín, su voz grave pero firme, sus ojos recorriendo el espacio con desconfianza.
—No necesitas saber —cortó Balvin con desdén.
El armero movió sus dedos de una manera casi danzante, y una plataforma brillante se levantó desde el suelo. Balvin avanzó hasta quedar frente a ella y apoyó ambas manos. Su brazalete, roto en dos, comenzó a unificarse mientras su caparazón se materializaba lentamente. El íncubo lanzó una mirada significativa a Agustín, quien le devolvió el gesto con una leve inclinación de cabeza.
—¿Dos semanas? —preguntó el armero mientras sus ojos se fijaban en el brazalete.
—Así es.
—Y en continuo uso, al parecer —dijo, examinando el cuello lleno de marcas, para luego girar la cabeza hacia Agustín con un brillo calculador en los ojos.
—A simple vista, el enlace a través del brazalete fue invertido. —Sus dedos largos tocaron la frente del caparazón, haciendo brillar el sistema circulatorio espectral. De un movimiento rápido, un segundo sistema, similar al nervioso, se proyectó con mayor intensidad.
—Eso significa que el humano absorbe toda la magna que recolectas —sentenció el armero, sin apartar la vista del caparazón.
Balvin apretó los labios, sus brazos se cruzaron con más fuerza, sus dedos tamborileando sobre su brazo.
—Eso está más que claro, armero. ¿Qué podemos hacer para arreglarlo?
—No he terminado, señor. Tu caparazón no es el único vinculado, tu cuerpo espectral también lo está.
Balvin enderezó la espalda de golpe, la incredulidad cruzando su rostro.
—Imposible. El brazalete falló, pero jamás mostró una vinculación más allá de la materialización física.
El anciano chasqueó la lengua, sus ojos oscuros reflejando una mezcla de paciencia y reproche.
—Descendencia.
—Improbable —gruñó Balvin, su mirada endureciéndose.
—¿Seguro? —insistió el armero con un tono provocador.
—Demasiado… lejana.
—Al parecer, es más probable de lo que crees —respondió el armero, mientras se acercaba a Agustín. —Las altas esferas chamánicas otorgan completa protección a sus legados, sean de linaje activo o no. Es una norma crucial para prevenir el uso indebido de su linaje sagrado.
Agustín frunció el ceño, sus ojos buscando los de Balvin con una mezcla de confusión y desafío.
—No hay marcas de algún mapa, lo he revisado —insistió Balvin, su tono ahora más frío.
El espectro rodeó a Agustín, sus ojos recorriendo al humano como si lo estuviera evaluando, hasta detenerse en los suyos, penetrando su mirada. Agustín, de naturaleza firme y casi inquebrantable, sintió por primera vez una ligera incomodidad bajo la intensidad de aquellos ojos sobrenaturales. Sin embargo, no mostró su malestar y sostuvo la mirada, aunque sus manos se relajaron al notar a Balvin asentir lentamente.
El armero retrocedió un poco, su expresión neutral pero expectante.
—Órdenale algo —pidió tranquilamente el armero, mientras Balvin resoplaba con frustración, su postura rígida, con los brazos cruzados.
—Es absurdo —rezongó, sin molestarse en ocultar su irritación. Agustín lo miró con una mezcla de curiosidad y desafío.
—Levanta el brazo derecho —ordenó Agustín sin titubear, y Balvin, para su sorpresa, obedeció inmediatamente, entrando en un estado de shock.
El armero observó todo con una calma calculadora, sus dedos entrelazándose mientras hablaba.
—El mapa nunca se revelará ante los ojos de su enemigo.
Fue entonces cuando el hombro de Agustín brilló, revelando tribales plateados y dorados que se esparcían por su pecho, marcando el camino hasta su espalda y brazo derecho. Balvin, con el rostro lleno de horror, apareció frente a él, arrancándole la bata con manos temblorosas.
Los tribales continuaron expandiéndose, cubriendo el pecho de Agustín hasta llegar a su mano.
—Hijo de… puta —jadeó Balvin, retrocediendo con pánico, sus ojos moviéndose frenéticamente entre el mapa en el cuerpo de Agustín y las marcas idénticas en su propio brazo izquierdo.
El terror en su rostro era evidente, mientras retrocedio al mirarse la mano. La plataforma lo detuvo, y Balvin volteó a ver su caparazón, que tenía la misma marca. Aunque no necesitaban respirar, el pecho de Balvin se agitaba descontroladamente al mirar su trabajo de toda la vida, ahora marcado.
El pánico en Balvin crecía a medida que observaba más de cerca los tribales. Eran marcas milenarias que contaban historias: las más atroces guerras entre los primogénitos de Lilith y los hijos de Adán. Eran marcas que asustaban a los jóvenes íncubos y avergonzarían a cualquier aspirante a jefe, las mismas que ahora residían en su brazo, mostrando su estado actual.
La mano de Agustín llegó a su hombro, pero de un empujón, Balvin la apartó. El terror en el rostro del íncubo hizo que Agustín retrocediera, pero eso permitió que Balvin reaccionara y se dirigiera directamente hacia el armero.
—¿Cuánto soportará mi caparazón? —preguntó con desesperación.
—El daño por ahora es mínimo —comenzó a explicar, con tono preciso—. Las fisuras son casi indetectables, pero no eres un maestro armero. Forzaste el uso de tu núcleo y ya comenzaste a oxidarlo. Si sigues así, la capacidad del núcleo para absorber magna disminuirá aún más, y las fisuras se volverán irreparables. Cambiar el núcleo en este punto no es imposible, pero tomará tiempo.
