El Lobo Y La Bruja De Fuego

En la cima de los riscos de Elarion, donde las nubes se fundían con las torres de obsidiana del Templo del Equilibrio, la atmósfera era tan densa como el incienso que llenaba los pasillos sagrados. El aire olía a resina quemada, a polvo antiguo y a un tipo de desesperación que no se gritaba, pero se sentía vibrar en las paredes.

Los sacerdotes caminaban en silencio entre columnas talladas con glifos arcanos. Sus túnicas blancas ondeaban suavemente al compás de un viento que no venía del exterior, sino del interior mismo del templo, como si la piedra respirara.

—Otra vez —dijo una voz baja, áspera como el roce del metal oxidado—. La misma firma mágica.

La sala de los espejos estaba iluminada solo por la luz azulada que brotaba del círculo de conjuración. Cinco sacerdotes rodeaban el centro, con las manos alzadas y los ojos cerrados. Uno de los cristales de visión parpadeaba con intensidad, proyectando una imagen fugaz: árboles retorcidos, una chispa azul, y luego… fuego.

El más anciano entre ellos, el Archimago Loras, abrió los ojos con lentitud. Su mirada se clavó en los otros como cuchillas afiladas.

—Esa energía no proviene de un aprendiz. Es poder antiguo… desatado sin control.

Otro sacerdote, más joven, tragó saliva antes de hablar.

—La firma… pertenece a Selene.

Un murmullo recorrió la sala como una serpiente. Las llamas de las antorchas parpadearon violentamente, como si respondieran al nombre.

—No puede ser —susurró otra sacerdotisa, con las manos temblorosas—. Ella fue desterrada del Círculo… no debería tener acceso a la magia del bosque prohibido. Esa región está viva… y dormida por una razón.

—Pero la ha despertado —gruñó Loras, su voz ahora cargada de furia contenida.

El sumo sacerdote, Elion, observaba todo desde lo alto de su trono de piedra negra. Su rostro era una máscara de mármol: impasible, frío, pero en sus ojos ardía algo oscuro.

—¿Estás seguro? —preguntó con voz baja, tan medida que todos enmudecieron.

—Sí, mi señor. Hemos rastreado la pulsación mágica en tres ocasiones distintas. El patrón es idéntico. Solo alguien con su linaje podría haber provocado esa resonancia.

Elion se levantó lentamente. Su túnica dorada arrastró polvo centenario al moverse. Dio un paso al frente y alzó ambas manos. Los glifos del salón se encendieron, uno por uno, como si el templo despertara de un sueño largo.

—Entonces no hay duda.

El fuego de la sala pareció menguar. Elion bajó la vista hacia los sacerdotes congregados.

—Selene ha cruzado una línea. Ha utilizado magia en el bosque prohibido, en el corazón de lo prohibido. Eso no es solo una violación de nuestros votos… es un acto de guerra contra el equilibrio.

—¿Y si fue en defensa propia? —se atrevió a decir una joven sacerdotisa de ojos claros.

Elion se giró lentamente hacia ella. El silencio fue tan denso que hasta el eco pareció haberse callado.

—¿Defensa? —repitió, con voz peligrosa—. ¿De qué? ¿De quién? Solo ella está allí… y el bosque no ataca sin provocación.

Sus palabras eran una sentencia. Elion alzó una mano y un círculo de sangre comenzó a brillar bajo sus pies.

—Invocad a los Ojos del Viento. Que barran el bosque entero. Usad el Espejo del Alba. Encontradla.

—¿Y si se resiste? —preguntó Loras, ya sabiendo la respuesta.

Elion volvió al centro del círculo, su voz como un trueno suave que hace temblar los huesos.

—Selene ya no es una hija del templo. Es un riesgo. Un desequilibrio. Donde esté, debe ser contenida. Viva… o no.

En las catacumbas, donde los hechiceros de guerra dormían bajo el peso de cadenas encantadas, tres figuras fueron despertadas por los tambores de obsidiana. Guerreros sin rostro, convocados solo en tiempos de extrema necesidad.

La tormenta en el mundo exterior no era solo una manifestación natural. Era un eco. Una advertencia.

Y el templo ya no estaba dispuesto a ignorar su llamado.

La noche había caído con un silencio espeso sobre el bosque. La lluvia, que antes golpeaba los tejados como un tambor furioso, ahora era solo un murmullo lejano, como si la tormenta se hubiera apartado para permitir que algo más antiguo tomara su lugar.