Agustín, que había permanecido como espectador hasta entonces, dio un paso adelante y preguntó sin titubear:
—¿Su núcleo?
Balvin lo ignoró, pero el armero respondió sin problemas.
—No es muy distinto al corazón humano —explicó con calma—. El núcleo es el corazón del caparazón, el que bombea y hace circular la magna.
Al notar el interés de Agustín, continuó, siendo más detallado para asegurar su comprensión, aunque se dirigió a Balvin.
—El subnúcleo, que hace circular tu esencia vital para mantener el caparazón materializado, aún no está comprometido. Pero no soportará mucho si el núcleo principal falla. Debes actuar antes de que sea demasiado tarde.
Balvin volvió a observar su caparazón, tocando las marcas con una mezcla de frustración y resignación. Cerró los ojos, pensando en todo. Había pasado un milenio creando este caparazón, se había probado a sí mismo una y otra vez, desafiando lo imposible, planificando cada detalle para superar la prueba y reclamar su lugar como jefe. Pero ahora, todo eso parecía lejano. Cambiar el núcleo le tomaría décadas, décadas perdidas, y en ese tiempo alguien más podría tomar su posición. Nada estaba saliendo como esperaba.
Aún más extraño era el vínculo con Agustín; no era posible que los Arcaicos se equivocaran con el linaje del humano. ¿Quién lo había saboteado? No podía acudir a los prefectos; eso solo haría público su fracaso, y sería el hazmerreír de todos. Estaba perdido en sus pensamientos cuando el anciano armero volvió a hablar.
—Debes descontinuar el uso del caparazón de inmediato y reemplazar el núcleo —advirtió con seriedad.
—Imposible —gruñó Balvin, la frustración apretando su voz.
—Soy consciente de tu posición, pero como armero, es mi deber informarte. Las consecuencias serán devastadoras si sigues así —respondió el anciano, calmado pero firme.
—¿Qué posibilidades hay con el vínculo? —preguntó Balvin, buscando una solución desesperada.
—¿De romperlo? No puedo asegurarlo. Pero dado que este humano no fue consciente del vínculo, es evidente que no está completo. El único que puede romperlo por completo es el Sexto Príncipe.
—Tiene sentido.
—Así es. Es el más próximo a estos actos. Mientras tanto, lo único que puedo aconsejarte es que, si no vas a descontinuar el uso del caparazón, dividan la magna entre ambos. Pero, claro, eso requiere que este humano esté dispuesto a ayudarte. Si lo hacen, evitarás que el caparazón se oxide y termine colapsando.
Balvin asintió, aunque la idea no le entusiasmaba. Tenía que actuar rápido.
—Maestre, dejaré mil raciones y volveré con más cuando pueda —dijo con un tono más serio.
—No tienes de qué preocuparte. Soy un fiel devoto y admirador de Nephil; no tengo intención de divulgar tales desgracias —aseguró el armero.
—De todas formas, acepta mi pago.
—Como quieras —respondió el anciano con una leve inclinación de cabeza.
Balvin sacudió su mano y entregó una esfera brillante, las raciones de magna. El armero inclinó la cabeza en un gesto solemne, llevando la mano desde la frente hasta la nuca, un claro pacto de silencio. Balvin lo observó, pero pronto desvió la mirada hacia Agustín, intentando controlar sus expresiones. Quizás no lo hizo lo suficientemente rápido, porque Agustín, que mantenía su semblante serio, notó el sutil parpadeo en los ojos de Balvin que lo esquivaron.
—Acércate al maestro —ordenó Balvin, tratando de sonar firme—. Te va a mostrar lo que debes hacer para ayudarme... Y que no se te ocurra intentar nada. Todavía me necesitas para volver.
Esperaba alguna respuesta sarcástica o arrogante, pero, para su sorpresa, Agustín no dijo nada. Sin una palabra, caminó en silencio hacia el armero, quien comenzó a recitar algo en voz baja, al tiempo que posicionaba sus manos con los dedos índices y meñiques juntos, apuntando hacia arriba. Agustín imitó el gesto sin dudar, siguiendo las instrucciones con una atención que desentonaba con su usual despreocupación.
El ritual no tomó mucho tiempo. Una vez terminado, ambos se despidieron del armero, y pronto salieron de la cueva. Afuera, Balvin caminaba unos pasos por delante, creando una distancia física entre ellos. Agustín no pudo evitar notar esa brecha, más pronunciada que nunca. ¿Era inseguridad lo que veía en el incubus? O quizás eran sus propios pensamientos, que aún no lograba comprender del todo. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía despistado, incapaz de articular lo que debía hacer a continuación, consciente de que precipitarse no era una opción.
Pero de pronto Agustín frunció el ceño, sintiendo la creciente urgencia de acercarse a Balvin, de hablar, aunque no sabía exactamente de qué. Algo, cualquier cosa, para aliviar la tensión que lo carcomía por dentro. Sin embargo, un zumbido intenso que llenó el aire, como el crepitante susurro de algo que se activaba con una energía abrumadora. rompió el silencio, haciéndolo retroceder instintivamente. Sus manos volaron a cubrirse los oídos, mientras su corazón se aceleraba.
Balvin, con los ojos desorbitados, miró frenéticamente a su alrededor, comprendiendo de inmediato el alcance de su error. Los había llevado a una zona prohibida.
—No… —murmuró para sí, maldiciendo su descuido.
El ambiente, que hasta hacía un momento parecía etéreo y controlado, ahora se sentía como una trampa mortal. El aire vibraba de forma extraña, cargado de algo más que energía, algo amenazante. No habían avanzado mucho, pero lo suficiente como para ser detectados.
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