En el interior de la cabaña, Selene dormía. Su cuerpo estaba cubierto por una manta gruesa, pero sus manos temblaban suavemente. Kael, recostado junto al hogar, mantenía los ojos entreabiertos, como si una parte de él supiera que algo no estaba bien.

La respiración de Selene se volvió irregular.

Y entonces comenzó.

El sueño no llegó como un velo suave, sino como una caída violenta. Selene se vio de pie en medio del bosque, pero no era el mismo. Las hojas temblaban sin viento, los árboles se curvaban hacia ella como si quisieran atraparla. Un humo azulado se deslizaba por el suelo, y el aire tenía un sabor metálico, como sangre oxidada.

—¿Kael? —su voz apenas era un susurro, devorado por la densidad de la niebla.

Nadie respondió.

Entonces los escuchó. Pasos. No de uno, sino de muchos. El crujido de ramas. El jadeo entrecortado de bestias.

Y a lo lejos, una nota grave: los tambores de obsidiana.

Los lobos aparecieron primero. No eran bestias normales: sus ojos brillaban con fuego líquido y sus cuerpos estaban cubiertos por una niebla oscura que se deshacía con cada movimiento. Avanzaban en formación, no como depredadores salvajes, sino como soldados. Al frente, uno más grande, con un glifo arcaico en la frente que ardía con luz azulada.

—No es real —murmuró Selene, retrocediendo—. No puede ser real.

Pero el suelo bajo sus pies se partió, revelando raíces negras que intentaban aferrarse a sus tobillos. Cayó de rodillas, jadeando, sintiendo el peso del bosque entero sobre sus hombros.

Y entonces los vio.

Entre los árboles, surgieron figuras encapuchadas, caminando con la calma aterradora de quienes saben que ya han ganado. Eran los magos del templo, pero no llevaban sus túnicas blancas. Estas eran negras, teñidas de ceniza y odio. Uno de ellos alzó un bastón coronado por un cráneo, y el bosque tembló.

—Selene —dijo una voz que no necesitó alzarse para ser oída—. Has despertado lo que debía dormir.

Era Elion.

Su rostro emergió del humo como el de una estatua agrietada, pero sus ojos… sus ojos ardían con un juicio tan absoluto que Selene sintió que el aire se le escapaba del pecho.

—¡Kael! —gritó, girándose.

Y lo vio.

Tendido en el suelo, cubierto de sangre. Un círculo de conjuración brillaba a su alrededor, y sobre él flotaba uno de los hechiceros de guerra: un guerrero sin rostro, cubierto de placas oscuras que vibraban con energía primitiva. En su mano sostenía una lanza que sangraba.

Selene intentó correr, pero sus piernas no respondían. Gritó. Llamó al bosque. Suplicó. Pero los árboles no la escuchaban. Todo se había vuelto contra ella.

—Has cruzado una línea —repitió Elion—. Y ahora, sufrirás las consecuencias.

El hechicero alzó la lanza.

—¡NO! —rugió Selene, y un estallido de luz azul surgió de su pecho.

Todo se quemó.

Selene se despertó empapada en sudor. Su cuerpo se incorporó de golpe, jadeando, el corazón desbocado como un tambor enloquecido.

—¡Kael! —gritó.

—Estoy aquí —su voz fue rápida, preocupada. Estaba a su lado en un segundo, tomándola por los hombros—. Tranquila. Solo fue un sueño.

Selene lo miró, sus ojos desbordados de lágrimas y terror. No podía hablar. El grito todavía estaba atorado en su garganta.

Kael la abrazó con fuerza, sintiendo cómo su cuerpo vibraba. La cabaña estaba quieta, pero el ambiente era denso, cargado, como si el sueño hubiera dejado una grieta abierta entre los mundos.

—Los vi —murmuró ella finalmente, temblando—. Lobos… magos del templo. Elion… sabía dónde estábamos. Kael, te vi morir. No era un sueño normal. Era una visión. Estoy segura.

Kael cerró los ojos un momento. Su mandíbula se tensó.

—Entonces no tenemos tiempo —dijo, con voz baja pero firme—. Tenemos que movernos antes de que lo que viste se vuelva real.

Selene asintió, aún atrapada entre el miedo y la determinación. Miró por la ventana. La lluvia había vuelto, pero esta vez caía de lado, golpeando la madera como dedos impacientes.

Y a lo lejos, entre el murmullo del viento, le pareció oírlo: el primer eco de los tambores.

Los Ojos del Viento ya estaban en camino.